sábado, septiembre 21, 2013

ADIOS por ARTHUR RIMBAUD


¡El otoño ya! ¿Pero por qué añorar un eterno sol, si estamos empeñados en el
descubrimiento de la claridad divina, lejos de las gentes que mueren en las estaciones?
El otoño. Nuestra barca, alzándose en las brumas inmóviles, gira hacia el puerto de la
miseria, la ciudad enorme con su cielo maculado de fuego y lodo. ¡Ah, los harapos podridos,
el pan empapado de lluvia, la embriaguez, los mil amores que me han crucificado! ¡De modo
que nunca ha de acabar esta reina voraz de millones de almas y de cuerpos muertos y que
serán juzgados! Yo me vuelvo a ver con la piel roída por el fango y la peste, las axilas y los
cabellos llenos de gusanos y con gusanos más gruesos aún en el corazón, yacente entre
desconocidos sin edad, sin sentimiento... Hubiera podido morir allí ... ¡Qué horrible
evocación! Yo detesto la miseria.
¡Y temo al invierno porque es la estación de la comodidad!
A veces veo en el cielo playas sin fin, cubiertas de blancas y gozosas naciones. Por
encima de mí, un gran navío de oro agita sus pabellones multicolores bajo las brisas
matinales. Yo he creado todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. He tratado de
inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Yo he creído adquirir
poderes sobrenaturales. ¡Pues bien! ¡Tengo que enterrar mi imaginación y mis recuerdos!
¡Una hermosa gloria de artista y de narrador desvanecida!
¡Yo! ¡Yo que me titulara ángel o mago, que me dispensé de toda moral, soy devuelto
a la tierra, con un deber que perseguir y la rugosa realidad para estrechar! ¡Campesino!
¿Estoy engañado? ¿Sería para mi la caridad hermana de la muerte?
En fin, pediré perdón por haberme nutrido de mentira. Y vamos.
¡Peto ni una mano amiga! ¿Y dónde conseguir socorro?
Sí, la nueva hora es, por lo menos, muy severa.
Pues yo puedo decir que alcancé la victoria: el rechinar de dientes, los silbidos de
fuego, los suspiros
pestilentes, se moderan. Todos los recuerdos inmundos se borran. Mis últimas añoranzas se
escabullen celos de los mendigos, de los bandoleros, de los amigos de la muerte, de los
retardados de todas clases. ¡Si yo me vengara, condenados!
Hay que ser absolutamente moderno.
Nada de cánticos: conservar lo ganado. ¡Dura noche! La sangre seca humea sobre mi
rostro, y no tengo cosa alguna tras de mí, ¡fuera de ese horrible arbolillo!... El combate
espiritual es tan brutal como las batallas de los hombres; pero la visión de la justicia es sólo el
placer de Dios.
Entre tanto, estamos en la víspera. Recibamos todos los influjos de vigor y de real
ternura. Y a la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas
ciudades.
¡Qué hablaba yo de mano amiga! Es una buena ventaja que pueda reírme de los viejos
amores mentirosos, y cubrir de vergüenza a esas parejas embaucadoras -he visto allá el
infierno de las mujeres-; y me será permitido poseer la verdad en un alma y un cuerpo.




Abril-agosto, 1873

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