domingo, marzo 16, 2014

CARTAS DE MAMA por JULIO CORTAZAR


Muy bien hubiera podido llamarse libertad condicional. Cada vez que la portera le
entregaba un sobre, a Luis le bastaba reconocer la minúscula cara familiar de José de San
Martín para comprender que otra vez más habría de franquear el puente. San Martín,
Rivadavia, pero esos nombres eran también imágenes de calles y de cosas, Rivadavia al
seis mil quinientos, el caserón de Flores, mamá, el café de San Martín y Corrientes donde
lo esperaban a veces los amigos, donde el mazagrán tenía un leve gusto a aceite de ricino.
Con el sobre en la mano, después del Merci bien, madame Durand, salir a la calle no era ya
lo mismo que el día anterior, que todos los días anteriores. Cada carta de mamá (aun antes
de eso que acababa de ocurrir, este absurdo error ridículo) cambiaba de golpe la vida de
Luis, lo devolvía al pasado como un duro rebote de pelota. Aun antes de eso que acababa
de leer —y que ahora releía en el autobús entre enfurecido y perplejo, sin acabar de
convencerse—, las cartas de mamá; eran siempre una alteración del tiempo, un pequeño
escándalo inofensivo dentro del orden de cosas que Luis había querido y trazado y
conseguido, calzándolo en su vida como había calzado a Laura en su vida y a París en su
vida. Cada nueva carta insinuaba por un rato (porque después el las borraba en el acto
mismo de contestarlas cariñosamente) que su libertad duramente conquistada, esa nueva
vida recortada con feroces golpes de tijera en la madeja de lana que los demás habían
llamado su vida, cesaba de justificarse, perdía pie, se borraba como el fondo de las calles
mientras el autobús corría por la rue de Richelieu. No quedaba más que una parva libertad
condicional, la irrisión de vivir a la manera de una palabra entre paréntesis, divorciada de la
frase principal de la que sin embargo es casi siempre sostén y explicación. Y desazón, y
una necesidad de contestar en seguida, como quien vuelve a cerrar una puerta.
Esa mañana había sido una de las tantas mañanas en que llegaba carta de mamá.
Con Laura hablaban poco del pasado, casi nunca del caserón de Flores. No es que a Luis no
le gustara acordarse de Buenos Aires. Más bien se trataba de evadir nombres (las personas,
evadidas hacía ya tanto tiempo, los verdaderos fantasmas que son los nombres, esa
duración pertinaz). Un día se había animado a decirle a Laura: «Si se pudiera romper y tirar
el pasado como el borrador de una carta o de un libro. Pero ahí queda siempre, manchando
la copia en limpio, y yo creo que eso es el verdadero futuro.» En realidad, por qué no
habían de hablar de Buenos Aires donde vivía la familia, donde los amigos de cuando en
cuando adornaban una postal con frases cariñosas. Y el roto–grabado de La Nación con los
sonetos de tantas señoras entusiastas, esa sensación de ya leído, de para qué. Y de cuando
en cuando alguna crisis de gabinete, algún coronel enojado, algún boxeador magnífico.
¿Por qué no habían de hablar de Buenos Aires con Laura? Pero tampoco ella volvía al
tiempo de antes, sólo al azar de algún diálogo, y sobre todo cuando llegaban cartas de
mamá, dejaba caer un nombre o una imagen como monedas fuera de circulación, objetos de
un mundo caduco en la lejana orilla del río.
—Eh oui, fait lourd —dijo el obrero sentado frente a él.
«Si supiera lo que es el calor —pensó Luis—. Si pudiera andar una tarde de febrero
por la Avenida de Mayo, por alguna callecita de Liniers.»
Sacó otra vez la carta del sobre, sin ilusiones: el párrafo estaba ahí, bien claro. Era
perfectamente absurdo pero estaba ahí. Su primera reacción, después de la sorpresa, el
golpe en plena nuca, era como siempre de defensa. Laura no debía leer la carta de mamá.
Por más ridículo que fuese el error, la confusión de nombres (mamá había querido escribir
«Víctor» y había puesto «Nico»), de todos modos Laura se afligiría, sería estúpido. De
cuando en cuando se pierden cartas; ojalá ésta se hubiera ido al fondo del mar. Ahora
tendría que tirarla al water de la oficina, y por supuesto unos días después Laura se
extrañaría: «Qué raro, no ha llegado carta de tu madre.» Nunca decía tu mamá, tal vez
porque había perdido a la suya siendo niña. Entonces él contestaría: «De veras, es raro. Le
voy a mandar unas líneas hoy mismo», y las mandaría, asombrándose del silencio de
mamá. La vida seguiría igual, la oficina, el cine por las noches, Laura siempre tranquila,
bondadosa, atenta a sus deseos. Al bajar del autobús en la rue de Rennes se preguntó
bruscamente (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) por qué no quería
mostrarle a Laura la carta de mamá. No por ella, por lo que ella pudiera sentir. No le
importaba gran cosa lo que ella pudiera sentir, mientras lo disimulara. (¿No le importaba
gran cosa lo que ella pudiera sentir, mientras lo disimulara?) No, no le importaba gran cosa.
(¿No le importaba?) Pero la primera verdad, suponiendo que hubiera otra detrás, la verdad
inmediata por decirlo así, era que le importaba la cara que pondría Laura, la actitud de
Laura. Y le importaba por él, naturalmente, por el efecto que le haría la forma en que a
Laura iba a importarle la carta de mamá. Sus ojos caerían en un momento dado sobre el
nombre de Nico, y él sabía que el mentón de Laura empezaría a temblar ligeramente, y
después Laura diría: «Pero qué raro... ¿qué le habrá pasado a tu madre?» Y él habría sabido
todo el tiempo que Laura se contenía para no gritar, para no esconder entre las manos un
rostro desfigurado ya por el llanto, por el dibujo del nombre de Nico temblándole en la
boca.
En la agencia de publicidad donde trabajaba como diseñador, releyó la carta, una de
las tantas cartas de mamá, sin nada de extraordinario fuera del párrafo donde se había
equivocado de nombre. Pensó si no podría borrar la palabra, reemplazar Nico por Víctor,
sencillamente reemplazar el error por la verdad, y volver con la carta a casa para que Laura
la leyera. Las cartas de mamá interesaban siempre a Laura, aunque de una manera
indefinible no le estuvieran destinadas. Mamá le escribía a él; agregaba al final, a veces a
mitad de la carta, saludos muy cariñosos para Laura. No importaba, las leía con el mismo
interés, vacilando ante alguna palabra ya retorcida por el reuma y la miopía. «Tomo
Saridón, y el doctor me ha dado un poco de salicilato...» Las cartas se posaban dos o tres
días sobre la mesa de dibujo; Luis hubiera querido tirarlas apenas las contestaba, pero
Laura las releía, a las mujeres les gusta releer las cartas, mirarlas de un lado y de otro,
parecen extraer un segundo sentido cada vez que vuelven a sacarlas y a mirarlas. Las cartas
de mamá eran breves, con noticias domésticas, una que otra referencia al orden nacional
(pero esas cosas que ya se sabían por los telegramas de Le Monde, llegaban siempre tarde
por su mano). Hasta podía pensarse que las cartas eran siempre la misma, escueta y
mediocre, sin nada interesante. Lo mejor de mamá era que nunca se había abandonado a la
tristeza que debía causarle la ausencia de su hijo y de su nuera, ni siquiera al dolor —tan a
gritos, tan a lágrimas al principio— por la muerte de Nico. Nunca, en los dos años que
llevaban ya en París, mamá había mencionado a Nico en sus cartas. Era como Laura, que
tampoco lo nombraba. Ninguna de las dos lo nombraba, y hacía más de dos años que Nico
había muerto. La repentina mención de su nombre a mitad de la carta era casi un escándalo.
Ya el solo hecho de que el nombre de Nico apareciera de golpe en una frase, con la N larga
y temblorosa, la o con una torcida; pero era peor, porque el nombre se situaba en una frase
incomprensible y absurda, en algo que no podía ser otra cosa que un anuncio de senilidad.
De golpe mamá perdía la noción del tiempo, se imaginaba que... El párrafo venía después
de un breve acuse de recibo de una carta de Laura. Un punto apenas marcado con la débil
tinta azul comprada en el almacén del barrio, y a quemarropa: «Esta mañana Nico preguntó
por ustedes.» El resto seguía como siempre: la salud, la prima Matilde se había caído y
tenía una clavícula sacada, los perros estaban bien. Pero Nico había preguntado por ellos.
En realidad hubiera sido fácil cambiar Nico por Víctor, que era el que sin duda
había preguntado por ellos. El primo Víctor, tan atento siempre. Víctor tenía dos letras más
que Nico, pero con una goma y habilidad se podían cambiar los nombres. Esta mañana
Víctor preguntó por ustedes. Tan natural que Víctor pasara a visitar a mamá y le preguntara
por los ausentes.
Cuando volvió a almorzar, traía intacta la carta en el bolsillo. Seguía dispuesto a no
decirle nada a Laura, que lo esperaba con su sonrisa amistosa, el rostro que parecía haberse
dibujado un poco desde los tiempos de Buenos Aires, como si el aire gris de París le quitara
el color y el relieve. Llevaban más de dos años en París, habían salido de Buenos Aires
apenas dos meses después de la muerte de Nico, pero en realidad Luis se había considerado
como ausente desde el día mismo de su casamiento con Laura. Una tarde, después de hablar
con Nico que estaba ya enfermo, se había jurado escapar de la Argentina, del caserón de
Flores, de mamá y los perros y su hermano (que ya estaba enfermo). En aquellos meses
todo había girado en torno a él como las figuras de una danza. Nico, Laura, mamá, los
perros, el jardín. Su juramento había sido el gesto brutal del que hace trizas una botella en
la pista, interrumpe el baile con un chicotear de vidrios rotos. Todo había sido brutal en eso
días: su casamiento, la partida sin remilgos ni consideraciones para con mamá, el olvido de
todos los deberes sociales, de los amigos entre sorprendidos y desencantados. No le había
importado nada, ni siquiera el asomo de protesta de Laura. Mamá se quedaba sola en el
caserón, con los perros y los frascos de remedios, con la ropa de Nico colgada todavía en
un ropero. Que se quedara, que todos se fueran al demonio. Mamá había parecido
comprender, ya no lloraba a Nico y andaba como antes por la casa, con la fría y resuelta
recuperación de los viejos frente a la muerte. Pero Luis no quería acordarse de lo que había
sido la tarde de la despedida, las valijas, el taxi en la puerta, la casa ahí con toda la infancia,
el jardín donde Nico y él habían jugado a la guerra, los dos perros indiferentes y estúpidos.
Ahora era casi capaz de olvidarse de todo eso. Iba a la agencia, dibujaba afiches, volvía a
comer, bebía la taza de café que Laura le alcanzaba sonriendo. Iban mucho al cine, mucho a
los bosques, conocían cada vez mejor París. Habían tenido suerte, la vida era
sorprendentemente fácil, el trabajo pasable, el departamento bonito, las películas
excelentes. Entonces llegaba carta de mamá.
No las detestaba; si le hubieran faltado habría sentido caer sobre él la libertad como
un peso insoportable. Las cartas de mamá le traían un tácito perdón (pero de nada había que
perdonarlo), tendían el puente por donde era posible seguir pasando. Cada una lo
tranquilizaba o lo inquietaba sobre la salud de mamá, le recordaba la economía familiar, la
permanencia de un orden. Y a la vez odiaba ese orden. Y a la vez odiaba ese orden y lo
odiaba por Laura, porque Laura estaba en París pero cada carta de mamá la definía como
ajena, como cómplice de ese orden que el había repudiado una noche en el jardín, después
de oír una vez más la tos apagada, casi humilde de Nico.
No, no le mostraría la carta. Era innoble sustituir un nombre por otro, era intolerable
que Laura leyera la frase de mamá. Su grotesco error, su tonta torpeza de un instante —la
veía luchando con una pluma vieja, con el papel que se ladeaba, con su vista insuficiente—,
crecería con Laura como una semilla fácil. Mejor tirar la carta (la tiró esa tarde misma) y
por la noche ir al cine con Laura, olvidarse lo antes posible de que Víctor había preguntado
por ellos. Aunque fuera Víctor, el primo tan bien educado, olvidarse de que Víctor había
preguntado por ellos.
Diabólico, agazapado, relamiéndose, Tom esperaba que Jerry cayera en la trampa.
Jerry no cayó, y llovieron sobre Tom catástrofes incontables. Después Luis compró
helados, los comieron mientras miraban distraídamente los anuncios en colores. Cuando
empezó la película, Laura se hundió un poco más en su butaca y retiró la mano del brazo de
Luis. Él la sentía otra vez lejos, quién sabe si lo que miraban juntos era ya la misma cosa
para los dos, aunque más tarde comentaran la película en la calle o en la cama. Se preguntó
(no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) si Nico y Laura habían estado así de
distantes en los cines, cuando Nico la festejaba y salían juntos. Probablemente habían
conocido todos los cines de Flores, toda la rambla estúpida de la calle Lavalle, el león, el
atleta que golpea el gongo, los subtítulos en castellano por Carmen de Pinillos, los
personajes de esta película son ficticios, y toda relación... Entonces, cuando Jerry había
escapado de Tom y empezaba la hora de Bárbara Stanwyck o de Tyron Power, la mano de
Nico se acostaría despacio sobre el muslo de Laura (el pobre Nico, tan tímido, tan novio), y
los dos se sentirían culpables de quién sabe qué. Bien le constaba a Luis que no habían sido
culpables de nada definitivo; aunque no hubiera tenido la más deliciosa de las pruebas, el
veloz desapego de Laura por Nico hubiera bastado para ver en ese noviazgo un mero
simulacro urdido por el barrio, la vecindad, los círculos culturales y recreativos que son la
sal de Flores. Había bastado el capricho de ir una noche a la misma sala de baile que
frecuentaba Nico, el azar de una presentación fraternal. Tal vez por eso, por la facilidad del
comienzo, todo el resto había sido inesperadamente duro y amargo. Pero no quería
acordarse ahora, la comedia había terminado con la blanda derrota de Nico, su melancólico
refugio en una muerte de tísico. Lo raro era que Laura no lo nombrara nunca, y que por eso
tampoco él lo nombrara, que Nico no fuera ni siquiera el difunto, ni siquiera el cuñado
muerto, el hijo de mamá. Al principio le había traído un alivio después del turbio
intercambio de reproches, del llanto y los gritos de mamá, de la estúpida intervención del
tío Emilio y del primo Víctor (Víctor preguntó esta mañana por ustedes), el casamiento
apresurado y sin más ceremonia que un taxi llamado por teléfono y tres minutos delante de
un funcionario con caspa en las solapas. Refugiados en un hotel de Adrogué, lejos de mamá
y de toda la parentela desencadenada, Luis había agradecido a Laura que jamás hiciera
referencia al pobre fantoche que tan vagamente había pasado de novio a cuñado. Pero
ahora, con un mar de por medio, con la muerte y dos años de por medio, Laura seguía sin
nombrarlo, y él se plegaba a su silencio por cobardía, sabiendo que en el fondo ese silencio
lo agraviaba por lo que tenía de reproche, de arrepentimiento, de algo que empezaba a
parecerse a la traición. Más de una vez había mencionado expresamente a Nico, pero
comprendía que eso no contaba, que la respuesta de Laura tendía a desviar la conversación.
Un lento territorio prohibido se había ido formando poco a poco en su lenguaje, aislándolos
de Nico, envolviendo su nombre y su recuerdo en un algodón manchado y pegajoso. Y del
otro lado mamá hacía lo mismo, confabulaba inexplicablemente en el silencio. Cada carta
hablaba de los perros, de Matilde, de Víctor, del salicilato, del pago de la pensión. Luis
había esperado que alguna vez mamá aludiera a su hijo para aliarse con ella frente a Laura,
obligar cariñosamente a Laura a que aceptara la existencia póstuma de Nico. No porque
fuera necesario, a quién le importaba nada de Nico vivo o muerto, pero la tolerancia de su
recuerdo en el panteón del pasado hubiera sido la oscura, irrefutable prueba de que Laura lo
había olvidado verdaderamente y para siempre. Llamado a la plena luz de su nombre el
íncubo se hubiera desvanecido, tan débil e inane como cuando pisaba la tierra. Pero Laura
seguía callando el nombre de Nico, y cada vez que lo callaba, en el momento preciso en
que hubiera sido natural que lo dijera y exactamente lo callaba, Luis sentía otra vez la
presencia de Nico en el jardín de Flores, escuchaba su tos discreta preparando el más
perfecto regalo de bodas imaginable, su muerte en plena luna de miel de la que había sido
su novia, del que había sido su hermano.
Una semana más tarde Laura se sorprendió de que no hubiera llegado carta de
mamá. Barajaron las hipótesis usuales, y Luis escribió esa misma tarde. La respuesta no lo
inquietaba demasiado, pero hubiera querido (lo sentía al bajar las escaleras por la mañana)
que la portera le diera a él la carta en vez de subir al tercer piso. Una quincena más tarde
reconoció el sobre familiar, el rostro del almirante Brown y una vista de las cataratas del
Iguazú. Guardó el sobre antes de salir a la calle y contestar el saludo de Laura asomada a la
ventana. Le pareció ridículo tener que doblar la esquina antes de abrir la carta. El Boby se
había escapado a la calle y unos días después había empezado a rascarse, contagio de algún
perro sarnoso. Mamá iba a consultar a un veterinario amigo del tío Emilio, porque no era
cosa de que el Boby le pegara la peste al Negro. El tío Emilio era de parecer que los bañara
con acaroína, pero ella ya no estaba para esos trotes y sería mejor que el veterinario
recetara algún polvo insecticida o algo para mezclar con la comida. La señora de la lado
tenía un gato sarnoso, vaya a saber si los gatos no eran capaces de contagiar a los perros,
aunque fuera a través del alambrado. Pero qué les iba a interesar a ellos esas charlas de
vieja, aunque Luis siempre había sido muy cariñoso con los perros y de chico hasta dormía
con uno a los pies de la cama, al revés de Nico que no le gustaban mucho. La señora de al
lado aconsejaba espolvorearlos con dedeté por si no era sarna, los perros pescan toda clase
de pestes cuando andan por la calle; en la esquina de Bacacay paraba un circo con animales
raros, a lo mejor había microbios en el aire, esas cosas. Mamá no ganaba para sustos, entre
el chico de la modista que se había quemado el brazo con leche hirviendo y el Boby
sarnoso.
Después había como una estrellita azul (la pluma cucharita que se enganchaba en el
papel, la exclamación de fastidio de mamá) y entonces unas reflexiones melancólicas sobre
lo sola que se quedaría si también Nico se iba a Europa como parecía, pero ese era el
destino de los viejos, los hijos son golondrinas que se van un día, hay que tener resignación
mientras el cuerpo vaya tirando. La señora de al lado...
Alguien empujó a Luis, le soltó una rápida declaración de derechos y obligaciones
con acento marsellés. Vagamente comprendió que estaba estorbando el paso de la gente
que entraba por el angosto corredor al métro. El resto del día fue igualmente vago,
telefoneó a Laura para decirle que no iría a almorzar, pasó dos horas en un banco de plaza
releyendo la carta de mamá, preguntándose qué debería hacer frente a la insania. Hablar
con Laura, antes de nada. Por qué (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo)
seguir ocultándole a Laura lo que pasaba. Ya no podía fingir que esta carta se había perdido
como la otra, ya no podía creer a medias que mamá se había equivocado y escrito Nico por
Víctor, y que era tan penoso que se estuviera poniendo chocha. Resueltamente esas cartas
eran Laura, eran lo que iba a ocurrir con Laura. Ni siquiera eso: lo que ya había ocurrido
desde el día de su casamiento, la luna de miel en Adrogué, las noches en que se habían
querido desesperadamente en el barco que los traía a Francia. Todo era Laura, todo iba a
ser Laura ahora que Nico quería venir a Europa en el delirio de mamá. Cómplices como
nunca, mamá le estaba hablando a Laura de Nico, le estaba anunciando que Nico iba a
venir a Europa, y lo decía así, Europa a secas, sabiendo tan bien que Laura comprendería
que Nico iba a desembarcar en Francia, en París, en una casa donde se fingía
exquisitamente haberlo olvidado, pobrecito.
Hizo dos cosas: escribió al tío Emilio señalándole los síntomas que lo inquietaban y
pidiéndole que visitara inmediatamente a mamá para cerciorarse y tomar las medidas del
caso. Bebió un coñac tras otro y anduvo a pie hacia su casa para pensar en el camino lo que
debía decirle a Laura, porque al fin y al cabo tenía que hablar con Laura y ponerla al
corriente. De calle en calle fue sintiendo cómo le costaba situarse en el presente, en lo que
tendría que suceder media hora más tarde. La carta de mamá lo metía, lo ahogaba en la
realidad de esos dos años de vida en París, la mentira de una paz traficada, de una felicidad
de puertas para afuera, sostenida por diversiones y espectáculos, de un pacto involuntario
de silencio en que los dos se desunían poco a poco como en todos los pactos negativos. Sí,
mamá, sí, pobre Boby sarnoso, mamá. Pobre Boby, pobre Luis, cuánta sarna, mamá. Un
baile del club de Flores, mamá, fui porque él insistía, me imagino que quería darse corte
con su conquista. Pobre Nico, mamá, con esa tos seca en que nadie creía todavía, con ese
traje cruzado a rayas, esa peinada a la brillantina, esas corbatas de rayón tan cajetillas. Uno
charla un rato, simpatiza, cómo no vas a bailar esa pieza con la novia del hermano, oh,
novia es mucho decir, Luis, supongo que puedo llamarlo Luis, verdad. Pero sí, me extraña
que Nico no la haya llevado a casa todavía, usted le va a caer tan bien a mamá. Este Nico es
más torpe, a que ni siquiera habló con su papá. Tímido, sí, siempre fue igual. Como yo. ¿De
qué se ríe, no me cree? Pero si yo no soy lo que parezco... ¿Verdad que hace calor? De
veras, usted tiene que venir a casa, mamá va a estar encantada. Vivimos los tres solos, con
los perros. Che Nico, pero es una vergüenza, te tenías esto escondido, malandra. Entre
nosotros somos así, Laura, nos decimos cada cosa. Con tu permiso, yo bailaría este tango
con la señorita.
Tan poca cosa, tan fácil, tan verdaderamente brillantina y corbata rayón. Ella había
roto con Nico por error, por ceguera, porque el hermano rana había sido capaz de ganar de
arrebato y darle vuelta la cabeza. Nico no juega al tenis, qué va a jugar, usted no lo saca del
ajedrez y la filatelia, hágame el favor. Callado, tan poca cosa el pobrecito, Nico se había
ido quedando atrás, perdido en un rincón del patio, consolándose con el jarabe pectoral y el
mate amargo. Cuando cayó en cama y le ordenaron reposo coincidió justamente con un
baile en Gimnasia y Esgrima de Villa del Parque. Uno no se va a perder esas cosas, máxime
cuando va a tocar Edgardo Donato y la cosa promete. A mamá le parecía tan bien que él
sacara a pasear a Laura, le había caído como una hija apenas la llevaron una tarde a la casa.
Vos fijate, mamá, el pibe está débil y capaz que le hace impresión si uno le cuenta. Los
enfermos como él se imaginan cada cosa, de fija que va a creer que estoy afilando con
Laura. Mejor que no sepa que vamos a Gimnasia. Pero yo no le dije eso a mamá, nadie de
casa se enteró nunca que andábamos juntos. Hasta que se mejorara el enfermito, claro. Y
así el tiempo, los bailes, dos o tres bailes, las radiografías de Nico, después el auto del
petiso Ramos, la noche de la farra en casa de la Beba, las copas, el paseo en auto hasta el
puente del arroyo, una luna, esa luna como una ventana de hotel allá arriba, y Laura en el
auto negándose, un poco bebida, las manos hábiles, los besos, los gritos ahogados, la manta
de vicuña, la vuelta en silencio, la sonrisa de perdón.
La sonrisa era casi la misma cuando Laura le abrió la puerta. Había carne al horno,
ensalada, un flan. A las diez vinieron unos vecinos que eran sus compañeros de canasta.
Muy tarde, mientras se preparaban para acostarse, Luis sacó la carta y la puso sobre la mesa
de luz.
—No te hablé antes porque no quería afligirte. Me parece que mamá...
Acostado, dándole la espalda, esperó. Laura guardó la carta en el sobre, apagó el
velador. La sintió contra él, no exactamente contra pero la oía respirar cerca de su oreja.
—¿Vos te das cuenta? —dijo Luis, cuidando su voz.
—Sí. ¿No creés que se habrá equivocado de nombre?
Tenía que ser. Peón cuatro rey, peón cuatro rey. Perfecto.
—A lo mejor quiso poner Víctor —dijo, clavándose lentamente las uñas en la palma
de la mano.
—Ah, claro. Podría ser —dijo Laura. Caballo rey tres alfil.
Empezaron a fingir que dormían.
A Laura le había parecido bien que el tío Emilio fuera el único en enterarse, y los
días pasaron sin que volvieran a hablar de eso. Cada vez que volvía a casa, Luis esperaba
una frase o un gesto insólitos en Laura, un claro en esa guardia perfecta de calma y de
silencio. Iban al cine como siempre, hacían el amor como siempre. Para Luis ya no había en
Laura otro misterio que el de su resignada adhesión a esa vida en la que nada había llegado
a ser lo que pudieron esperar dos años atrás. Ahora la conocía bien, a la hora de las
confrontaciones definitivas tenía que admitir que Laura era como había sido Nico, de las
que se quedan atrás y sólo obran por inercia, aunque empleara a veces una voluntad casi
terrible en no hacer nada, en no vivir de veras para nada. Se hubiera entendido mejor con
Nico que con él, y los dos lo venían sabiendo desde el día de su casamiento, desde las
primeras tomas de posición que siguen a la blanda aquiescencia de la luna de miel y el
deseo. Ahora Laura volvía a tener la pesadilla. Soñaba mucho, pero la pesadilla era distinta,
Luis la reconocía entre muchos otros movimientos de su cuerpo, palabras confusas o breves
gritos de animal que se ahoga. Había empezado a bordo, cuando todavía hablaban de Nico
porque Nico acababa de morir y ellos se habían embarcado unas pocas semanas después.
Una noche, después de acordarse de Nico y cuando ya se insinuaba el tácito silencio que se
instalaría luego entre ellos, Laura lo despertaba con un gemido ronco, una sacudida
convulsiva de las piernas, y de golpe un grito que era una negativa total, un rechazo con las
dos manos y todo el cuerpo y toda la voz de algo horrible que le caía desde el sueño como
un enorme pedazo de materia pegajosa. Él la sacudía, la calmaba, le traía agua que bebía
sollozando, acosada aún a medias por el otro lado de su vida. Decía no recordar nada, era
algo horrible pero no se podía explicar, y acababa por dormirse llevándose su secreto,
porque Luis sabía que ella sabía, que acababa de enfrentarse con aquel que entraba en su
sueño, vaya a saber bajo qué horrenda máscara, y cuyas rodillas abrazaría Laura en un
vértigo de espanto, quizá de amor inútil. Era siempre lo mismo, le alcanzaba un vaso de
agua, esperando en silencio a que ella volviera a apoyar la cabeza en la almohada. Quizá un
día el espanto fuera más fuerte que el orgullo, si eso era orgullo. Quizá entonces él podría
luchar desde su lado. Quizá no todo estaba perdido, quizá la nueva vida llegara a ser
realmente otra cosa que ese simulacro de sonrisas y de cine francés.
Frente a la mesa de dibujo, rodeado de gentes ajenas, Luis recobraba el sentido de la
simetría y el método que le gustaba aplicar a la vida. Puesto que Laura no tocaba el tema,
esperando con aparente indiferencia la contestación del tío Emilio, a él le correspondía
entenderse con mamá. Contestó su carta limitándose a las menudas noticias de las últimas
semanas, y dejó para la postdata una frase rectificatoria: «De modo que Víctor habla de
venir a Europa. A todo el mundo le da por viajar, debe ser la propaganda de las agencias de
turismo. Decíle que escriba, le podemos mandar todos los datos que necesite. Decíle
también que desde ahora cuenta con nuestra casa.»
El tío Emilio contestó casi a vuelta de correo, secamente como correspondía a un
pariente tan cercano y tan resentido por lo que en el velorio de Nico había calificado de
incalificable. Sin haberse disgustado de frente con Luis, había demostrado sus sentimientos
con la sutileza habitual en casos parecidos, absteniéndose de ir a despedirlo al barco,
olvidando dos años seguidos la fecha de su cumpleaños. Ahora se limitaba a cumplir con su
deber de hermano político de mamá, y enviaba escuetamente los resultados. Mamá estaba
muy bien pero casi no hablaba, cosa comprensible teniendo en cuenta los muchos disgustos
de los últimos tiempos. Se notaba que estaba muy sola en la casa de Flores, lo cual era
lógico puesto que ninguna madre que ha vivido toda la vida con sus dos hijos puede
sentirse a gusto en una enorme casa llena de recuerdos. En cuanto a las frases en cuestión,
el tío Emilio había procedido con el tacto que se requería en vista de lo delicado del asunto,
pero lamentaba decirles que no había sacado gran cosa en limpio, porque mamá no estaba
en vena de conversación y hasta lo había recibido en la sala, cosa que nunca hacía con su
hermano político. A una insinuación de orden terapéutico, había contestado que aparte del
reumatismo se sentía perfectamente bien, aunque en esos días la fatigaba tener que planchar
tantas camisas. El tío Emilio se había interesado por saber de qué camisas se trataba, pero
ella se había limitado a una inclinación de cabeza y un ofrecimiento de jerez y galletitas
Bagley.
Mamá no les dio demasiado tiempo para discutir la carta del tío Emilio y su
ineficacia manifiesta. Cuatro días después llegó un sobre certificado, aunque mamá sabía
de sobra que no hay necesidad de certificar las cartas aéreas a París. Laura telefoneó a Luis
y le pidió que volviera lo antes posible. Media hora más tarde la encontró respirando
pesadamente, perdida en la contemplación de unas flores amarillas sobre la mesa. La carta
estaba en la repisa de la chimenea, y Luis volvió a dejarla ahí después de la lectura. Fue a
sentarse junto a Laura, esperó. Ella se encogió de hombros.
—Se ha vuelto loca —dijo.
Luis encendió un cigarrillo. El humo le hizo llorar los ojos. Comprendió que la
partida continuaba, que a él le tocaba mover. Pero a esa partida la estaban jugando tres
jugadores, quizá cuatro. Ahora tenía la seguridad de que también mamá estaba al borde del
tablero. Poco a poco resbaló en el sillón, y dejó que su cara se pusiera la inútil máscara de
las manos juntas. Oía llorar a Laura, abajo corrían a gritos los chicos de la portera.
La noche trae consejo, etcétera. Les trajo un sueño pesado y sordo, después que los
cuerpos se encontraron en una monótona batalla que en el fondo no habían deseado. Una
vez más se cerraba el tácito acuerdo: por la mañana hablarían del tiempo, del crimen de
Saint–Cloud, de James Dean. La carta seguía sobre la repisa y mientras bebían té no
pudieron dejar de verla, pero Luis sabía que al volver del trabajo ya no la encontraría.
Laura borraba las huellas con su fría, eficaz diligencia. Un día, otro día, otro día más. Una
noche se rieron mucho con los cuentos de los vecinos, con una audición de Fernandel. Se
habló de ir a ver una pieza de teatro, de pasar un fin de semana en Fontainebleau.
Sobre la mesa de dibujo se acumulaban los datos innecesarios, todo coincidía con la
carta de mamá. El barco llegaba efectivamente al Havre el viernes 17 por la mañana, y el
tren especial entraba en Saint–Lazare a las 11:45. El jueves vieron la pieza de teatro y se
divirtieron mucho. Dos noches antes Laura había tenido otra pesadilla, pero él no se
molestó en traerle agua y la dejó que se tranquilizara sola, dándole la espalda. Después
Laura durmió en paz, de día andaba ocupada cortando y cosiendo un vestido de verano.
Hablaron de comprar una máquina de coser eléctrica cuando terminaran de pagar la
heladera. Luis encontró la carta de mamá en el cajón de la mesa de luz y la llevó a la
oficina. Telefoneó a la compañía naviera, aunque estaba seguro de que mamá daba las
fechas exactas. Era su única seguridad, porque todo el resto no se podía siquiera pensar. Y
ese imbécil del tío Emilio. Lo mejor sería escribir a Matilde, por más que estuviesen
distanciados Matilde comprendería la urgencia de intervenir, de proteger a mamá. ¿Pero
realmente (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) había que proteger a
mamá, precisamente a mamá? Por un momento pensó en pedir larga distancia y hablar con
ella. Se acordó del jerez y las galletitas Bagley, se encogió de hombros. Tampoco había
tiempo de escribir a Matilde, aunque en realidad había tiempo pero quizá fuese preferible
esperar al viernes diecisiete antes de... El coñac ya no lo ayudaba ni siquiera a no pensar, o
por lo menos a pensar sin tener miedo. Cada vez recordaba con más claridad la cara de
mamá en las últimas semanas de Buenos Aires, después del entierro de Nico. Lo que él
había entendido como dolor, se lo mostraba ahora como otra cosa, algo en donde había una
rencorosa desconfianza, una expresión de animal que siente que van a abandonarlo en un
terreno baldío lejos de la casa, para deshacerse de él. Ahora empezaba a ver de veras la cara
de mamá. Recién ahora la veía de veras en aquellos días en que toda la familia se había
turnado para visitarla, darle el pésame por Nico, acompañarla de tarde, y también Laura y
él venían de Adrogué para acompañarla, para estar con mamá. Se quedaban apenas un rato
porque después aparecía el tío Emilio, o Víctor, o Matilde, y todos eran una misma fría
repulsa, la familia indignada por lo sucedido, por Adrogué, porque eran felices mientras
Nico, pobrecito, mientras Nico. Jamás sospecharían hasta qué punto habían colaborado
para embarcarlos en el primer buque a mano; como si se hubieran asociado para pagarles
los pasajes, llevarlos cariñosamente a bordo con regalos y pañuelos.
Claro que su deber de hijo lo obligaba a escribir en seguida a Matilde. Todavía era
capaz de pensar cosas así antes del cuarto coñac. Al quinto las pensaba de nuevo y se reía
(cruzaba París a pie para estar más solo y despejarse la cabeza), se reía de su deber de hijo,
como si los hijos tuvieran deberes, como si los deberes fueran los de cuarto grado, los
sagrados deberes para la sagrada señorita del inmundo cuarto grado. Porque su deber de
hijo no era escribir a Matilde. ¿Para qué fingir (no era una pregunta, pero cómo decirlo de
otro modo) que mamá estaba loca? Lo único que se podía hacer era no hacer nada, dejar
que pasaran los días, salvo el viernes. Cuando se despidió como siempre de Laura
diciéndole que no vendría a almorzar porque tenía que ocuparse de unos afiches urgentes,
estaba tan seguro del resto que hubiera podido agregar: «Si querés vamos juntos.» Se
refugió en el café de la estación, menos por disimulo que para tener la pobre ventaja de ver
sin ser visto. A las once y treinta y cinco descubrió a Laura por su falda azul, la siguió a
distancia, la vio mirar el tablero, consultar a un empleado, comprar un boleto de
plataforma, entrar en el andén donde ya se juntaba la gente con el aire de los que esperan.
Detrás de una zona cargada de cajones de fruta miraba a Laura que parecía dudar entre
quedarse cerca de la salida del andén o internarse por él. La miraba sin sorpresa, como a un
insecto cuyo comportamiento podía ser interesante. El tren llegó casi en seguida y Laura se
mezcló con la gente que se acercaba a las ventanillas de los coches buscando cada uno lo
suyo, entre gritos y manos que sobresalían como si dentro del tren se estuvieran ahogando.
Bordeó la zona y entró al andén entre más cajones de fruta y manchas de grasa. Desde
donde estaba vería salir a los pasajeros, vería pasar otra vez a Laura, su rostro lleno de
alivio porque el rostro de Laura, ¿no estaría lleno de alivio? (No era una pregunta, pero
cómo decirlo de otro modo.) Y después, dándose el lujo de ser el último una vez que
pasaran los últimos viajeros y los últimos changadores, entonces saldría a su vez, bajaría a
la plaza llena de sol para ir a beber coñac al café de la esquina. Y esa misma tarde escribiría
a mamá sin la menor referencia al ridículo episodio (pero no era ridículo) y después tendría
valor y hablaría con Laura (pero no tendría valor y no hablaría con Laura). De todas
maneras coñac, eso sin la menor duda, y que todo se fuera al demonio. Verlos pasar así en
racimos, abrazándose con gritos y lágrimas, las parentelas desatadas, un erotismo barato
como un carroussel de feria barriendo el andén, entre valijas y paquetes y por fin, por fin,
cuánto tiempo sin vernos, qué quemada estás, Ivette, pero sí, hubo un sol estupendo, hija.
Puesto a buscar semejanzas, por gusto de aliarse a la imbecilidad, dos de los hombres que
pasaban cerca debían ser argentinos por el corte de pelo, los sacos, el aire de suficiencia
disimulando el azoramiento de entrar en París. Uno sobre todo se parecía a Nico, puesto a
buscar semejanzas. El otro no, y en realidad éste tampoco apenas se le miraba el cuello
mucho más grueso y la cintura más ancha. Pero puesto a buscar semejanzas por puro gusto,
ese otro que ya había pasado y avanzaba hacia el portillo de salida, con una sola valija en la
mano izquierda, Nico era zurdo como él, tenía esa espalda un poco cargada, ese corte de
hombros. Y Laura debía haber pensado lo mismo porque venía detrás mirándolo, y en la
cara una expresión que él conocía bien, la cara de Laura cuando despertaba de la pesadilla
y se incorporaba en la cama mirando fijamente el aire, mirando, ahora lo sabía, a aquél que
se alejaba dándole la espalda, consumaba la innominable venganza que la hacía gritar y
debatirse en sueños.
Puestos a buscar semejanzas, naturalmente el hombre era un desconocido, lo vieron
de frente cuando puso la valija en el suelo para buscar el billete y entregarlo al del portillo.
Laura salió la primera de la estación, la dejó que tomara distancia y se perdiera en la
plataforma del autobús. Entró en el café de la esquina y se tiró en una banqueta. Más tarde
no se acordó si había pedido algo de beber, si eso que le quemaba la boca era el regusto del
coñac barato. Trabajó toda la tarde en los afiches, sin tomarse descanso. A ratos pensaba
que tendría que escribirle a mamá, pero lo fue dejando pasar hasta la hora de la salida.
Cruzó París a pie, al llegar a casa encontró a la portera en el zaguán y charlo un rato con
ella. Hubiera querido quedarse hablando con la portera o los vecinos, pero todos iban
entrando en los departamentos y se acercaba la hora de cenar. Subió despacio (en realidad
siempre subía despacio para no fatigarse los pulmones y no toser) y al llegar al tercero se
apoyó en la puerta antes de tocar el timbre, para descansar un momento en la actitud del
que escucha lo que pasa en el interior de una casa. Después llamó con los dos toques cortos
de siempre.
—Ah, sos vos —dijo Laura, ofreciéndole una mejilla fría—. Ya empezaba a
preguntarme si habrías tenido que quedarte más tarde. La carne debe estar recocida.
No estaba recocida, pero en cambio no tenía gusto a nada. Si en ese momento
hubiera sido capaz de preguntarle a Laura por qué había ido a la estación, tal vez el café
hubiese recobrado el sabor, o el cigarrillo. Pero Laura no se había movido de casa en todo
el día, lo dijo como si necesitara mentir o esperara que él hiciera un comentario burlón
sobre la fecha, las manías lamentables de mamá. Revolviendo el café, de codos sobre el
mantel, dejó pasar una vez más el momento. La mentira de Laura ya no importaba, una más
entre tantos besos ajenos, tantos silencios donde todo era Nico, donde no había nada en ella
o en él que no fuera Nico. ¿Por qué (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo)
no poner un tercer cubierto en la mesa? ¿Por qué no irse, por qué no cerrar el puño y
estrellarlo en esa cara triste y sufrida que el humo del cigarrillo deformaba, hacía ir y venir
como entre dos aguas, parecía llenar poco a poco de odio como si fuera la cara misma de
mamá? Quizá estaba en la otra habitación, o quizá esperaba apoyado en la puerta como
había esperado él, o se había instalado ya donde siempre había sido el amo, en el territorio
blanco y tibio de las sábanas al que tantas veces había acudido en sueños de Laura. Allí
esperaría, tendido de espaldas, fumando también él su cigarrillo, tosiendo un poco, riéndose
con una cara de payaso como la cara de los últimos días, cuando no le quedaba ni una gota
de sangre sana en las venas.
Pasó al otro cuarto, fue a la mesa de trabajo, encendió la lámpara. No necesitaba
releer la carta de mamá para contestarla como debía. Empezó a escribir, querida mamá.
Escribió: querida mamá. Tiró el papel, escribió: mamá. Sentía la casa como un puño que se
fuera apretando. Todo era más estrecho, más sofocante. El departamento había sido
suficiente para dos, estaba pensado exactamente para dos. Cuando levantó los ojos
(acababa de escribir: mamá), Laura estaba en la puerta, mirándolo. Luis dejó la pluma.
—¿A vos no te parece que está mucho más flaco? —dijo.
Laura hizo un gesto. Un brillo paralelo le bajaba por las mejillas.
—Un poco —dijo—. Uno va cambiando...

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