lunes, agosto 22, 2016

LA HISTORIA por SIMONE DE BEAUVOIR


La Historia se les escapa a los hombres en general y a las masas en particular: para establecer esta tesis, las autoridades que se citan con más complacencia son las de Burnham, Spengler, Toynbee. No
es cuestión de examinar aquí el detalle de sus sistemas, pero trataremos de exponerlos en su esencia.
La naturaleza humana es perversa y es inmutable, afirma Burnham, fiel a sus principios maquiavelistas: ese pesimismo basta para condenar a la historia. Si el hombre no cambia, el progreso es imposible, ninguna modificación exterior tiene sentido.
Burnham tomó de Pareto su teoría de la "circulación de las élites". No son las masas las que hacen la Historia, sino los Estados mayores. Si cambia y se renueva es sólo porque hay conflictos entre las elites que ambicionan el poder: algunas son liquidadas, otras triunfan. A esa diversidad corresponde el pluralismo de las civilizaciones: entre éstas existen ciertas relaciones de causalidad, pero no por ello su sucesión deja de ser discontinua; el reemplazo de un equipo por otro es un avatar sin finalidad alguna.
Por una parte, los individuos que conducen el mundo no tienen ningún fin objetivo: quieren el poder por el poder. Por otra parte, ninguna evolución social podría mejorar la suerte del hombre:
pretender librarlo de la necesidad es una mistificación más, puesto que se trata, por definición, de un "animal que desea". Tal doctrina no es exactamente catastrófica: no habla de decadencia ni de Apocalipsis. Burnham prevé una evolución racional del capitalismo. Al régimen que concede a los poseedores el lugar privilegiado debe suceder "la era directorial", que subordinará el capital a la tecnocracia.
Pero, en cambio, niega todo sentido a la historia, que parece ser calamitosamente imbécil. Las minorías se disputan absurdamente un poder que no usarán para nada; los hombres jamás ganan nada.
Cuando quieren desengañar a la gente de la política y desacreditar la idea de revolución, los anticomunistas saquean de buena gana a Burnham: Aron y Monnerot, entre ellos, se sirven de él a discreción.
Para combatir el "romanticismo revolucionario", Aron repite indefinidamente que la exigencia del hambriento y la revolución se reduce a un cambio del personal dirigente. El escepticismo hastiado
que inspira sus artículos deriva directamente de la visión maquiavelista de Burnham. En cuanto a Monnerot, escribe: "Revolución mundial significa trastorno mundial en la circulación de las élites...    Las revoluciones expresan el hecho de que las élites son ineficaces".
Pero ya hemos visto que el pesimismo de la derecha comporta necesariamente una mística. Ahora bien: si Burnham provee armas polémicas contra las "ilusiones" del socialismo, la contrapartida positiva de su obra es netamente deficiente. Después de mostrar que la Historia es absurda, ¿en nombre de qué salvará a esa élite que precisamente hace la Historia? Si lo que pretenden ciegamente es un poder vacío, ¿cómo los Selectos nos interesarían en sus empresas? A decir verdad, el anticomunismo enajena tan frenéticamente a Burnham, que no siente el deseo de justificarlo. Es norteamericano: quiere que los Estados Unidos dominen al mundo,
y eso es todo.
Pero una vez, con fingida inocencia, se plantea la pregunta: "¿No será deseable un imperio mundial comunista?". Su respuesta es embarazosa. "Una economía comunista no acrecentaría el bienestar
material de la mayoría de la humanidad". Pero dos páginas más adelante concede que: "Más de la mitad de los habitantes de la tierra están ya en el nivel más bajo posible, su condición material no podría empeorar más aún, podría mejorar". Más de la mitad, ¿no es mayoría? A menos que un Selecto valga por dos o diez habitantes ordinarios de la tierra...Burnham abandona presuroso el terreno incierto de las matemáticas. Hay otros valores económicos,
no sólo el bienestar material: la seguridad, la libertad. Y, además de los valores económicos, hay en nuestra civilización "ideales" -cuya abolición, por otra parte, "puede ser juzgada preferible" (sic)-, pero que en definitiva son ideales "parcialmente operantes". Son el valor absoluto de la persona humana, el ideal de libertad y de dignidad individual y el ideal de una verdad objetiva. Burnham concluye:
"Aunque en nuestra historia, y en todas, la fuerza haya decidido en la práctica lo que las leyes declaran justo, siempre nos hemos rebelado contra la idea de que la fuerza pueda ser verdaderamente justa".
Mantener la idea de una justicia prácticamente inexistente no es un "ideal" que inexistente; inexistente no es un "ideal" que pueda exaltar a nadie, y no parece lógico condenar a "más de la mitad de los habitantes de la tierra." A permanecer "en el nivel más bajo posible" en nombre del "valor absoluto de la persona humana". En cuanto a la "verdad objetiva", nos preguntamos por qué ha de interesar a un maquiavelista convencido. A decir verdad, los discípulos de Burnham se sienten tan incómodos como él cuando se les pregunta por qué combaten. Aron está a sus anchas sólo cuando zamarrea las pueriles ilusiones de sus adversarios; cuando debe exponer las razones morales que existen para defender a los Estados Unidos y al capitalismo, le falta la convicción.
No intenta definir ni fundamentar los "viejos valores cristianos y humanistas" que se pueden oponer al comunismo. "La verdad es para mí el valor supremo", dice una vez. ¿Por qué? ¿Y de qué verdad se trata? De hecho, el pesimismo maquiavelista es tan severo para con la élite copio ante las masas; en esa perspectiva sólo se puede contemplar con un cinismo sin esperanza el juego absurdo de las pasiones humanas. Para inventar una mística,
hay que recurrir a otra parte.
Los sistemas de Spengler y de Toynbee ofrecen más recursos. Su visión del mundo es más trágica que la de los maquiavelistas. Al subordinar la Historia al Cosmos, y condenar a muerte a todas las civilizaciones, cuyo nacimiento está regido por casualidades inhumanas, privan a la humanidad de todo porvenir y proclaman su insignificancia. Pero, justamente porque existe para ellos otra cosa además del hombre, pueden proponer a ciertos hombres una salvación sobrenatural. Dentro de cada ciclo histórico, exaltan formas que trascienden la Historia y cuya existencia se asocia armoniosamente a los intereses de los privilegiados.
"En la Historia, no se trata sino de la vida, siempre y únicamente la vida, la raza, la victoria de la voluntad de poderío, no de las verdades, las invenciones o el dinero", escribe Spengler en la conclusión de su libro. 
No sólo la función de la técnica y de la economía le parece secundaria, sino que rechaza fuera de la Historia al hombre como productor y "producto de su producto".
El objeto de la Historia, su realidad, no tiene nada que ver con "la existencia de la bestia humana". "Veo en la Historia viviente -escribe- la imagen de una perpetua formación y transformación, de un futuro y de una hecatombe milagrosa de las formas orgánicas".
Esas formas son las culturas, todas las cuales presentan entre sí analogías fundadas en "el insondable misterio de las fluctuaciones cósmicas", pero se desarrollan por separado, de una manera discontinua: una tras otra, crecen hasta el momento en que, habiendo realizado su destino, es decir, una civilización, declinan una tras otra. "Una cultura nace en momentos en que despierta un alma grande; una cultura muere cuando el alma ha realizado la suma entera de sus posibilidades en forma de pueblos, lenguas, doctrinas religiosas, artes, estados, ciencias, y vuelve al estado psíquico primario". En su conclusión, Spengler resume así el drama de esos nacimientos y esas muertes: "El drama de una alta cultura, todo ese mundo maravilloso de divinidades, de artes, de pensamientos, de batallas, de ciudades, termina nuevamente en los hechos elementales de la sangre eterna, que es una misma y sola cosa con la onda cósmica en eterna circulación. El ser que había despertado a la claridad, y adquirido una rica plasticidad, cae otra vez, en silencio, al servicio del ser, como nos lo enseñan los imperios de China. El tiempo triunfa del espacio y es él quien refrena, con su marcha inexorable, el azar pasajero llamado cultura
en el azar llamado hombre, forma en la que el azar llamado vida transcurre un momento mientras que en el mundo luminoso de nuestros ojos los horizontes fluidos de la historia terrestre y de la historia planetaria se abren ante nosotros".
Lo que sacamos en claro de esta evocación cósmica, a través del juego ininteligible de las contingencias, es la importancia que se acuerda a "los hechos elementales de la sangre". La vida, va lo hemos visto, se encarna en la nobleza que es "la historia hecha carne". La derrota de la nobleza, el advenimiento de las masas entrañan el fin de la Historia: la humanidad se desploma en el silencio, la inconsciencia, la nada.
Hay ciertas diferencias entre Spengler y Toynbee. El primero cuenta ocho civilizaciones, cada una de las cuales dura mil años y cuyo fin es fatal; para el segundo son veintinueve, su duración es variable y su evolución concede algún recurso al arbitrio humano y a la voluntad divina. Toynbee admite entre ellas ciertas influencias y alude vagamente a una idea de progreso, pero se trata de un progreso espiritual, que sólo Dios puede apreciar, y no de una conducta humana. En lo esencial, ambos sistemas convergen. Para Toynbee, la sucesión de las civilizaciones es también discontinua, los factores económicos no tienen más que una importancia secundaria. La Historia depende de un factor cósmico:
el ritmo alternativo estatismo-dinamismo (en lenguaje prechino, el yin y el yang) El yang es la respuesta a un desafío lanzado por el medio, la raza, etc, Pero después de un período de ascenso la civilización se quiebra: entonces aparecen un "proletariado interior" y un "proletariado exterior''. Es un tiempo de confusión, al que la Civilización responde creando un Estado universal; pero éste, tomado entre los dos proletariados, sucumbe. Si alguna vez sobreviviese alguna civilización, nos conduciría hasta la cumbre de lo sobrehumano. Pero, a menos que Dios nos acuerde una prórroga, el porvenir de Occidente parece comprometido: ya hemos estado en el período de confusión. Y Toynbee concluye: "El Espíritu de la Tierra, mientras teje y dispone sus hilos en la cadena del tiempo, compone la historia del hombre tal como se manifiesta en la génesis, el crecimiento, la declinación y la denigración de las sociedades humana. En toda esta confusión de vida y vendaval de acciones, podemos escuchar el latido de un ritmo elemental. Ese ritmo es el movimiento alternado del yin y el yang; el movimiento engendrado por ese ritmo no es ni la fluctuación de un latido indeciso, ni el ciclo de un molino de disciplina.
La rotación perpetua de una rueda no es una repetición vana si, a cada revolución, aproxima el vehículo a la meta; la música que emite el ritmo de yin y yang es el canto de la creación". El símbolo de la rueda propuesta por Toynbee está hoy en boga. Lo acoge con entusiasmo, entre otros, Raymond Abellio, cuyas profecías consideran con seriedad ciertos intelectuales de derecha. A su juicio, la Historia se presenta en forma de ciclos: Involución-Evolución. Estos ciclos están separados por Diluvios, y todo el conjunto forma un ciclo único que concluye en Apocalipsis. La totalidad de los ciclos constituye una espiral; hay, coarto en Toynbee, un vago futuro de la humanidad, pero no tenemos ningún poder práctico sobre ese proceso cósmico: el hombre de hoy está encerrado en su Diluvio singular y la acción le está vedada, puesto que sería necesariamente un gesto vano, o una tradición. El único recurso es construir un "arca" para pasar de un mundo al otro; esa arca debería reunir en una especie de orden espiritual a "los espíritus ansiosos de luz más que de poder". "Esta sociedad de espíritus se mantiene en una igual indiferencia frente a los regímenes políticos, y los integra a todos, con una clara conciencia de su relatividad." Es curioso que hoy cualquier elucubración del tipo pluralista-cíclico-catastrófico pueda contar de antemano con alcanzar a cierto público. Se ha tratado de aclamar como obras maestras las fantasías borrosas de un René Guénon, que descifra a través de oscuros simbolismos el próximo fin de Occidente. Volvemos a descubrir la filosofía hindú, en la medida en que es cosmológica, antihistórica, y que predica la no acción: la Rueda de Siva proyecta su gran sombra sobre la vida y la muerte de las civilizaciones. Después de definir la naturaleza humana como inmutable, el conservador se complace en creer, además, que la Historia gira en el mismo sitio: nada cambia jamás. No se acepta exactamente la idea nietzscheana del Eterno Retorno, pero se admite que existen entre las culturas tan profundas analogías que toda tentativa de reformar el mundo está condenada de antemano. Aun si se deplora, desde un punto de vista ético, que la estructura de la sociedad sea como es, las aspiraciones a un mundo mejor son, el, todo caso, utópicas, y el realista lúcido se inclina a repetir las injusticias y los abusos de la presente. Que la Historia describa un círculo o una espiral, toda evolución comporta una decadencia, todo porvenir está coagulado en el seno del Cosmos. La humanidad se agita en vano, perdida en una inmensidad que la sumerge; la relación del hombre con la sociedad es secundaria, y lo esencial es su relación con el Universo, sobre el cual nada puede.
Pero en medio de esos ciclos fatídicos hay momentos más o menos sombríos. Occidente entró hace tiempo en menguante. Pero Spengler creía aún que el cesarismo podría retardar su muerte, y predicaba  en términos apenas velados la adhesión al fascismo. Desmentidas todas sus esperanzas, la derecha juzga ahora inminente la catástrofe, la acción impotente. A través de Jaspers, la Alemania vencida intenta asumir ese pesimismo. Jaspers le asigna un semblante aún más definitivo, pero menos dramático que Spengler. En vez de la desesperación cínica, agresiva o resignada de Burnham, Spengler o Toynbee, propone al hombre una sabiduría trascendental. Sí, la Historia es Frustración, pero está bien que así sea.
Según Jaspers, la realidad histórica está constituida por una pluralidad de formas sustanciales: razas, civilizaciones, pueblos; ese pluralismo es el que condena a la Historia al fracaso; hay cierta posibilidad de comunicación entre esas formas, pero su diversidad provoca necesariamente conflictos, destrucciones.
Por otra parte, pretende unificar a la humanidad sería un pecado contra lo Trascendente: abolir las fronteras que separan clases y naciones es "una obra de nivelación que no se puede imaginar sin espanto". Hemos visto, efectivamente, que el hombre sólo se abre a lo Trascendente, y se cumple como Existencia, gracias a su integración en una comunidad que posee la unidad inmanente de un
alma, y que es, por lo tanto, limitada y diferenciada. La masa es insensible a lo Trascendente. No sabría proponerse sino fines terrestres, tales como el bienestar de la humanidad. Pero "la Finitud, como felicidad inmanente, es envilecedora cuando se transforma el objeto final: el hombre pierde su trascendencia".
La humanidad no sería feliz sino a costa de la dignidad de la Existencia. En nombre de los intereses superiores del Ser, es preciso, por consiguiente, que se perpetúen la frustración de la historia y la infelicidad de los hombres. Empíricamente, esa frustración es, sin duda, un motivo de turbación, y la Historia no posee un sentido claro: "Una corriente arrastra a la humanidad, con sus antiguas culturas, hacia no sabemos qué destrucción o qué renovación". Pero, desde un punto de vista superior, debemos felicitarnos, porque ese fracaso terrestre es la última "cifra de la trascendencia".
Precisamente, en la medida en que no lleva a ninguna parte, "La Historia es la revelación progresiva del ser". "Lo que es histórico es lo que se malogra, lo que se derrumba, pero es la presencia de lo eterno en el tiempo." Para responder a las exigencias de lo Trascendente, debo asumir mi historicidad, es decir, afirmar mis raíces y considerar a la historia como el horizonte de mi presente, como la manera en que lo eterno se entrega a mí. Pero yo debo empeñarme en la acción, que no es sino la apariencia de la certeza del ser, continuamente amenazada de destrucción.
La perversidad de la naturaleza humana, la fatalidad cósmica, las exigencias de lo Trascendente, coinciden en repudiar la acción. No queda otro camino que pensar lúcidamente en el destino, rogar a
Dios con Toynbee, refugiarse con Abellio en un "arca" o abrirse a lo Trascendente, según el ejemplo de Jaspers. En suma, para todos aquellos que tienen interés en mantener el statu quo, la desesperanza es una excelente coartada; el quietismo catastrófico sirve al orden establecido. Y esas sombrías perspectivas, por lo menos, ofrecen a una clase que se sabe condenada, un consuelo moroso: su liquidación sería un desastre espiritual.

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