viernes, septiembre 13, 2013

EL CIUDADANO RIMBAUD por SANTIAGO KOVADLOFF


¿Quién de nosotros no ha soñado, en sus días ambiciosos, con el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo y sin rima, lo suficientemente flexible y dura a la vez, como para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del sueño, a los sobresaltos de la conciencia? Es, por sobre todo, en la frecuentación de las ciudades enormes, en el entrecruzamiento de sus innumerables relaciones, donde nace este ideal obsesionante.

Charles Baudelaire


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La popularidad de Rimbaud no debiera engañarnos. La actual difusión de su nombre excede aún en mucho la comprensión que encontró su palabra. Hay, por lo menos, dos razones complementarias para ello. Su tiempo, por un lado, todavía es, en lo esencial, el nuestro. Vale decir que su poesía sigue estando a merced de una conciencia lo bastante difusa de lo que somos como para que podamos reconocernos en ella. Por otro lado, la trayectoria biográfica de Rimbaud, en especial la de sus años artísticamente productivos, refuerza uno de los mitos más estimados de esta época: el que asocia la juventud a la potencia creadora y a los mejores afanes revolucionarios. Dejemos para más tarde el análisis de la primera de estas dos razones. Veamos ahora los supuestos de la segunda.

Asombra a muchos que Rimbaud haya sido, aún antes de los veinte años, un autor genial. Este desconcierto obstruye la comprensión de la auténtica complejidad de su talento. Lo extraordinario del vigor expresivo de Rimbaud no consiste en que se haya manifestado tan temprano, sino que haya tenido la envergadura que tuvo. ¿0 es que hubiera sido menos «sobrenatural» que el autor de El barco ebrio fuera capaz de lo que fue a los cuarenta y cinco años? La tergiversación, tan del gusto del sentido común, consiste, como es evidente, en desplazar el acento de la cuestión del fenómeno propiamente dicho de la genialidad al menos inquietante y formal del «momento» en que aparece. ¡Como si ser un superdotado a secas fuera menos desconcertante que serlo en la juventud!

Y, sin embargo, ¿qué induce a creer que la genialidad debiera manifestarse en la «madurez»? Nada, salvo ese burdo criterio que supeditando la hondura excepcional a la «experiencia de la vida», hace depender la primera de un proceso burocrático de desarrollo cronológico, gradual y pautado. Hija del mismo esquematismo, aunque ubicada en el polo argumental opuesto, es la presunción de que las posibilidades intelectuales de un hombre son mayores cuanto más joven es. Para los voceros de esta última tontería, Rimbaud sería el rotundo ejemplo: ¡sólo un joven podría haber dicho las cosas con tamaño ímpetu! Y no faltan, como si fuera poco, los que en abono de esta convicción buscan respaldo en la creencia platónica, formulada en la República, según la cual «Propios son de los jóvenes todos los grandes y múltiples trabajos.»

Con encomiable sensatez decía el poeta brasileño Mario Quintana que son dos los síntomas augurales del envejecimiento: «El primero es el desprecio por los jóvenes. El segundo es su adulación.» La juventud occidental pagó cara la adquisición de la imagen que de sí misma le ofreció una sociedad más interesada en seducirla que en escucharla. En arte, ciertamente, no hay transición posible: la edad no da derechos ni tampoco impone deberes. Las obras históricamente representativas lo son —entre otras razones de más peso— en la medida en que no denotan los años de quien las crea. Cuando, en cambio, el estilo no disimula la edad del artista, ésta -invariablemente- afectará sus propuestas, las dañará de modo irremediable.
Retornando al cauce del asunto, podría decirse, entonces, que entre el exponente de una crisis y alguien capaz de comprendería, media una considerable distancia: la que va de lo que Nietzsche llamaba «el mero sufrir» a ese «grado más alto que es el ver nuestro sufrimiento como un drama».

Rimbaud no fue una sensibilidad rebelde, sino un temperamento artísticamente revolucionario. La mera rebelión, como propone Camus, sólo sabe decir no. El temperamento revolucionario, en cambio, siempre es capaz, con respecto a los hechos que protagoniza, de elaborar una síntesis interpretativa que es más, mucho más que la mera negación: es un diagnóstico y, a la vez, una propuesta. Por eso, en el arte, no hay espacio, sino para el creador cabal, aunque sean tantos los rebeldes que confunden la envergadura de sus padecimientos y disconformidades con la posesión de una propuesta crítica y estética sobre su sentido social y su valor histórico. Gide insistió bastante sobre la irrelevancia de los «bellos sentimientos» y las nobles intenciones en literatura, como para que me incline a añadir nada.

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Vayamos ahora a la primera de las razones referidas: la que entendía que el tiempo de Rimbaud era todavía, en lo esencial, el nuestro.
En Rimbaud fue muy honda la convicción de que el arte constituía una perspectiva incomparable para acceder a la comprensión de la época en que le tocó vivir. Puede, por eso, decirse que trabajó sin pausa por la conformación de su propia actualidad. La meta que se fijó fue la de llegar, a través de la poesía, a ser un hombre de su tiempo. Supo ver, como pocos, que la inscripción en un época dada no es un hecho natural, fruto de los azares cronológicos, sino un arduo triunfo de la voluntad. Se pertenece realmente a un determinado momento cuando se ha comprendido la vida personal y colectiva a la luz de la problemática específica de ese momento y en conexión con la historia de la cultura en la que él se inscribe. Tal comprensión es infrecuente. La inmensa mayoría de los hombres y mujeres atravesamos el período en que nos toca vivir, pero no pertenecemos a él porque no alcanzamos más que a padecer sus conflictos, sin acceder a esa privilegiada visión de conjunto sobre su sentido que se llama conciencia histórica. En Rimbaud este acceso tuvo lugar. Su poesía es una de las síntesis interpretativas más hondas de que tengamos conocimiento con respecto a la índole de las tensiones en que se debate el hombre moderno.

Días atrás, el pintor Noé Nojechowitz, conocido como surrealista, me decía frente a su caballete: «¿Surrealista? No sé. No sé. Yo miro por la ventana y pinto lo que veo. Creo que soy realista.»
No hay duda: se pinta siempre lo que se ve. Y se ve siempre según como se mire. Pero -y los griegos ya lo sabían- las cosas que se observan y meditan están, para bien o para mal, fatalmente condicionadas por criterios que nos permiten jerarquizarlas como fenómenos dignos de nuestra atención. Tales criterios son previos (en el sentido de fundantes) al reconocimiento de los objetivos que nos atraen e importan, vale decir: promotores de la significación y el valor que les adjudicamos.

Cuando Rimbaud observa el paisaje que le ofrece el convulsionado siglo XIX, capta algo que, para nosotros, sucesores suyos del XX, habría de ser primordial: que las fronteras trazadas por el positivismo entre el reino presuntamente luminoso de la razón y el -en apariencia- tenebroso de lo irracional, no son en absoluto convincentes.

La sociedad industrial supo revolucionar los medios de producción, pero sólo mo¬dernizó las formas de explotación social. El contraste entre los progresos de la ciencia y el envilecimiento moral de muchas de las fuerzas que los manipulaban, no exigía subestimar los aciertos de la primera, pero imponía la necesidad de hacer evidente la existencia del segundo. Rimbaud comprendió el secreto parentesco que reúne y enlaza en una misma totalidad los opuestos más tajantes. Creyó, con Novalis, que «la claridad auténtica» no proviene sino de la fusión entre luz y sombra. Supo, con Stevenson, que Hyde y Jekill eran un mismo hombre, y que el gran espectáculo del tiempo que se vive es el de la sutil convergencia entre elementos que, superficialmente considerados, no se manifiestan más que como contrarios.
Trasladada a los arsenales metafóricos de su lírica, esta convicción no podía —ni a fines del siglo pasado ni aún hoy- resultar menos que desconcertante para el lector desprevenido. Y desprevenido no es otro que el lector que mantiene un vínculo primordialmente acrítico (convencional) con el carácter relativo, y por lo tanto discutible, del conjunto de supuestos que sostienen su visión del mundo. En tiempos de
Rimbaud, esta visión del mundo era aún naturalista: presumía que entre la mirada lógica del contemplador y el objeto por ella captado había una contigüidad sin fisuras ni desajustes. Desnudando el carácter «interesado» y parcial de esa mirada, Rimbaud forjó un espejo donde el lector puede llegar, si se atreve, a ver su doble rostro: el de la razón que despeja y el de la razón que encubre; el de la palabra que afirma consubstanciándose con el de la palabra que niega; el de la realidad de lo intangible y el de la inconsistencia de lo palpable.


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Digámoslo en términos estrictamente literarios: Rimbaud quiso renovar las fuentes de la inspiración poética. Se propuso superar a los románticos que fueron, a su juicio, «visionarios sin demasiada conciencia de ello», casi siempre sujetos al impacto de emociones accidentales; a los parnasianos «que se contentaron demasiado fácilmente con ver el pasado de manera imaginaria»; al propio Baudelaire, «rey de los poetas» y auténtico vidente, pero atado a las convenciones de «un medio excesivamente artístico».

Su propuesta superadora procuró, en consecuencia, liberar a la condición visionaria, que en Rimbaud es sinónimo de vocación poética, de tres obstáculos principales: uno, encarnado por el romanticismo, consistente en el carácter ocasional, meramente impulsivo de la conciencia visionaria y al que el autor de Las iluminaciones propone reemplazar por una praxis visionaria, vale decir sistemática y constante. El segundo obstáculo, como queda dicho, estaba encarnado por los parnasianos, para quienes el presente, comparado con el pasado, carecía de todo poder como fuente de sugerencias poéticas. Para el autor de Una temporada en el infierno este enfoque convertía a la condición visionaria en un recurso escapista y al acto poético en irresponsabilidad histórica. El tercer obstáculo, centrado en la figura de Baudelaire, puede parecer, en principio, inexplicable. De hecho, Rimbaud lo reconoce como voz hegemónica de la poesía francesa. Por qué, entonces, ver en su obra una concepción insuficiente de la condición visionaria? Baudelaire comprendió antes que nadie el potencial estético que encerraba el presente, entendido como escenario de nuevas concepciones sociales y existenciales capaces de nutrir, con su energía transformadora, perspectivas insospechadamente ricas en el campo de la expresión. El supo captar con excepcional agudeza, la trascendencia lírica de la «fealdad»; el poder inmensamente sugestivo de un mundo que, bajo el impulso de la mecanización, se transformaba como nunca antes, generando contradicciones en cuya base latía la simiente de un proyecto renovador de la vida urbana y de la poesía. Consecuente con esta comprensión privilegiada, Baudelaire pudo escribir: «¿Quién de nosotros no ha soñado, en sus días ambiciosos, con el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo y sin rima, lo suficientemente flexible y dura a la vez, como para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del sueño, a los sobresaltos de la conciencia? Es, por sobre todo, en la frecuentación de las ciudades enormes, en el entrecruzamiento de sus innumerables relaciones, donde nace este ideal obsesionante.»

¿Cómo explicar entonces las reservas de Rimbaud ante Baudelaire? Precisamente, para Rimbaud, Baudelaire no alcanzó de manera plena ese lenguaje anhelado. ¿Por qué? Porque, al parecer, pudieron en él mucho más ciertos pruritos propios del «medio artístico» en que se movía, criterios formales en última instancia conservadores, convenciones literarias discordantes con la magnitud de su sueño renovador y, por ello, retardatarias. De hecho, ese lenguaje del que Baudelaire nos habla en el fragmento recién transcrito no llegó a ser, de modo eminente, su lenguaje.


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Rimbaud jamás creyó que hubiera otro camino para alcanzar el horizonte verbal buscado que «una larga, inmensa y razonada reglamentación de todos los sentidos». Vale decir: una educación sistemática de la percepción que se vertebrara de modo que pudiera combatir con eficacia los tres obstáculos señalados: el carácter ocasional de la condición visionaria (románticos); su instrumentación escapista (parnasianos); sus restricciones expresivas (Baudelaire). Sólo «una prosa poética, musical, sin ritmo y sin rima, lo suficientemente dura y flexible a la vez» —como quería el «rey de los poetas» —podría ser la voz de esa nueva sensibilidad, hija, por su parte, tanto de la necesidad como del esfuerzo y de la convicción. Con ello llegamos adonde impor¬taba: la tarea auto-impuesta por Rimbaud tiene un carácter pragmático, racional. En ella el azar no desempeña papeles centrales. El poeta se vale de este trabajo para liberar su sensibilidad de todo vestigio de sometimiento a elementos ideológicos impugnables y presiones estéticas contrarias al logro de ese «ideal obsesionante» que Baudelaire concibió como resultado de «la frecuentación de las ciudades enormes» y de la percepción del «entrecruzamiento de sus innumerables relaciones». De modo que nada nos autoriza a ver en el lenguaje de Rimbaud la expresión anárquica de un espíritu caprichosamente revulsivo. El desafío, por el contrario, consiste en advertir que se trata de un riguroso planteamiento, de una propuesta formal, enteramente apropiada a la manifestación de sus objetivos temáticos.

Sería presuntuoso intentar en pocas línea la exposición de los rasgos distintivos de ese lenguaje, pero algunos señalamientos pueden efectuarse a modo de aproximación. Partamos para ello, de una evidencia: Rimbaud sostuvo que la poesía debía convertirse en una prédica visionaria. Una característica básica de la palabra visionaria, tanto dentro como fuera del contexto de la literatura de Rimbaud, es la concepción de su portavoz como médium que, a la manera del Ion platónico, es más enunciador que creador del mensaje. El hacedor de esta palabra no es, para Rimbaud, una entelequia trascendente, metahistórica, sino la propia realidad social que, en su momento, llega a ser objeto de la percepción visionaria. El poeta oye hablar a esa realidad y logra reproducir su relato gracias a una previa educación auditiva.

Otro aspecto relevante de ese mensaje captado por el poeta es que consiste en una lectura de lo que aún no tiene carácter manifiesto para la inmensa mayoría de los hombres y que, sin embargo, está implícito, como factor determinante, en el curso seguido por los hechos que a todos afectan por igual.

Este sentido velado que presentan los acontecimientos implica, en Rimbaud, un distanciamiento decisivo de la concepción cartesiana del saber como aprehensión plena de la realidad por parte del sentido común. Dicho distanciamiento hace resaltar la falta de adecuación acabada entre lo que la conciencia pragmática pretende conocer del mundo y lo que éste le evidencia a la conciencia. Y así como el positivismo se mostró resuelto a sacrificar la ambigüedad última de lo real en aras del valor absoluto adjudicado a su escala de comprensión, Rimbaud decidió inmolar su percepción subjetiva (lo que en ella había de romántico y parnasiano, y de formalmente baudelairiano) en aras del núcleo visionario de lo real. Es que para Rimbaud la intelección de los fenómenos distaba de ser espontánea: era cultural, condicionada por un férreo repertorio de valores y creencias de los que el hombre podría llegar a desprenderse si en ello mostrase tanto empeño como el invertido en adquirirlos. Visionaria, en consecuencia, es la mirada liberada, en el orden ético, gnoseológico y estético, de las imposiciones del sentido común y el yugo de la lógica formal. Quien acceda a este estadio de las facultades perceptivas, advertirá con Rimbaud que en la cultura occidental «la verdadera vida está ausente», y que «la moral es la debilidad del cerebro»; verá «con toda nitidez una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores erigida por ángeles, un salón en el fondo de un lago»; comprenderá, en suma, que «Yo es otro» y, a partir de allí, se le abrirá un horizonte incomparablemente rico, donde la integración de los contrarios en una totalidad que los preserva sin negarlos es el sustento de todos los vínculos.


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¿A dónde pretende llegar Rimbaud? Su proyecto es exhibir una verdad que, como visionaria, ve palpitar veladamente en el corazón de su tiempo; el espectáculo agobiante de las contradicciones de una humanidad que crece a expensas de sí misma; de una civilización que, en el afán de desarrollarse, no rehuye el autoexterminio; de esa atmósfera en la que se entrelazan la tragedia y el absurdo y que es el signo y el síntoma de los tiempos por venir, el estigma que se perfila como rasgo diferencial del naciente siglo XX. «Al recobrar dos céntimos de razón -¡eso pasa pronto!- veo que mis malestares provienen de no haberme figurado a tiempo que estamos en Occidente.»

No es casual, por cierto, la referencia de Baudelaire a «las inmensas ciudades». También Rimbaud supo comprender que en ellas estaba el caldo de cultivo de los nuevos tiempos, la metáfora ejemplar que remitía a la contradicción de base: la de los hombres que crecen explotando a los hombres. Refiriéndose a la arquitectura europea del siglo XIX, el ensayista español Fernando Goitía ilumina la índole del escenario urbano que el poeta supo comprender tan bien: «Al lado de la ciudad industrial se levanta orgullosa la ciudad de la burguesía liberal, deseosa de demostrar el poder y las esclarecidas luces de una clase dominante. Podría decirse que el árbol frondoso de las más bellas estructuras urbanas burguesas hundía sus raíces en las zonas subterráneas y turbias de los slums, de los pavorosos suburbios industriales donde se hacinaban los trabajadores.»

Era este intrincado paisaje de contraposiciones el que al poeta Rimbaud le resultaba insoslayable; esta fuerza bidireccional, fecunda y mortífera, que constituía ese «entrecruzamiento de sus innumerables relaciones» al que aludiera Baudelaire al hablar de las ciudades. Hacia su comprensión y denuncia está orientada la gran producción lírica de Rimbaud. El blanco primordial de su violencia creadora es la concepción del sujeto tal como fue plasmada por el idealismo primero y el pragmatismo después. A ese sujeto, en cuya idiosincrasia se encuentra enmascarada la naturaleza dramática de la existencia y tergiversadas las incertidumbres propias del hombre moderno, Rimbaud lo desaloja del poema. Su lugar lo ocupará el vidente, alguien capaz de experimentar lo real bajo la forma de un abanico de tensiones y conflictos, en los que el verso atildado y pulcro estallará como una burbuja.

«Escarnio de la lírica de las flores, de las rosas, de las violetas, los lirios y las lilas. A la nueva poesía» —escribe Hugo Friedrich a propósito de Rimbaud- «le sienta otra clase de flora: en lugar de cantar los pámpanos, canta el tabaco, el algodón y la plaga de la patata; bajo el cielo oscuro, en la edad del hierro, hay que escribir poemas negros, en los que la rima brote "como un chorro de sodio, como la goma líquida", los postes de telégrafo son su lira.»

El vocero de los poemas de Rimabud es ese Yo que proviene de la transfiguración voluntaria a la que el escritor sometió sus percepciones habituales. No es, pues, la suya una poesía que remita a lo que el individuo presume vivir en sentido biográfico convencional, sino a la dimensión profunda y novedosa de esa experiencia que sólo en su vertiente más externa es cotidiana, Con ello, la poesía moderna iniciará un proceso de desplazamientos temáticos y renovaciones formales que comprometerá profundamente al lector. Este se verá obligado, a partir de entonces, a llegar al poema ya no en busca de un reflejo de imágenes que le son familiares, sino en busca de un reflejo de vivencias que, aún cuando sean suyas, no le pertenecen, ya que no se ha adueñado de ellas mediante la conciencia de su sentido. De modo tal que el acceso al poema no le estará asegurado por su comprensión habitual de las cosas, sino por la calidad del vínculo laboral entablado con ellas en términos de aprehensión crítica y lúcida revisión de convencionalismos.

En sentido estricto, Rimbaud no quiere ser reconocido, sino desconocido y, para ello, se propone remitir al lector a su propio Yo ignorado, liberando en él una potencia perceptiva sepultada por el hábito, el miedo y el dogmatismo pero generada, sin embargo, por las alternativas de su trayectoria histórica. En esta potencia perceptiva rescatada por la poesía y jerarquizada como forma eminente de conocimiento, un riquísimo horizonte de conflictos irreductibles a criterios tradicionales desbarata la ilusión del valor objetivo adjudicado al sentido común y al saber oficial. La conciencia, como un asombroso animal mitológico, acecha con una de sus caras a la cara que contempla el mundo y que, por su parte, cree observar liberada de supuestos condicionantes.

Rimbaud, el ciudadano, ha tomado la palabra para limpiar a la poesía de anacronismo y hacer de ella un fruto netamente moderno, lo que equivale a decir urbano. La vieja, indispensable correspondencia entre lenguaje y realidad ha vuelto a consumarse del único modo en que legítimamente puede hacerlo: como tensión incesante y no como acoplamiento sin nervio. Vale, por eso, plenamente, para Rimbaud, lo que un siglo más tarde escribiría Octavio Paz: «A una sociedad desgarrada, corresponde una poesía como la nuestra.»

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