jueves, octubre 31, 2013

EL PANTANO DE LA LUNA por H. P. LOVECRAFT


Denys Barry se ha ido a alguna región remota y es­pantosa que desconozco. Estuve con él la última noche que pasó entre los hombres, y ol sus gritos cuando ocurrió; pero los campesinos y la policía del condado de Meath no llegaron a encontrarle a él ni a los demás, aunque batieron el terreno hasta muy lejos. Y ahora me estremezco cuando oigo cantar las ranas en los panta­nos, o veo la luna en parajes solitarios.
Conocí bastante bien a Denys Barry en América, donde se había hecho rico, y le felicité cuando compró nueva­mente el viejo castillo junto al pantano del soñoliento pueblo de Kilderry. Su padre procedía de Kilderry, y allí era donde deseaba disfrutar de su riqueza, en medio de escenarios ancestrales. Los hombres de su sangre ha­bían gobernado en otro tiempo Kilderry, y habían construido y habitado el castillo; pero esos tiempos quedaban ya muy atrás, de modo que durante genera­ciones, el castillo permaneció vacío y en ruinas. Des­pués de su regreso a Irlanda, Barry me escribió a me­nudo, contándome cómo iba levantándose el castillo gris, torres tras torre, bajo sus cuidados, y recobrando su antiguo esplendor, cómo la hiedra comenzaba a tre­par lentamente por las restauradas murallas igual que había trepado hacia muchos siglos, y cómo los campe­sinos le bendecían por rememorar los viejos tiempos con el oro procedente del otro lado del océano. Pero pasado un tiempo, surgieron los problemas, los campe­sinos dejaron de bendecirle, y le rehuyeron como a la desgracia. Y fue entonces cuando me escribió pidién­dome que le visitara, ya que se había quedado solo en el castillo, y no tenía con quien hablar, salvo los nuevos criados y braceros que había contratado en el norte.
La causa de dichos problemas estaba en el pantano, como Barry me contó la noche en que llegué al castillo. Fue un atardecer de verano cuando puse los pies en Kilderry, momento en que el oro del cielo iluminaba el verde de los montes y arboledas y el azul del pantano, donde en un lejano islote resplandecían espectralmente unas ruinas antiguas y extrañas. El crepúsculo era muy hermoso, pero los campesinos de Ballylough me previ­nieron contra él, y dijeron que Kilderry se había con­vertido en un lugar maldito, de modo que casi me es­tremecí al ver los altos torreones del castillo dorados como el fuego. El automóvil de Barry me esperaba en la estación, ya que Kilderry quedaba lejos del ferroca­rril. Los lugareños se habían apartado del coche y de su conductor, que era un hombre del norte; pero habla­ron conmigo en voz baja y con cara pálida cuando vie­ron que iba a ir a Kilderry. Y esa noche, después de nuestra reunión, Barry me dijo por qué.
Los campesinos se habían ido de Kilderry porque Denys Barry iba a desecar el gran pantano. A pesar de todo su amor por Irlanda, América no había dejado de influir en él, y detestaba ver desaprovechado el her­moso y vasto lugar, cuando podía sacarse turba y rotu­rar su tierra. Las leyendas y supersticiones de Kilderry no le conmovieron, y se rió al principio cuando los campesinos se negaron a ayudarle; luego le maldijeron, recogieron sus escasas pertenencias, al ver su determi­nación, y se marcharon a Ballylough. Barry mandó traer braceros del norte para que ocuparan sus puestos; y cuando le dejaron sus criados, los sustituyó del mismo modo. Pero estaba solo entre extraños, y esa era la razón por la que Barry me había pedido que fuese con él.
Cuando me enteré de cuáles eran los temores que habían movido a la gente a abandonar Kilderry, me reí como se había reído mi amigo, porque estos temores eran de lo más vagos, disparatados y absurdos. Se refe­rían a cierta leyenda ridícula acerca del pantano, y de un siniestro espíritu guardián que moraba en las extra­ñas y antiguas ruinas del lejano islote que yo había visto en el crepúsculo. Corrían historias sobre luces que danzaban en la oscuridad cuando no había luna, y vientos fríos que soplaban cuando la noche era cálida; sobre espectros blancos que revoloteaban por encima de las aguas, y de una imaginada ciudad de piedra que había debajo de la pantanosa superficie. Pero por en­cima de todas estas espectrales fantasías, y única en su absoluta unanimidad, estaba la que hacía referencia a una maldición que aguardaba a quien se atreviese a tocar o desecar el inmenso marjal rojizo. Había secre­tos decían los campesinos, que no debían desvelarse; secretos que permanecían ocultos desde aquella peste que sobrevino a los niños de Partholan, en los fabulo­sos tiempos anteriores a la historia. En el Libro de los Invasores se cuenta que estos hijos de los griegos fueron enterrados todos en Tallaght, pero los ancianos de Kil­derry decían que una ciudad fue salvada por su patrona la diosa-luna, de suerte que los montes boscosos la ocultaron cuando las hordas de Nemed llegaron a Scythia en sus treinta barcos.
Esas eran las fantásticas historias que habían impul­sado a los lugareños a abandonar Kilderry; y al oírlas, no me extrañó que Denys Barry se hubiese negado a escucharlas. No obstante, él sentía un enorme interés por las antigüedades, y propuso que explorásemos en­teramente el pantano tan pronto como lo hubiesen de­secado. Había visitado con frecuencia las blancas ruinas del islote; pero si bien era evidente que su antigüedad era muy remota y su trazado muy distinto de los de la mayo­ría de las ruinas irlandesas, estaba demasiado avanzado su deterioro para poder dar una idea de sus tiempos de esplendor. Ahora, el trabajo de desecación estaba a punto de empezar, y los braceros del norte estaban dis­puestos a despojar al pantano prohibido de su musgo verde y de su brezal rojizo, y a matar los minúsculos arroyuelos y las plácidas charcas azules bordeadas de juncos.
Me sentía ya muy soñoliento cuando Barry terminó de contarme estas cosas; los viajes del día habían sido agotadores, y mi anfitrión estuvo hablando hasta bien avanzada la noche. Un criado me condujo a mi apo­sento, situado en una torre apartada que dominaba el pueblo, la llanura que se extiende al borde del pantano, y el pantano mismo; así que desde mi ventana podía contemplar, a la luz de la luna, los mudos tejados de los que habían huido los campesinos, y que ahora cobi­jaban a los braceros del norte, y también la iglesia pa­rroquial con su antiguo campanario; y allá lejos, en medio de las aguas melancólicas, las ruinas antiguas y remotas del islote brillando blancas y espectrales. Justo cuando me tumbé en la cama para dormir, me pareció oír débiles sonidos a lo lejos; sonidos frenéticos, se­mimusicales, que provocaron en mi extrañas agitacio­nes que tiñeron mis sueños. Sin embargo, al despertar a la mañana siguiente, comprendí que no había sido más que un sueño, ya que mis visiones fueron mucho más prodigiosas que el frenético sonido de flautas de la noche. Influido por las leyendas que Barry me había contado, mi mente había vagado en sueños por una majestuosa ciudad enclavada en un verde valle, donde las calles y las estatuas de mármol, las villas y los tem­plos, los relieves y las inscripciones, proclamaban en distintos tonos el esplendor de Grecia. Cuando le conté mi sueño a Barry, nos reímos los dos. Pero aún me reí más al ver lo perplejo que tenían a Barry los braceros del norte: era la sexta vez que se levantaban tarde; se habían despertado con gran torpeza y lentitud, y andaban como si no hubiesen descansado, aunque sabíamos que se habían acostado temprano la noche anterior.
Esa mañana y esa tarde vagué a solas por el dorado pueblo, deteniéndome a hablar de vez en cuando con los abúlicos labriegos, ya que Barry estaba ocupado con los proyectos finales para acometer la obra de drenaje. Y comprobé que los labriegos no eran todo lo felices que podían ser, ya que la mayoría se sentían desasose­gados por alguna pesadilla que habían tenido, aunque no conseguían recordarla. Yo les conté mi sueño; aun­que no se mostraron interesados, hasta que les hablé de los sonidos espectrales que había creído oír. Enton­ces me miraron de manera especial, y dijeron que les parecía recordar sonidos espectrales también.
Al anochecer, Barry cenó y me anunció que empeza­ría el drenaje dos días después. Me alegré; porque aunque sentía que desapareciese el musgo y el brezo y los pequeños arroyos y lagos, sentía un creciente deseo de conocer los antiguos secretos que el espeso manto de turba pudiera ocultar. Y esa noche, mis sueños so­bre sonidos de flautas y peristilos de mármol termina­ron de forma súbita e inquietante; porque vi descender sobre la ciudad del valle una pestilencia, y luego una avalancha espantosa de laderas boscosas que cubrió los cadáveres de las calles, dejando sin sepultar tan sólo el templo de Artemisa, en lo alto de un pico, donde Cleis, la vieja sacerdotisa de la luna, yacía fría y muda con una corona de marfil en su cabeza plateada.
He dicho que desperté de repente y alarmado. Du­rante un rato, no supe si dormía o estaba despierto, ya que aún resonaba estridente en mis oídos el sonido de las flautas; pero cuando vi en el suelo el frío resplandor de la luna y los contornos de una ventana gótica enre­jada, supuse y comprendí que estaba despierto, y en el castillo de Kilderry. A continuación oí que un reloj, en algún remoto rellano de abajo, daba las dos, y ya no me cupo ninguna duda. Sin embargo, seguían llegándome aquellos aires distantes y monótonos de flautas; aires salvajes que me hacían pensar en alguna danza de fau­nos en la lejana Maenalus. No me dejaban dormir; así que no pudiendo más de impaciencia, salté de la cama y di unos pasos. Sólo por casualidad me acerqué a la ventana norte a contemplar el pueblo silencioso y la llanura que llega al borde del pantano. No me apetecía contemplar el paisaje, ya que quería dormir; pero las flautas me atormentaban, y necesitaba mirar o hacer algo. ¿Cómo podía sospechar que existiese lo que iba a ver?
Allí, a la luz que la luna derramaba en la amplia llanura, se desarrollaba un espectáculo que ningún mortal podría olvidar después de presenciado. Al son de unas flautas de caña que resonaban por todo el pan­tano, evolucionaba en silencio, misteriosamente, una multitud confusa de figuras balanceantes, girando con el mismo frenesí que danzarían en otro tiempo los sici­lianos en honor a Deméter, bajo la luna de la cosecha, junto a Cyane. La ancha llanura, la dorada luz de la luna, las oscuras sombras agitándose y, sobre todo, el sonido monótono de las flautas, me produjeron un efecto casi paralizador; sin embargo, en medio de mi temor, observé que la mitad de todos estos maquinales e infatigables danzarines eran los braceros a quienes yo creía dormidos, mientras que la otra mitad eran seres extraños y etéreos de blanca e indeterminada natura­leza, aunque sugerían pálidas y melancólicas náyades de las fuentes encantadas del pantano. No sé cuánto tiempo estuve contemplando el espectáculo desde la ventana de mi solitario torreón, antes de caer en un vacío sopor del que me despertó el sol de la mañana, ya muy alto.
Mi primer impulso, al despertar, fue contarle todos mis temores y observaciones a Denys Barry; pero viendo que el sol entraba ya por la enrejada ventana este, tuve el convencimiento que carecía de realidad todo lo que creía haber visto. Soy propenso a ver ex­trañas fantasías, aunque jamás he sido lo bastante débil como para creer en ellas. Así que en esta ocasión me limité a preguntar a los braceros; pero se habían des­pertado muy tarde, y no recordaban nada de la noche anterior, salvo que habían tenido sueños brumosos de sones estridentes. Este asunto de la música de flautas espectrales me atormentaba enormemente, y me pre­gunté silos grillos habrían empezado a turbar la noche antes de tiempo, y a embrujar las visiones de los hom­bres. Más tarde, ese mismo día, vi a Barry en la biblio­teca estudiando los proyectos para la gran obra que debía empezar al día siguiente, y por primera vez sentí vagamente aquel temor que había impulsado a mar­charse a los campesinos. Por alguna razón desconocida, me produjo miedo la idea de turbar el antiguo pantano y sus oscuros secretos, y me representé visiones terri­bles bajo las tenebrosas profundidades de la turba in­memorial. Me parecía una imprudencia sacar a la luz estos secretos, y empecé a desear tener algún pretexto para abandonar el pueblo y el castillo. Llegué incluso a hablarle a Barry de este tema; pero cuando se echó a reír no me atreví a continuar. De modo que guardé silencio cuando el sol se ocultó con todo su esplendor tras los montes lejanos, y Kilderry resplandeció, com­pletamente rojo y dorado, en una llamarada porten­tosa.
Nunca sabré con seguridad si los sucesos de esa no­che ocurrieron en realidad o fueron una ilusión. Cier­tamente, trasciende cuanto soñemos sobre la natura­leza y el universo; sin embargo, no me es posible ex­plicar de forma normal la desaparición que todos sa­bemos, cuando aquello terminó. Yo me había retira­do temprano, lleno de temor, y durante bastante rato no pude conciliar el sueño en el inusitado silencio de la torre. Reinaba una gran oscuridad; pues aunque el cielo estaba claro, la luna, muy menguada, no aparecería hasta altas horas de la noche. Tumbado en la cama, pensé en Denys Barry y en lo que pasaría con ese pantano cuando amaneciera, y sentí un deseo casi fre­nético de salir a la oscuridad de la noche, coger el coche de Barry, huir corriendo a Ballylough y dejar esas tierras amenazadas. Pero antes de que mis temores cristalizasen en una acción, me había quedado dor­mido, y contemplaba en sueños la ciudad del valle, fría y muerta bajo un sudario de sombras tenebrosas.
Probablemente fue el estridente sonido de las flautas lo que me despertó, aunque no fueron las flautas lo primero que advertí al abrir los ojos. Estaba tendido de espaldas a la ventana este que dominaba el pantano, por donde se elevaría la luna menguante, de modo que esperaba ver proyectarse una claridad en la pared que tenía enfrente; pero no la que efectivamente se reflejó. Un resplandor incidió en los cristales de enfrente, aun­que no era el resplandor de la luna. Fue un haz rojizo, penetrante, terrible, el que penetró por la gótica ven­tana, e inundó toda la cámara de un esplendor intenso y ultraterreno. Mi inmediata reacción fue extraña en semejante momento, pero sólo en la ficción se com­porta el hombre de manera dramática y previsible. En vez de asomarme al pantano para averiguar cuál era la fuente de esta nueva luz, mantuve apartados los ojos de la ventana, completamente dominado por el pánico, y me vestí atropelladamente con la vaga idea de esca­par. Recuerdo que cogí el revólver y el sombrero; pero antes de que todo terminase había perdido el uno sin haberlo disparado, y el otro sin habérmelo puesto. Poco después, la fascinación del resplandor rojo se im­puso a mis terrores, me acerqué a la ventana este y me asomé, mientras el sonido incesante y enloquecedor de las flautas gemía, y se propagaba por el castillo y por el pueblo.
Sobre el pantano había una riada de luz resplande­ciente, escarlata y siniestra, que brotaba de las extrañas y antiguas ruinas del islote. No me es posible describir el aspecto de dichas ruinas: debí de volverme loco, porque me pareció que se levantaban incólumes, ma­jestuosas, rodeadas de columnas, con todo su esplen­dor, y el mármol de su entablamento reflejaba las lla­mas y traspasaba el cielo como la cúspide de un templo en la cima de una montaña. Sonaron las flautas estri­dentes, y comenzó un batir de tambores; y mientras observaba aterrado, me pareció distinguir oscuras for­mas saltando, grotescamente recortadas contra un fondo de resplandores y de mármoles. El efecto era tremendo, absolutamente inconcebible; y allí habría seguido, contemplando indefinidamente el espectáculo, de no haber sido porque la música de las flautas, a mi izquierda, aumentaba cada vez más. Presa de un terror no exento de un extraño sentimiento de éxtasis, cruce la habitación circular y me asomé a la ventana norte, desde la que podía verse el pueblo y la llanura inme­diata al pantano. Allí mis ojos se volvieron a dilatar ante un prodigio insensato, como si no acabase de apar­tarme de una visión que superaba la pálida naturaleza; pues en la llanura espectralmente iluminada por el res­plandor rojizo desfilaba una procesión de seres cuyas figuras no había visto más que en las pesadillas.
Medio deslizándose, medio flotando en el aire, los blancos espectros del pantano se retiraban lentamente hacia las quietas aguas y las ruinas de la isla en fantásti­cas formaciones que sugerían alguna antigua y solemne danza ceremonial. Sus brazos balanceantes y traslúci­dos, guiados por los sones detestables de las flautas invisibles, llamaban con ritmo misterioso a una multi­tud de campesinos que oscilaban y les seguían dócil­mente con paso ciego, insensatos y pesados, como arrastrados por una voluntad demoníaca, torpe aunque irresistible. Cuando las náyades llegaron al pantano, sin alterar su dirección, una nueva fila de rezagados tamba­leantes como borrachos, salió del castillo por alguna puerta al pie de mi ventana, cruzó a ciegas el patio y la parte del pueblo que se interponía, y se unió a la ser­peante columna de labriegos que andaban ya por la llanura. A pesar de la altura que me separaba, en se­guida me di cuenta de que eran los criados traídos del norte, ya que reconocí la fea y voluminosa figura de la cocinera, cuya misma absurdidad resultaba ahora inde­ciblemente trágica. Las flautas sonaban de manera es­pantosa, y otra vez oí el batir de los tambores en las ruinas de la isla. Luego, silenciosa, graciosamente, las náyades se adentraron en el agua y se disolvieron, una tras otra, en el pantano inmemorial; entretanto, los se­guidores, sin detener su marcha, siguieron tras ellas chapoteando pesadamente, y desapareciendo en un pe­queño remolino de burbujas malsanas apenas visible bajo la luz escarlata. Y cuando el último y más patético de los rezagados, la cocinera, se hundió pesadamente y desapareció en las aguas tenebrosas, enmudecieron las flautas y los tambores, y la cegadora luz rojiza de las ruinas se apagó instantáneamente, dejando el pueblo vacío y desolado bajo el resplandor escuálido de la luna, que acababa de salir.
Mi estado era ahora indescriptiblemente caótico. No sabiendo si estaba loco o cuerdo, dormido o despierto, me salvó un piadoso embotamiento. Creo que hice co­sas ridículas, como elevar plegarias a Artemisa, a La­tona, a Deméter y a Plutón. Todo cuanto recordaba de los estudios clásicos de mi juventud me vino a los la­bios, mientras el horror de la situación despertaba mis más hondas supersticiones. Me daba cuenta de que acababa de presenciar la muerte de todo un pueblo, y sabía que me había quedado solo en el castillo con Denys Barry, cuya temeridad había acarreado este des­tino. Y al pensar en él, me embargaron nuevos terrores y me desplomé al suelo; aunque no perdí el conoci­miento, me sentí físicamente imposibilitado. Entonces noté una ráfaga helada que entró por la ventana este, por donde había salido la luna, y empecé a oir alaridos abajo en el castillo. No tardaron estos gritos en alcan­zar una magnitud y calidad imposibles de describir, y que aún me produjo un desvanecimiento cuando pienso en ellos. Todo lo que puedo decir es que procedían de alguien que había sido amigo mío.
En determinado momento de esos instantes espanto­sos, el viento frío y los alaridos me hicieron reaccionar, porque lo que recuerdo a continuación es que corría por las negras estancias y corredores, cruzaba el patio y salía a la oscuridad de la noche. Me encontraron al amanecer, vagando insensatamente cerca de BalI­ylough; pero lo que a mi me trastornó completamente no fue ninguno de los horrores que había visto y oído. De lo que hablaba, cuando salí lentamente de las som­bras de la inconsciencia, era de un par de fantásticos incidentes que ocurrieron en mi huida; incidentes que carecen de importancia, aunque me obsesionan ince­santemente cuando estoy a solas en lugares pantanosos o a la luz de la luna.
Mientras huía de aquel castillo maldito, bordeando el pantano, oí un alboroto; un alboroto corriente, aunque distinto a cuanto había oído en Kilderry. Las aguas es­tancadas, hasta entonces desprovistas por completo de vida animal, hervían ahora de ranas enormes y viscosas que cantaban sin cesar en unos tonos que no guardaban relación con su tamaño. Brillaban, hinchadas y verdes, a la luz de la luna, y parecían mirar fijamente hacia la fuente del resplandor. Seguí la mirada de una de ellas, muy gorda y fea, y vi la segunda de las cosas que me hizo perder la razón.
Extendiéndose directamente de las extrañas y anti­guas ruinas del islote lejano a la luna menguante, per­cibí un rayo de débil y temblorosa luz que no se refle­jaba en las aguas del pantano. Y ascendiendo por el pálido sendero, mi enfebrecida imaginación se repre­sentó una sombra delgada que iba disminuyendo len­tamente; una sombra vaga que se contorsionaba y deba­tía como si fuese arrastrada por demonios invisibles. En mi locura, vi en esa sombra espantosa un momentáneo parecido — como una caricatura increíble y repug­nante— , una imagen blasfema del que había sido De­nys Barry.







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