sábado, agosto 31, 2013

AMÉRICA A 35.788 KM. DE ALTURA por CHRISTIAN FORMOSO


Tu nombre arrojado fuera de la órbita
terrestre un puño
en la casa de la ira del niño
rojo de muerto de sed de muerto
de ganas de comer lo resbaloso.

Blanda temperatura y la sangre
blanda rigidez de la espada
que levanta a se morir en blanda agua.

Lo conocemos todo en la hora del golpe,
todo señor del fuego la tierra allá en su
frío también ardió un pelaje de agua y un
no y una hembra.

Tu nombre visto como América a 35.788 km. de
 altura en el frío después de tanta sangre, tanto te
llevo, calor de fricción, de aullar como vaciada la
cabeza de estrellas como un río arrastra su montaña
aullando, hasta la costa.

LA IMAGEN por OCTAVIO PAZ


La palabra imagen posee, como todos los vocablos, diversas significaciones. Por ejemplo: bulto, representación,como cuando hablamos de una imagen o escultura de Apolo o de la Virgen. O figura real o
irreal que evocamos o producimos con la imaginación. En este sentido, el vocablo posee un valor psicológico:
las imágenes son productos imaginarios. No son éstos sus únicos significados, ni los que aquí nos interesan.
Conviene advertir, pues, que designamos con la palabra imagen toda forma verbal, frase o conjunto
de frases, que el poeta dice y que unidas componen un poema. Estas expresiones verbales han sido clasificadas por la retórica y se llaman comparaciones, símiles, metáforas, juegos de palabras, paronomasias,
símbolos, alegorías, mitos, fábulas, etc. Cualesquiera que sean las diferencias que las separen, todas ellas
tienen en común el preservar la pluralidad de significados de la palabra sin quebrantar la unidad sintáctica
de la frase o del conjunto de frases. Cada imagen —o cada poema hecho de imágenes— contiene muchos
significados contrarios o dispares, a los que abarca o reconcilia sin suprimirlos. Así, San Juan habla de «la
música callada», frase en la que se alían dos términos en apariencia irreconciliables. El héroe trágico, en
este sentido, también es una imagen. Verbigracia: la figura de Antígona, despedazada entre la piedad divina
y las leyes humanas. La cólera de Aquiles tampoco es simple y en ella se anudan los contrarios: el amor por
Patroclo y la piedad por Príamo, la fascinación ante una muerte gloriosa y el deseo de una vida larga. En
Segismundo la vigilia y el sueño se enlazan de manera indisoluble y misteriosa. En Edipo, la libertad y el
destino... La imagen es cifra de la condición humana.
Épica, dramática o lírica, condensada en una frase o desenvuelta en mil páginas, toda imagen acerca
o acopla realidades opuestas, indiferentes o alejadas entre sí. Esto es, somete a unidad la pluralidad de lo
real. Conceptos y leyes científicas no pretenden otra cosa. Gracias a una misma reducción racional, individuos y objetos —plumas ligeras y pesadas piedras— se convierten en unidades homogéneas. No sin justificado asombro los niños descubren un día que un kilo de piedras pesa lo mismo que un kilo de plumas. Les cuesta trabajo reducir piedras y plumas a la abstracción kilo. Se dan cuenta de que piedras y plumas han abandonado su manera propia de ser y que, por un escamoteo, han perdido todas sus cualidades y su autonomía.
La operación unificadora de la ciencia las mutila y empobrece. No ocurre lo mismo con la de la
poesía. El poeta nombra las cosas: éstas son plumas, aquéllas son piedras. Y de pronto afirma: las piedras
son plumas, esto es aquello. Los elementos de la imagen no pierden su carácter concreto y singular: las
piedras siguen siendo piedras, ásperas, duras, impenetrables, amarillas de sol o verdes de musgo: piedras
pesadas. Y las plumas, plumas: ligeras. La imagen resulta escandalosa porque desafía el principio de contradicción:
lo pesado es lo ligero. Al enunciar la identidad de los contrarios, atenta contra los fundamentos
de nuestro pensar. Por tanto, la realidad poética de la imagen no puede aspirar a la verdad. El poema no
dice lo que es, sino lo que podría ser. Su reino no es el del ser, sino el del «imposible verosímil» de Aristóteles.
A pesar de esta sentencia adversa, los poetas se obstinan en afirmar que la imagen revela lo que es
y no lo que podría ser. Y más: dicen que la imagen recrea el ser. Deseosos de restaurar la dignidad filosófica
de la imagen, algunos no vacilan en buscar el amparo de la lógica dialéctica. En efecto, muchas imágenes
se ajustan a los tres tiempos del proceso: la piedra es un momento de la realidad; la pluma otro; y de su
choque surge la imagen, la nueva realidad. No es necesario acudir a una imposible enumeración de las
imágenes para darse cuenta de que la dialéctica no las abarca a todas. Algunas veces el primer término
devora al segundo. Otras, el segundo neutraliza al primero. O no se produce el tercer término y los dos
elementos aparecen frente a frente, irreductibles, hostiles. Las imágenes del humor pertenecen generalmente
a esta última clase: la contradicción sólo sirve para señalar el carácter irreparablemente absurdo de la
realidad o del lenguaje. En fin, a pesar de que muchas imágenes se despliegan conforme al orden hegeliano,
casi siempre se trata más bien de una semejanza que de una verdadera identidad. En el proceso dialéctico
piedras y plumas desaparecen en favor de una tercera realidad, que ya no es ni piedras ni plumas sino
otra cosa. Pero en algunas imágenes —precisamente las más altas— las píedrias y las plumas siguen siendo
lo que son: esto es esto y aquello es aquello; y al mismo tiempo, esto es aquello: las piedras son plumas,
sin dejar de ser piedras. Lo pesado es lo ligero. No hay la transmutación cualitativa que pide la lógica de
Hegel, como no hubo la reducción cuantitativa de la ciencia. En suma, también para la dialéctica la imagen
constituye un escándalo y un desafío, también viola las leyes del pensamiento. La razón de esta insuficiencia
—porque es insuficiencia no poder explicarse algo que está ahí, frente a nuestros ojos, tan real como el
resto de la llamada realidad— quizá consiste en que la dialéctica es una tentativa por salvar los principios
lógicos —y, en especial, el de contradicción— amenazados por su cada vez más visible incapacidad para
digerir el carácter contradictorio de la realidad. La tesis no se da al mismo tiempo que la antítesis; y ambas
desaparecen para dar paso a una nueva afirmación que, al englobarlas, las trasmuta. En cada uno de los
tres momentos reina d principio de contradicción. Nunca afirmación y negación se dan como realidades
simultáneas, pues eso implicaría la supresión de la idea misma de proceso. Al dejar intacto al principio de
contradicción, la lógica dialéctica condena la imagen, que se pasa de ese principio.
Como el resto de las ciencias, la lógica no ha dejado de hacerse la pregunta crítica que toda disciplina
debe hacerse en un momento u otro: la de sus fundamentos. Tal es, si no me equivoco, el sentido de las
paradojas de Bertrand Russell y, en un extremo opuesto, el de las investigaciones de Husserl. Así, han
surgido nuevos sistemas lógicos. Algunos poetas se han interesado en las investigaciones de S. Lupasco,
que se propone desarrollar series de proposiciones fundadas en lo que él llama principio de contradicción
complementaria. Lupasco deja intactos los términos contrarios, pero subraya su interdependencia. Cada
término puede actualizarse en su contrario, del que depende en razón directa y contradictoria: A vive en
función contradictoria de B; cada alteración en A produce consecuentemente una modificación, en sentido
inverso, en B. Negación y afirmación, esto y aquello, piedras y plumas, se dan simultáneamente y en función
complementaria de su opuesto.
El principio de contradicción complementaria absuelve a algunas imágenes, pero no a todas. Lo mismo,
acaso, debe decirse de otros sistemas lógicos. Ahora bien, el poema no sólo proclama la coexistencia
dinámica y necesaria de los contrarios, sino su final identidad. Y esta reconciliación, que no implica reducción ni transmutación de la singularidad de cada término, sí es un muro que hasta ahora el pensamiento
occidental se ha rehusado a saltar o a perforar. Desde Parménides nuestro mundo ha sido el de la distinción
neta y tajante entre lo que es y lo que no es. El ser no es el no ser. Este primer desarraigo —porque fue un
arrancar al ser del caos primordial— constituye el fundamento de nuestro pensar. Sobre esta concepción se
construyó el edificio de las «ideas claras y distintas», que si ha hecho posible la historia de Occidente también ha condenado a una suerte de ilegalidad toda tentativa de asir al ser por vías que no sean las de esos principios. Mística y poesía han vivido así una vida subsidiaria, clandestina y disminuida. El desgarramiento ha sido indecible y constante. Las consecuencias de ese exilio de la poesía son cada día más evidentes y aterradoras: el hombre es un desterrado del fluir cósmico y de sí mismo. Pues ya nadie ignora que la metafísica occidental termina en un solipsismo. Para romperlo, Hegel regresa hasta Heráclito. Su tentativa no nos ha devuelto la salud. El castillo de cristal de roca de la dialéctica se revela al fin como un laberinto de espejos. Husserl se replantea de nuevo todos los problemas y proclama la necesidad de «volver a los hechos». Mas el idealismo de Husserl parece desembocar también en un solipsismo. Heidegger retorna a los presocráticos para hacerse la misma pregunta que se hizo Parménides y encontrar una respuesta que
no inmovilice al ser. No conocemos aún la palabra última de Heidegger, pero sabemos que su tentativa por
encontrar el ser en la existencia tropezó con un muro. Ahora, según lo muestran algunos de sus escritos
últimos, se vuelve a la poesía. Cualquiera que sea el desenlace de su aventura, lo cierto es que, desde este
ángulo, la historia de Occidente puede verse como la historia de un error, un extravío, en el doble sentido de
la palabra: nos hemos alejado de nosotros mismos al perdernos en el mundo. Hay que empezar de nuevo.
El pensamiento oriental no ha padecido este horror a lo «otro», a lo que es y no es al mismo tiempo.
El mundo occidental es el del «esto o aquello»; el oriental, el del «esto y aquello», y aun el de «esto es
aquello». Ya en el más antiguo Upanishad se afirma sin reticencias el principio de identidad de los contrarios:
«Tú eres mujer. Tú eres hombre. Tú eres el muchacho y también la doncella. Tú, como un viejo, te
apoyas en un cayado... Tú eres el pájaro azul oscuro y el verde de ojos rojos... Tú eres las estaciones y los
mares». Y estas afirmaciones las condensa el Upanishad Chandogya en la célebre fórmula: «Tú eres
aquello». Toda la historia del pensamiento oriental parte de esta antiquísima aseveración, del mismo modo
que la de Occidente arranca de la de Parménides. Éste es el tema constante de especulación de los grandes
filósofos budistas y de los exegetas del hinduismo. El taoísmo muestra las mismas tendencias. Todas
estas doctrinas reiteran que la oposición entre esto y aquello es, simultáneamente, relativa y necesaria, pero
que hay un momento en que cesa la enemistad entre los términos que nos parecían excluyentes.
Como si se tratase de un anticipado comentario a ciertas especulaciones contemporáneas, Chuang—
tsé explica así el carácter funcional y relativo de los opuestos: «No hay nada que no sea esto; no hay nada
que no sea aquello. Esto vive en función de aquello. Tal es la doctrina de la interdependencia de esto y
aquello. La vida es vida frente a la muerte. Y viceversa. La afirmación lo es frente a la negación. Y viceversa.
Por tanto, si uno se apoya en esto, tendría que negar aquello. Más esto posee su afirmación y su negación
y también engendra su esto y su aquello. Por tanto, el verdadero sabio desecha el esto y el aquello y
se refugia en Tao...». Hay un punto en que esto y aquello, piedras y plumas, se funden. Y ese momento no
está antes ni después, al principio o al fin de los tiempos. No es paraíso natal o prenatal ni cielo ultraterrestre.
No vive en el reino de la sucesión, que es precisamente el de los contrarios relativos, sino que está en
cada momento. Es cada momento. Es el tiempo mismo engendrándose, manándose, abriéndose a un acabar
que es un continuo empezar. Chorro, fuente. Ahí, en el seno del existir —o mejor, del existiéndose—,
piedras y plumas, lo ligero y lo pesado, nacerse y morirse, serse, son uno y lo mismo.
El conocimiento que nos proponen las doctrinas orientales no es transmisible en fórmulas o razonamientos.
La verdad es una experiencia y cada uno debe intentarla por su cuenta y riesgo. La doctrina nos
muestra el camino, pero nadie puede caminarlo por nosotros. De ahí la importancia de las técnicas de meditación.
El aprendizaje no consiste en la acumulación de conocimientos, sino en la afinación del cuerpo y del
espíritu. La meditación no nos enseña nada, excepto el olvido de todas las enseñanzas y la renuncia a todos
los conocimientos. Al cabo de estas pruebas, sabemos menos pero estamos más ligeros; podemos
emprender el viaje y afrontar la mirada vertiginosa y vacía de la verdad. Vertiginosa en su inmovilidad; vacía
en su plenitud. Muchos siglos antes de que Hegel descubriese la final equivalencia entre la nada absoluta y
el pleno ser, los Upanishad habían definido los estados de vacío como instantes de comunión con el ser:
«El más alto estado se alcanza cuando los cinco instrumentos del conocer se quedan quietos y juntos en la
mente y ésta no se mueve». Pensar es respirar. Retener el aliento, detener la circulación de la idea: hacer
el vacío para que aflore el ser. Pensar es respirar porque pensamiento y vida no son universos separados
sino vasos comunicantes: esto es aquello. La identidad última entre el hombre y el mundo, la conciencia y el
ser, el ser y la existencia, es la creencia más antigua del hombre y la raíz de ciencia y religión, magia y poesía.
Todas nuestras empresas se dirigen a descubrir el viejo sendero, la olvidada vía de comunicación
entre ambos mundos. Nuestra búsqueda tiende a redescubrir o a verificar la universal correspondencia de
los contrarios, reflejo de su original identidad. Inspirados en este principio, los sistemas tántricos conciben el
cuerpo como metáfora o imagen del cosmos. Los centros sensibles son nudos de energía, confluencias de
corrientes estelares, sanguíneas, nerviosas. Cada una de las posturas de los cuerpos abrazados es el signo
de un zodiaco regido por el triple ritmo de la savia, la sangre y la luz. El templo de Konarak está cubierto por una delirante selva de cuerpos enlazados: estos cuerpos son también soles que se levantan de su lecho de llamas, estrellas que se acoplan. La piedra arde, las sustancias enamoradas se entrelazan. Las bodas alquímicas no son distintas de las humanas. Po Chüi nos cuenta en un poema autobiográfico que:

In the middle of the night I stole a furtive glance:
The two ingredients were in affable embrace;
Their attitude was most unexpected,
They were locked together in the posture of man and wifey
Intertwined as dragonst coil with coil.

Para la tradición oriental la verdad es una experiencia personal. Por tanto, en sentido estricto, es incomunicable.
Cada uno debe comenzar y rehacer por sí mismo el proceso de la verdad. Y nadie, excepto
aquel que emprende la aventura, puede saber si ha llegado o no a la plenitud, a la identidad con el ser. El
conocimiento es inefable. A veces, este «estar en el saber» se expresa con una carcajada, una sonrisa o
una paradoja. Pero esa sonrisa puede también indicar que el adepto no ha encontrado nada. Todo el conocimiento se reduciría entonces a saber que el conocimiento es imposible. Una y otra vez los textos se complacen en este género de ambigüedades. La doctrina se resuelve en silencio Tao es indefinible e innombrable:
«El Tao que puede ser nombrado no es el Tao absolutorio Nombres que pueden ser pronunciados no
son los Nombres absolutos». Chuang—tsé afirma que el lenguaje, por su misma naturaleza, no puede expresar
lo absoluto, dificultad que no es muy distinta a la que desvela a los creadores de la lógica simbólica.
«Tao no puede ser definido... Aquel que conoce, no habla. Y el que habla, no conoce. Por tanto, el Sabio
predica la doctrina sin palabras.» La condenación de las palabras procede de la incapacidad del lenguaje
para trascender el mundo de los opuestos relativos e interdependientes, del esto en función del aquello.
«Cuando la gente habla de aprehender la verdad, piensa en los libros. Pero los libros están hechos de palabras.
Las palabras, claro está, tienen un valor. El valor de las palabras reside en el sentido que esconden.
Ahora bien, este sentido no es sino un esfuerzo para alcanzar algo que no puede ser alcanzado realmente
por las palabras.» En efecto, el sentido apunta hacia las cosas, las señala, pero nunca las alcanza. Los
objetos están más allá de las palabras.
A pesar de su crítica del lenguaje, Chuang—tsé no renunció a la palabra. Lo mismo sucede con el
budismo Zen, doctrina que se resuelve en paradojas y en silencio pero a la que debemos dos de las más
altas creaciones verbales del hombre: el teatro No y el haikú de Basho. ¿Cómo explicar esta contradicción?
Chuang—tsé afirma que el sabio «predica la doctrina sin palabras». Ahora bien, el taoísmo —a diferencia
del cristianismo— no cree en las buenas obras. Tampoco en las malas: sencillamente, no cree en las obras.
La prédica sin palabras a que alude el filósofo chino no es la del ejemplo, sino la de un lenguaje que sea
algo más que lenguaje: palabra que diga lo indecible. Aunque Chuang—tsé jamás pensó en la poesía como
un lenguaje capaz de trascender el sentido de esto y aquello y decir lo indecible, no se puede separar su
razonamiento de las imágenes, juegos de palabras y otras formas poéticas. Poesía y pensamiento se entretejen en Chuang—tsé hasta formar una sola tela, una sola materia insólita. Lo mismo debe decirse de las otras doctrinas. Gracias a las imágenes poéticas el pensamiento taoísta, hindú y budista resulta comprensible.
Cuando Chuang—tsé explica que la experiencia de Tao implica un volver a una suerte de conciencia
elemental u original, en donde los significados relativos del lenguaje resultan inoperantes, acude a un juego
de palabras que es un acertijo poético. Dice que esta experiencia de regreso a lo que somos originalmente
es «entrar en la jaula de los pájaros sin ponerlos a cantar». Fan es jaula y regreso; ming es canto y nombres
. Así, la frase también quiere decir: «regresar allá donde los nombres salen sobrando», al silencio,
reino de las evidencias. O al lugar en donde nombres y cosas se funden y son lo mismo: a la poesía, reino
en donde el nombrar es ser. La imagen dice lo indecible: las plumas ligeras son piedras pesadas. Hay que
volver al lenguaje para ver cómo la imagen puede decir lo que, por naturaleza, el lenguaje parece incapaz
de decir.
El lenguaje es significado: sentido de esto o aquello. Las plumas son ligeras; las piedras, pesadas. Lo
ligero es ligero con relación a lo pesado, lo oscuro frente a lo luminoso, etc. Todos los sistemas de comunicación viven en el mundo de las referencias y de los significados relativos. De ahí que constituyan conjuntos de signos dotados de cierta movilidad. Por ejemplo, en el caso de los números, un cero a la izquierda no eslo mismo que un cero a la derecha: las cifras modifican su significado de acuerdo con su posición. Otro tanto ocurre con el lenguaje, sólo que su gama de movilidad es muy superior a la de otros procedimientos de significación y comunicación. Cada vocablo posee varios significados, más o menos conexos entre sí.
Esos significados se ordenan y precisan de acuerdo con el lugar de la palabra en la oración. Todas las palabras que componen la frase —y con ellas sus diversos significados— adquieren de pronto un sentido: el
de la oración. Los otros desaparecen o se atenúan. O dicho de otro modo: en sí mismo el idioma es una
infinita posibilidad de significados; al actualizarse en una frase, al convertirse de veras en lenguaje, esa
posibilidad se fija en una dirección única. En la prosa, la unidad de la frase se logra a través del sentido, que
es algo así como una flecha que obliga a todas las palabras que la componen a apuntar hacia un mismo
objeto o hacia una misma dirección. Ahora bien, la imagen es una frase en la que la pluralidad de significados
no desaparece. La imagen recoge y exalta todos los valores de las palabras, sin excluir los significados
primarios y secundarios. ¿Cómo la imagen, encerrando dos o más sentidos, es una y resiste la tensión de
tantas fuerzas contrarias, sin convertirse en un mero disparate? Hay muchas proposiciones, perfectamente
correctas en cuanto a lo que llamaríamos la sintaxis gramatical y lógica, que se resuelven en un contrasentido.
Otras desembocan en un sinsentido, como las que cita García Bacca en su Introducción a la lógica
moderna («el número dos es dos piedras»). Pero la imagen no es ni un contrasentido ni un sinsentido. Así,
la unidad de la imagen debe ser algo más que la meramente formal que se da en los contrasentidos y, en
general, en todas aquellas proposiciones que no significan nada, o que constituyen simples incoherencias.
¿Cuál puede ser el sentido de la imagen, si varios y dispares significados luchan en su interior?
Las imágenes del poeta tienen sentido en diversos niveles. En primer término, poseen autenticidad: el
poeta las ha visto u oído, son la expresión genuina de su visión y experiencia del mundo. Se trata, pues, de
una verdad de orden psicológico, que evidentemente nada tiene que ver con el problema que nos preocupa.
En segundo término esas imágenes constituyen una realidad objetiva, válida por sí misma: son obras. Un
paisaje de Góngora no es lo mismo que un paisaje natural, pero ambos poseen realidad y consistencia,
aunque vivan en esferas distintas. Son dos órdenes de realidades paralelas y autónomas. En este caso, el
poeta hace algo más que decir la verdad; crea realidades dueñas de una verdad: las de su propia existencia.
Las imágenes poéticas poseen su propia lógica y nadie se escandaliza porque el poeta diga que el
agua es cristal o que «el pirú es primo del sauce» (Carlos Pellicer). Mas esta verdad estética de la imagen
vale sólo dentro de su propio universo. Finalmente, el poeta afirma que sus imágenes nos dicen algo sobre
el mundo y sobre nosotros mismos y que ese algo, aunque parezca disparatado, nos revela de veras lo que
somos. ¿Esta pretensión de las imágenes poéticas posee algún fundamento objetivo?, ¿el aparente contrasentido o sinsentido del decir poético encierra algún sentido?

Cuando percibimos un objeto cualquiera, éste se nos presenta como una pluralidad de cualidades,
sensaciones y significados. Esta pluralidad se unifica, instantáneamente, en el momento de la percepción.
El elemento unificador de todo ese contradictorio conjunto de cualidades y formas es el sentido. Las cosas
poseen un sentido. Incluso en el caso de la más simple, casual y distraída percepción se da una cierta intencionalidad,
según han mostrado los análisis fenomenológicos. Así, el sentido no sólo es el fundamento
del lenguaje, sino también de todo asir la realidad. Nuestra experiencia de la pluralidad y ambigüedad de lo
real parece que se redime en el sentido. A semejanza de la percepción ordinaria, la imagen poética reproduce
la pluralidad de la realidad y, al mismo tiempo, le otorga unidad. Hasta aquí el poeta no realiza algo
que no sea común al resto de los hombres. Veamos ahora en qué consiste la operación unificadora de la
imagen, para diferenciarla de las otras formas de expresión de la realidad.
Todas nuestras versiones de lo real —silogismos, descripciones, fórmulas científicas, comentarios de
orden práctico, etc.— no recrean aquello que intentan expresar. Se limitan a representarlo o describirlo. Si
vemos una silla, por ejemplo, percibimos instantáneamente su color, su forma, los materiales de que está
construida, etc. La aprehensión de todas estas notas dispersas y contradictorias no es obstáculo para que,
en el mismo acto, se nos dé el significado de la silla: el ser un mueble, un utensilio. Pero si queremos describir
nuestra percepción de la silla, tendremos que ir con tiento y por panes: primero, su forma, luego su
color y así sucesivamente hasta llegar al significado. En el curso del proceso descriptivo se ha ido perdiendo
poco a poco la totalidad del objeto. Al principio la silla sólo fue forma, más tarde cierta clase de madera y
finalmente puro significado abstracto: la silla es un objeto que sirve para sentarse. En el poema la silla es
una presencia instantánea y total, que hiere de golpe nuestra atención. El poeta no describe la silla: nos la
pone enfrente. Como en el momento de la percepción, la silla se nos da con todas sus contrarias cualidades
y, en la cúspide, el significado. Así, la imagen reproduce el momento de la percepción y constriñe al lector a
suscitar dentro de sí al objeto un día percibido. El verso, la frase—ritmo, evoca, resucita, despierta, recrea.
O como decía Machado: no representa, sino presenta. Recrea, revive nuestra experiencia de lo real. No
vale la pena señalar que esas resurrecciones no son sólo las de nuestra experiencia cotidiana, sino las de
nuestra vida más oscura y remota. El poema nos hace recordar lo que hemos olvidado: lo que somos realmente.
La silla es muchas cosas a la vez: sirve para sentarse, pero también puede tener otros usos. Y otro
tanto ocurre con las palabras. Apenas reconquistan su plenitud, readquieren sus perdidos significados y
valores. La ambigüedad de la imagen no es distinta a la de la realidad, tal como la aprehendemos en el
momento de la percepción: inmediata, contradictoria, plural y, no obstante, dueña de un recóndito sentido.
Por obra de la imagen se produce la instantánea reconciliación entre el nombre y el objeto, entre la representación
y la realidad. Por tanto, el acuerdo entre el sujeto y el objeto se da con cierta plenitud. Ese acuerdo
sería imposible si el poeta no usase del lenguaje y si ese lenguaje, por virtud de la imagen, no recobrase
su riqueza original. Mas esta vuelta de las palabras a su naturaleza primera —es decir, a su pluralidad de
significados— no es sino el primer acto de la operación poética. Aún no hemos asido del todo el sentido de
la imagen poética.
Toda frase posee una referencia a otra, es susceptible de ser explicada por otra. Gracias a la movilidad
de los signos, las palabras pueden ser explicadas por las palabras. Cuando tropezamos con una sentencia
oscura decimos: «Lo que quieren decir estas palabras es esto o aquello». Y para decir «esto o aquello
» recurrimos a otras palabras. Toda frase quiere decir algo que puede ser dicho o explicado por otra frase.
En consecuencia, el sentido o significado es un querer decir. O sea: un decir que puede decirse de otra
manera. El sentido de la imagen, por el contrario, es la imagen misma: no se puede decir con otras palabras.
La imagen se explica a sí misma. Nada, excepto ella, puede decir lo que quiere decir. Sentido e imagen
son la misma cosa. Un poema no tiene más sentido que sus imágenes. Al ver la silla, aprehendemos
instantáneamente su sentido: sin necesidad de acudir a la palabra, nos sentamos en ella. Lo mismo ocurre
con el poema: sus imágenes no nos llevan a otra cosa, como ocurre con la prosa, sino que nos enfrentan a
una realidad concreta. Cuando el poeta dice de los labios de su amada: «pronuncian con desdén sonoro
hielo», no hace un símbolo de la blancura o del orgullo. Nos enfrenta a un hecho sin recurso a la demostración:
dientes, palabras, hielos, labios, realidades dispares, se presentan de un solo golpe ante nuestros
ojos. Goya no nos describe los horrores de la guerra: nos ofrece, sin más, la imagen de la guerra. Sobran
los comentarios, las referencias y las explicaciones. El poeta no quiere decir: dice. Oraciones y frases son
medios. La imagen no es medio; sustentada en sí misma, ella es su sentido. En ella acaba y en ella empieza.
El sentido del poema es el poema mismo. Las imágenes son irreductibles a cualquier explicación e interpretación.
Así pues, las palabras —que habían recobrado su original ambigüedad— sufren ahora otra
desconcertante y más radical transformación. ¿En qué consiste?
Derivadas de la naturaleza significante del lenguaje, dos atributos distinguen a las palabras: primero,
su movilidad o intercanjeabilidad; segundo, por virtud de su movilidad, el poder una palabra ser explicada
por otra. Podemos decir de muchas maneras la idea más simple. O cambiar las palabras de un texto o de
una frase sin alterar gravemente el sentido. O explicar una sentencia por otra. Nada de esto es posible con
la imagen. Hay muchas maneras de decir la misma cosa en prosa; sólo hay una en poesía. No es lo mismo
decir «de desnuda que está brilla la estrella» que «la estrella brilla porque está desnuda». El sentido se ha
degradado en la segunda versión: de afirmación se ha convertido en rastrera explicación. La corriente poética ha sufrido una baja de tensión. La imagen hace perder a las palabras su movilidad e intercanjeabilidad.
Los vocablos se vuelven insustituibles, irreparables. Han dejado de ser instrumentos. El lenguaje cesa de
ser un útil. El regreso del lenguaje a su naturaleza original, que parecía ser el fin último de la imagen, no es
así sino el paso preliminar para una operación aún más radical: el lenguaje, tocado por la poesía, cesa de
pronto de ser lenguaje. O sea: conjunto de signos móviles y significantes. El poema trasciende el lenguaje.
Queda ahora explicado lo que dije al comenzar este libro: el poema es lenguaje —y lenguaje antes de ser
sometido a la mutilación de la prosa o la conversación—, pero es algo más también. Y ese algo más es
inexplicable por el lenguaje, aunque sólo puede ser alcanzado por él. Nacido de la palabra, el poema desemboca en algo que la traspasa.
La experiencia poética es irreductible a la palabra y, no obstante, sólo la palabra la expresa. La imagen
reconcilia a los contrarios, mas esta reconciliación no puede ser explicada por las palabras —excepto
por las de la imagen, que han cesado ya de serlo. Así, la imagen es un recurso desesperado contra el silencio
que nos invade cada vez que intentamos expresar la terrible experiencia de lo que nos rodea y de nosotros
mismos. El poema es lenguaje en tensión: en extremo de ser y en ser hasta el extremo. Extremos de la
palabra y palabras extremas, vueltas sobre sus propias entrañas, mostrando el reverso del habla: el silencio
y la no significación. Más acá de la imagen, yace el mundo del idioma, de las explicaciones y de la historia.
Más allá, se abren las puertas de lo real: significación y no—significación se vuelven términos equivalentes.
Tal es el sentido último de la imagen: ella misma.
Cierto, no en todas las imágenes los opuestos se reconcilian sin destruirse. Algunas descubren semejanzas
entre los términos o elementos de que está hecha la realidad: son las comparaciones, según las
definió Aristóteles. Otras acercan «realidades contrarias» y producen así una «nueva realidad», como dice
Reverdy. Otras provocan una contradicción insuperable o un sinsentido absoluto, que delata el carácter
irrisorio del mundo, del lenguaje o del hombre (a esta clase pertenecen los disparos del humor y, ya fuera
del ámbito de la poesía, los chistes). Otras nos revelan la pluralidad e interdependencia de lo real. Hay, en
fin, imágenes que realizan lo que parece ser una imposibilidad lógica tanto como lingüística: las nupcias de
los contrarios. En todas ellas —apenas visible o realizado del todo— se observa el mismo proceso: la pluralidad de lo real se manifiesta o expresa como unidad última, sin que cada elemento pierda su singularidad esencial. Las plumas son piedras, sin dejar de ser plumas. El lenguaje, vuelto sobre sí mismo, dice lo que por naturaleza parecía escapársele. El decir poético dice lo indecible.

VERSO Y PROSA por OCTAVIO PAZ


El ritmo no solamente es el elemento más antiguo y permanente del lenguaje, sino que no es difícil
que sea anterior al habla misma. En cierto sentido puede decirse que el lenguaje nace del ritmo; o, al menos,
que todo ritmo implica o prefigura un lenguaje. Así, todas las expresiones verbales son ritmo, sin excluir
las formas más abstractas o didácticas de la prosa. ¿Cómo distinguir, entonces, prosa y poema? De este
modo: el ritmo se da espontáneamente en toda forma verbal, pero sólo en el poema se manifiesta plenamente.
Sin ritmo, no hay poema; sólo con él, no hay prosa. El ritmo es condición del poema, en tanto que es
inesencial para la prosa. Por la violencia de la razón las palabras se desprenden del ritmo; esa violencia
racional sostiene en vilo la prosa, impidiéndole caer en la corriente del habla en donde no rigen las leyes del
discurso sino las de atracción y repulsión. Mas este desarraigo nunca es total, porque entonces el lenguaje
se extinguiría. Y con él, el pensamiento mismo. El lenguaje, por propia inclinación, tiende a ser ritmo. Como
si obedeciesen a una misteriosa ley de gravedad, las palabras vuelven a la poesía espontáneamente. En el
fondo de toda prosa circula, más o menos adelgazada por las exigencias del discurso, la invisible corriente
rítmica. Y el pensamiento, en la medida en que es lenguaje, sufre la misma fascinación. Dejar al pensamiento
en libertad, divagar, es regresar al ritmo; las razones se transforman en correspondencias, los silogismos
en analogías y la marcha intelectual en fluir de imágenes. Pero el prosista busca la coherencia y la claridad
conceptual. Por eso se resiste a la corriente rítmica que, fatalmente, tiende a manifestarse en imágenes y
no en conceptos.
La prosa es un género tardío, hijo de la desconfianza del pensamiento ante las tendencias naturales
del idioma. La poesía pertenece a todas las épocas: es la forma natural de expresión de los hombres. No
hay pueblos sin poesía; los hay sin prosa. Por tanto, puede decirse que la prosa no es una forma de expresión
inherente a la sociedad, mientras que es inconcebible la existencia de una sociedad sin canciones,
mitos u otras expresiones poéticas. La poesía ignora el progreso o la evolución, y sus orígenes y su fin se
confunden con los del lenguaje La prosa, qué es primordialmente un instrumento de crítica y análisis, exige
una lenta maduración y sólo se produce tras una larga serie de esfuerzos tendientes a domar al habla. Su
avance se mide por el grado de dominio del pensamiento sobre las palabras. La prosa crece en batalla
permanente contra las inclinaciones naturales del idioma y sus géneros más perfectos son el discurso y la
demostración, en los que el ritmo y su incesante ir y venir ceden el sitio a la marcha del pensamiento.
Mientras el poema se presenta como un orden cerrado, la prosa tiende a manifestarse como una
construcción abierta y lineal. Valéry ha comparado la prosa con la marcha y la poesía con la danza. Relato o
discurso, historia o demostración, la prosa es un desfile, una verdadera teoría de ideas o hechos. La figura
geométrica que simboliza la prosa es la línea: recta, sinuosa, espiral, zigzagueante, mas siempre hacia
adelante y con una meta precisa. De ahí que los arquetipos de la prosa sean el discurso y el relato, la especulación y la historia. El poema, por el contrario, se ofrece como un círculo o una esfera: algo que se cierra sobre sí mismo, universo autosuficiente y en el cual el fin es también un principio que vuelve, se repite y se recrea. Y esta constante repetición y recreación no es sino ritmo, marea que va y viene, cae y se levanta. El carácter artificial de la prosa se comprueba cada vez que el prosista se abandona al fluir del idioma. Apenas vuelve sobre sus pasos, a la manera del poeta o del músico, y se deja seducir por las fuerzas de atracción y repulsión del idioma, viola las leyes del pensamiento racional y penetra en el ámbito de ecos y correspondencias del poema. Esto es lo que ha ocurrido con buena parte de la novela contemporánea. Lo mismo se puede afirmar de ciertas novelas orientales, como Los cuentos de Genji, de la señora Murasaki, o la célebre novela china El sueño del aposento rojo. La primera recuerda a Proust, es decir, al autor que ha llevado más lejos la ambigüedad de la novela, oscilante siempre entre la prosa y el ritmo, el concepto y la imagen;
la segunda es una vasta alegoría a la que difícilmente se puede llamar novela sin que la palabra pierda su
significado habitual. En realidad, las únicas obras orientales que se aproximan a lo que nosotros llamamos
novela son libros que vacilan entre el apólogo, la pornografía y el costumbrismo, como el Chin P'ing Mei.
Sostener que el ritmo es el núcleo del poema no quiere decir que éste sea un conjunto de metros. La
existencia de una prosa cargada de poesía, y la de muchas obras correctamente versificadas y absolutamente
prosaicas, revelan la falsedad de esta identificación. Metro y ritmo no son la misma cosa. Los antiguos
retóricos decían que el ritmo es el padre del metro, Cuando un metro se vacía de contenido y se convierte
en forma inerte, mera cáscara sonora, el ritmo continúa engendrando nuevos metros. El ritmo es inseparable
de la frase; no está hecho de palabras sueltas, ni es sólo medida o cantidad silábica, acentos y
pausas: es imagen y sentido. Ritmo, imagen y sentido se dan simultáneamente en una unidad indivisible y
compacta: la frase poética, el verso. El metro, en cambio, es medida abstracta e independiente de la imagen.
La única exigencia del metro es que cada verso tenga las sílabas y acentos requeridos. Todo se puede
decir en endecasílabos: una fórmula matemática, una receta de cocina, el sitio de Troya y una sucesión de
palabras inconexas. Incluso se puede prescindir de la palabra: basta con una hilera de sílabas o letras. En
sí mismo, el metro es medida desnuda de sentido. En cambio, el ritmo no se da solo nunca; no es medida,
sino contenido cualitativo y concreto. Todo ritmo verbal contiene ya en sí la imagen y constituye, real o potencialmente, una frase poética completa.
El metro nace del ritmo y vuelve a él. Al principio las fronteras entre uno y otro son borrosas. Más tarde
el metro cristaliza en formas fijas. Instante de esplendor, pero también de parálisis. Aislado del flujo y
reflujo del lenguaje, el verso se transforma en medida sonora. Al momento de acuerdo, sucede otro de inmovilidad;
después, sobreviene la discordia y en el seno del poema se entabla una lucha: la medida oprime
la imagen o ésta rompe la cárcel y regresa al habla para recrearse en nuevos ritmos. El metro es medida
que tiende a separarse del lenguaje; el ritmo jamás se separa del habla porque es el habla misma. El metro
es procedimiento, manera; el ritmo, temporalidad concreta. Un endecasílabo de Garcilaso no es idéntico a
uno de Quevedo o Góngora. La medida es la misma pero el ritmo es distinto. La razón de esta singularidad
se encuentra, en castellano, en la existencia de períodos rítmicos en el interior de cada metro, entre la primera sílaba acentuada y antes de la última. El período rítmico forma el núcleo del verso y no obedece a la
regularidad silábica sino al golpe de los acentos y a la combinación de éstos con las cesuras y las sílabas
débiles. Cada período, a su vez, está compuesto por lo menos de dos cláusulas rítmicas, formadas también
por acentos tónicos y cesuras. «La representación formal del verso, dice Tomás Navarro en su tratado de
Métrica española, «resulta de sus componentes métricos y gramaticales; la función del período es esencialmente
rítmica; de su composición y dimensiones depende que el movimiento del verso sea lento o rápido,
grave o leve, sereno o turbado». El ritmo infunde vida al metro y le otorga individualidad.
La distinción entre metro y ritmo prohíbe llamar poemas a un gran número de obras, correctamente
versificadas que, por pura inercia, aparecen como tales en los manuales de literatura» Libros como Los
cantos de Maldoror, Alicia en el país de las maravillas o El jardín de senderos que se bifurcan son poemas.
En ellos la prosa se niega a sí misma; las frases no se suceden obedeciendo al orden conceptual o al del
relato, sino presididas por las leyes de la imagen y el ritmo. Hay un flujo y reflujo de imágenes, acentos y
pausas, señal inequívoca de la poesía. Lo mismo debe decirse del verso libre contemporáneo: los elementos
cuantitativos del metro han cedido el sitio a la unidad rítmica. En ocasiones —por ejemplo, en la poesía
francesa contemporánea— el énfasis se ha trasladado de los elementos sonoros a los visuales. Pero el
ritmo permanece: subsisten las pausas, las aliteraciones, las paronomasias, el choque de sonidos, la marea
verbal. El verso libre es una unidad rítmica. D. H. Lawrence dice que la unidad del verso libre la da la imagen
y no la medida externa. Y cita los versículos de Walt Whitman, que son como la sístole y la diástole de
un pecho poderoso. Y así es: el verso libre es una unidad y casi siempre se pronuncia de una sola vez. Por
eso la imagen moderna se rompe en los metros antiguos: no cabe en la medida tradicional de las catorce u
once sílabas, lo que no ocurría cuando los metros eran la expresión natural del habla. Casi siempre los
versos de Garcilaso, Herrera, fray Luis o cualquier poeta de los siglos XVI y XVII constituyen unidades por sí mismos: cada verso es también una imagen o una frase completa. Había una relación, que ha desaparecido, entre esas formas poéticas y el lenguaje de su tiempo. Lo mismo ocurre con el verso libre contemporáneo:
cada verso es una imagen y no es necesario cortarse el resuello para decirlos. Por eso, muchas veces,
es innecesaria la puntuación. Sobran las comas y los puntos: el poema es un flujo y reflujo rítmico de palabras.
Sin embargo, el creciente predominio de lo intelectual y visual sobre la respiración revela que nuestro
verso libre amenaza en convertirse, como el alejandrino y el endecasílabo, en medida mecánica. Esto es
particularmente cierto para la poesía francesa contemporánea.
Los metros son históricos, mientras que el ritmo se confunde con el lenguaje mismo. No es difícil distinguir
en cada metro los elementos intelectuales y abstractos y los más puramente rítmicos. En las lenguas
modernas los metros están compuestos por un determinado número de sílabas, duración cortada por acentos tónicos y pausas. Los acentos y las pausas constituyen la porción más antigua y puramente rítmica del metro; están cerca aún del golpe del tambor, de la ceremonia ritual y del talón danzante que hiere la tierra.
El acento es danza y rito. Gracias al acento, el metro se pone en pie y es unidad danzante. La medida silábica implica un principio de abstracción, una retórica y una reflexión sobre el lenguaje. Duración puramente lineal, tiende a convertirse en mecánica pura. Los acentos, las pausas, las aliteraciones, los choques o reuniones inesperadas de un sonido con otro, constituyen la porción concreta y permanente del metro. Los lenguajes oscilan entre la prosa y el poema, el ritmo y el discurso. En unos es visible el predominio rítmico; en otros se observa un crecimiento excesivo de los elementos analíticos y discursivos a expensas de los rítmicos e imaginativos. La lucha entre las tendencias naturales del idioma y las exigencias del pensamiento abstracto se expresa en los idiomas modernos de Occidente a través de la dualidad de los metros: en un extremo, versificación silábica, medida fija; en el polo opuesto, el juego libre de los acentos y las pausas.
Lenguas latinas y lenguas germanas. Las nuestras tienden a hacer del ritmo medida fija. No es extraña esta
inclinación, pues son hijas de Roma. La importancia de la versificación silábica revela el imperialismo del
discurso y la gramática. Y este predominio de la medida explica también que las creaciones poéticas modernas
en nuestras lenguas sean, asimismo, rebeliones contra el sistema de versificación silábica. En sus
formas atenuadas la rebelión conserva el metro, pero subraya el valor visual de la imagen o introduce elementos que rompen o alteran la medida: la expresión coloquial, el humor, la frase encabalgada sobre dos
versos, los cambios de acentos y de pausas, etc. En otros casos la revuelta se presenta como un regreso a
las formas populares y espontáneas de la poesía. Y en sus tentativas más extremas prescinde del metro y
escoge como medio de expresión la prosa o el verso libre. Agotados los poderes de convocación y evocación de la rima y el metro tradicionales, el poeta remonta la corriente, en busca del lenguaje original, anterior a la gramática. Y encuentra el núcleo primitivo: el ritmo.
El entusiasmo con que los poetas franceses acogieron el romanticismo alemán debe verse como una
instintiva rebelión contra la versificación silábica y lo que ella significa. En el alemán, como en el inglés, el
es único: «Resuelta en polvo ya, mas siempre hermosa» (Lope de Vega) es un endecasílabo acentuado en la
sexta sílaba, como «Y en uno de mis ojos te llagaste (San Juan cíe la Cruz) y como De ponderosa vana
pesadumbre» (Góngora). Imposible confundirlos: cada uno tiene un ritmo distinto. En suma, habría que
considerar tres realidades: el ritmo del idioma en este o aquel lugar y en determinado momento histórico;
los metros derivados del ritmo del idioma o adaptados de otros sistemas de versificación; y el ritmo de cada
poeta. Este último es el elemento distintivo y lo que separa a la literatura versificada de la poesía propiamente dicha.  Frente al racionalismo del siglo de las luces el romanticismo esgrime una filosofía de la
naturaleza y el hombre fundada en el principio de analogía: «todo —dice Baudelaire en Un Art romantique—
> en lo espiritual como en lo natural, es significativo, recíproco, correspondiente..., todo es jeroglífico... y el
poeta no es sino el traductor, el que descifra...». Versificación rítmica y pensamiento analógico son las dos
caras de una misma medalla. Gracias al ritmo percibimos esta universal correspondencia; mejor dicho, esa
correspondencia no es sino manifestación del ritmo. Volver al ritmo entraña un cambio de actitud ante la
realidad; y a la inversa: adoptar el principio de analogía, significa regresar al ritmo. Al afirmar los poderes de
la versificación acentual frente a los artificios del metro fijo, el poeta romántico proclama el triunfo de la imagen sobre el concepto, y el triunfo de la analogía sobre el pensamiento lógico.
La evolución de la poesía moderna en francés y en inglés es un ejemplo de las relaciones entre ritmo
verbal y creación poética. El francés es una lengua sin acentos tónicos, y los recursos de la pausa y la cesura
los reemplazan. En el inglés, lo que cuenta realmente es el acento. La poesía inglesa tiende a ser puro
ritmo: danza, canción. La francesa: discurso, «meditación poética». En Francia, el ejercicio de la poesía
exige ir contra las tendencias de la lengua. En inglés, abandonarse a la corriente. El primero es el menos
poético de los idiomas modernos, el menos inesperado; el segundo abunda en expresiones extrañas y henchidas de sorpresa verbal. De ahí que la revolución poética moderna tenga sentidos distintos en ambos
idiomas. La riqueza rítmica del inglés da su carácter al teatro isabelino, a la poesía de los «metafísicos» y a
la de los románticos. No obstante, con cierta regularidad de péndulo, surgen reacciones de signo contrario,
períodos en los que la poesía inglesa busca insertarse de nuevo en la tradición latina. Parece ocioso citar
a Milton, Dryden y Pope. Estos nombres evocan un sistema de versificación opuesto a lo que podría llamarse la tradición nativa inglesa: el verso blanco de Milton, más latino que inglés, y el heroic couplet^ medio favorito de Pope. Sobre este último, Dryden decía que it bounds and circumscribes the Fancy. La rima regula a la fantasía, es un dique contra la marea verbal, una canalización del ritmo. La primera mitad de nuestro siglo ha sido también una reacción «latina» en dirección contraria al movimiento del siglo anterior, de Blake al primer Yeats. (Digo «primer» porque este poeta, como Juan Ramón Jiménez, es varios poetas.) La renovación de la poesía inglesa moderna se debe principalmente a dos poetas y a un novelista: Ezra Pound, T.S. Eliot y James Joyce. Aunque sus obras no pueden ser más distintas, una nota común las une: todas ellas
son una reconquista de la herencia europea. Parece innecesario añadir que se trata, sobre todo, de la
herencia latina: poesía provenzal e italiana en Pound; Dante y Baudelaire en Eliot. En Joyce es más decisiva
aún la presencia grecolatina y medieval: no en balde fue un hijo rebelde de la Compañía de Jesús. Para
los tres, la vuelta a la tradición europea se inicia, y culmina, con una revolución verbal. La más radical fue la
de Joyce, creador de un lenguaje que, sin cesar de ser inglés, también es todos los idiomas europeos. Eliot
y Pound usaron primero el verso libre rimado, a la manera de Laforgue; en su segundo momento, regresaron
a metros y estrofas fijos y entonces, según nos cuenta el mismo Pound, el ejemplo de Gautier fue determinante.
Todos estos cambios se fundaron en otro: la substitución del lenguaje «poético» —o sea del
dialecto literario de los poetas de fin de siglo— por el idioma de todos los días. No el estilizado lenguaje
«popular», a la manera de Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, García Lorca o Alberti, al fin de cuentas
no menos artificial que el idioma de la poesía «culta», sino el habla de la ciudad. No la canción tradicional: la
conversación, el lenguaje de las grandes urbes de nuestro siglo. En esto la influencia francesa fue determinante.
Pero las razones que movieron a los poetas ingleses fueron exactamente las contrarias de las que
habían inspirado a sus modelos. La irrupción de expresiones prosaicas en el verso —que se inicia con Victor
Hugo y Baudelaire— y la adopción del verso libre y el poema en prosa, fueron recursos contra la versificación
silábica y contra la poesía concebida como discurso rimado. Contra el metro, contra el lenguaje
analítico: tentativa por volver al ritmo, llave de la analogía o correspondencia universal. En lengua inglesa la
reforma tuvo una significación opuesta: no ceder a la seducción rítmica, mantener viva la conciencia crítica
aun en los momentos de mayor abandono. En uno y otro idioma los poetas buscaron sustituir la falsedad
de la dicción «poética» por la imagen concreta. Pero en tanto que los franceses se rebelaron contra la abstracción
del verso silábico, los poetas de lengua inglesa se rebelan contra la vaguedad de la poesía rítmica,
The Waste Land ha sido juzgado como un poema revolucionario por buena parte de la crítica inglesa y extranjera.
No obstante, sólo a la luz de la tradición del verso inglés puede entenderse cabalmente la significación
de este poema. Su tema no es simplemente la descripción del helado mundo moderno, sino la nostalgia
de un orden universal cuyo modelo es el orden cristiano de Roma. De ahí que su arquetipo poético sea
una obra que es la culminación y la expresión más plena de este mundo: la Divina Comedia. Al orden cristiano —que recoge, transmuta y da un sentido de salvación personal a los viejos ritos de fertilidad de los
paganos— Eliot opone la realidad de la sociedad moderna, tanto en sus brillantes orígenes renacentistas
como en su sórdido y fantasmal desenlace contemporáneo. Así, las citas del poema —sus fuentes espirituales— pueden dividirse en dos porciones. Al mundo de salud personal y cósmica aluden las referencias a Dante, Buda, San Agustín, los Upanishad y los mitos de vegetación. La segunda porción se subdivide, a su
vez, en dos: la primera corresponde al nacimiento de nuestra edad; la segunda, a su presente situación. Por
una parte, fragmentos de Shakespeare, Spenser, Webster, Marvell, en los que se refleja el luminoso nacimiento del mundo moderno; por la otra, Baudelaire, Nerval, el folklore urbano, la lengua coloquial de los
arrabales. La vitalidad de los primeros se revela en los últimos como vida desalmada. La visión de Isabel de
Inglaterra y de Lord Robert en una barca engalanada con velas de seda y gallardetes airosos, como una
ilustración de un cuadro de Hziano o del Veronés, se resuelve en la imagen de la empleada, poseída por un
petimetre un fin de semana.
A esta dualidad espiritual corresponde otra en el lenguaje. Eliot se reconoce deudor de dos corrientes:
los isabelinos y los simbolistas (especialmente Laforgue). Ambas le sirven para expresar la situación del
mundo contemporáneo. En efecto, el hombre moderno empieza a hablar por boca de Harnlet, Próspero y
algunos héroes de Marlowe y Webster. Pero empieza a hablar como un ser sobrehumano y sólo hasta Baudelaire se expresa como un hombre caído y un alma dividida. Lo que hace a Baudelaire un poeta moderno no es tanto la ruptura con el orden cristiano, cuanto la conciencia de esa ruptura. Modernidad es conciencia.
Y conciencia ambigua: negación y nostalgia, prosa y lirismo. El lenguaje de Eliot recoge esta doble herencia:
despojos de palabras, fragmentos de verdades, el esplendor del Renacimiento inglés aliado a la miseria
y aridez de la urbe moderna. Ritmos rotos, mundos de asfalto y ratas atravesado por relámpagos de belleza
caída. En ese reino de hombres huecos, al ritmo sucede la repetición. Las guerras púnicas son también la
primera Guerra Mundial; confundidos, presente y pasado se deslizan hacia un agujero que es una boca que
tritura: la historia. Más tarde, esos mismos hechos y esas mismas gentes reaparecen, desgastadas, sin
perfiles, flotando a la deriva sobre un agua gris. Todos son aquél y aquél es ninguno. Este caos recobra
significación apenas se le enfrenta al universo de salud que representa Dante. La conciencia de la culpa es
asimismo nostalgia, conciencia del exilio. Pero Dante no necesita probar sus afirmaciones y su palabra sostiene sin fatiga, como el tallo a la fruta, el significado espiritual: no hay ruptura entre palabra y sentido; Eliot, en cambio, debe acudir a la cita y al collage. El florentino se apoya en creencias vivas y compartidas; el inglés, como indica el crítico G. Brooks, tiene por tema «la rehabilitación de Un sistema de creencias conocido pero desacreditado». Puede ahora comprenderse en qué sentido el poema de Eliot es asimismo una reforma poética no sin analogías con las de Milton y Pope. Es una restauración, pero es una restauración de algo contra lo que Inglaterra, desde el Renacimiento, se ha rebelado: Roma.
Nostalgia de un orden espiritual, las imágenes y ritmos de The Waste Land niegan el principio de analogía.
Su lugar lo ocupa la asociación de ideas, destructora de la unidad de la conciencia, tía utilización
sistemática de este procedimiento es uno de los aciertos más grandes de Eliot. Desaparecido el mundo de
valores cristianos —cuyo centro es, justamente, la universal analogía o correspondencia entre cielo, tierra e
infierno— no le queda nada al hombre, excepto la asociación fortuita y casual de pensamiento e imágenes.
El mundo moderno ha perdido sentido y el testimonio más crudo de esa ausencia de dirección es el automatismo
de la asociación de ideas, que no está regido por ningún ritmo cósmico o espiritual, sino por el azar.
Todo ese caos de fragmentos y ruinas se presenta como la antítesis de un universo teológico, ordenado
conforme a los valores de la Iglesia romana. El hombre moderno es el personaje de Eliot. Todo es ajeno a él
y él en nada se reconoce. Es la excepción que desmiente todas las analogías y correspondencias. El hombre
no es árbol, ni planta, ni ave. Está solo en medio de la creación. Y cuando toca un cuerpo humano no
roza un cielo, como quería Novalis, sino que penetra en una galería de ecos. Nada menos romántico que
este poema. Nada menos inglés. La contrapartida de The Waste Land es la Comedia, y su antecedente
inmediato, Las flores del mal. ¿Será necesario añadir que el título original del libro de Baudelaire era Limbos, y que The Waste Land representa, dentro del universo de Eliot, según declaración del mismo autor, no
el Infierno sino el Purgatorio?
Pound, il miglior fabbror es el maestro de Eliot y a él se debe el «simultaneísmo» de The Waste Land,
procedimiento del que se usa y abusa en los Cantos. Ante la crisis moderna, ambos poetas vuelven los ojos
hacia el pasado y actualizan la historia: todas las épocas son esta época. Pero Eliot desea efectivamente
regresar y reinstalar a Cristo; Pound se sirve del pasado como otra forma del futuro. Perdido el centro de su
mundo, se lanza a todas las aventuras. A diferencia de Eliot, es un reaccionario, no un conservador. En
verdad, Pound nunca ha dejado de ser norteamericano y es el legítimo descendiente de Whitman, es decir,
es un hijo de la Utopía. Por eso valor y futuro se le vuelven sinónimos: es valioso lo que contiene una garantía de futuro. Vale todo aquella que acaba de nacer y aún brilla con la luz húmeda de lo que está más
allá del presente. El CheKing y los poemas de Arnault, justamente por ser tan antiguos, también son nuevos:
acaban de ser desenterrados, son lo desconocido. Para Pound la historia es marcha, no círculo. Si se
embarca con Odiseo, no es para regresar a Itaca, sino por sed de espacio histórico: para ir hacia allá, siempre más allá, hacia el futuro. La erudición de Pound es un banquete tras de una expedición de conquista; la de Eliot, la búsqueda de una pauta que dé sentido a la historia, fijeza al movimiento. Pound acumula las
citas con un aire heroico de saqueador de tumbas; Eliot las ordena como alguien que recoge reliquias de un
naufragio. La obra del primero es un viaje que acaso no nos lleva a ninguna parte; la de Eliot, una búsqueda
de la casa ancestral.
Pound está enamorado de las grandes civilizaciones clásicas o, más bien, de ciertos momentos que,
no sin arbitrariedad, considera arquetípicos. Los Cantos son una actualización en términos modernos —una
presentación— de épocas, nombres y obras ejemplares. Nuestro mundo flota sin dirección; vivimos bajo el
imperio de la violencia, mentira, agio y chabacanería porque hemos sido amputados del pasado. Pound nos
propone una tradición: Confucio, Malatesta, Adams, Odiseo... La verdad es que nos ofrece tantas y tan
diversas porque él mismo no tiene ninguna. Por eso va de la poesía provenzal a la china, de Sófocles a
Frobenius. Toda su obra es una dramática búsqueda de esa tradición que él y su país han perdido. Pero
esa tradición no estaba en el pasado; la verdadera tradición de los Estados Unidos, según se manifiesta en
Whitman, era el futuro: la libre sociedad de los camaradas, la nueva Jerusalén democrática. Los Estados
Unidos no han perdido ningún pasado; han perdido su futuro. El gran proyecto histórico de los fundadores
de esa nación fue malogrado por los monopolios financieros, el imperialismo, el culto a la acción por la acción, el odio a las ideas. Pound se vuelve hacia la historia e interroga a los libros y a las piedras de las
grandes civilizaciones. Si se extravía en esos inmensos cementerios es porque le hace falta un guía: una
tradición central. La herencia puritana, como lo vio muy bien Eliot, no podía ser un puente: ella misma es
ruptura, disidencia de Occidente.
Ante la desmesura de su patria, Pound busca una medida —sin darse cuenta que él también es desmesurado.
El héroe dé los Cantos no es el ingenioso Ulises, siempre dueño de sí, ni el maestro Kung, que
conoce el secreto de la moderación, sino un ser exaltado, tempestuoso y sarcástico, a un tiempo esteta,
profeta y clown: Pound, el poeta enmascarado, encarnación del antiguo héroe de la tradición romántica. Es
lo contrario de una casualidad que la obra anterior a los Cantos se ampare bajo el título de Personae: la
máscara latina. En ese libro, que contiene algunos de los poemas más hermosos del siglo, Pound es
Bertrán de Born, Propercio, Li Po —sin dejar nunca de ser Ezra Pound. El mismo personaje, cubierto el
rostro por una sucesión no menos prodigiosa de antifaces, atraviesa las páginas confusas y brillantes, lirismo
transparente y galimatías, de los Cantos. Esta obra, como visión del mundo y de la historia, carece de
centro de gravedad; pero su personaje es una figura grave y central. Es real aunque se mueva en un escenario irreal. El tema de los Cantos no es la ciudad ni la salud colectiva sino la antigua historia de la pasión, condenación y transfiguración del poeta solitario. Es el último gran poema romántico de la lengua inglesa y, tal vez, de Occidente. La poesía de Pound no está en la línea de Hornero, Virgilio, Dante y Goethe; tal vez tampoco en la de Propercio, Quevedo y Baudelaire. Es poesía extraña, discordante y entrañable a un tiempo, como la de los grandes nombres de la tradición inglesa y yanqui. Para nosotros, latinos, leer a Pound es tan sorprendente y estimulante como habrá sido para él leer a Lope de Vega o a Ronsard.
Los sajones son los disidentes de Occidente y sus creaciones más significativas son excéntricas con
respecto a la tradición central de nuestra civilización, que es latino—germánica. A diferencia de Pound y de
Eliot —disidentes de la disidencia, heterodoxos en busca de una imposible ortodoxia mediterránea— Yeats
nunca se rebeló contra su tradición. La influencia de pensamientos y poéticas extrañas e inusitadas no contradice
sino subraya, su esencial romanticismo. Mitología irlandesa, ocultismo hindú y simbolismo francés
son influencias de tonalidades e intenciones semejantes. Todas estas corrientes afirman la identidad última
entre el hombre y la naturaleza; todas ellas se reclaman herederas de una tradición y un saber perdidos,
anteriores a Cristo y a Roma; en todas ellas, en fin, se refleja un mismo ciclo poblado de signos que sólo el
poeta puede leer. La analogía es el lenguaje del poeta. Analogía es ritmo. Yeats continúa la línea de Blake.
Eliot marca el otro tiempo del compás. En el primero triunfan los valores rítmicos; en el segundo, los conceptuales. Uno inventa o resucita mitos, el poeta en el sentido original de la palabra. El otro se sirve de los antiguos
mitos para revelar la condición del hombre moderno.
Concluyo: la reforma poética de Pound, Eliot, Wallace Stevens, Cummings y Marienne Moore puede
verse como una relatinización de la poesía de lengua inglesa. Es revelador que todos estos poetas fuesen
oriundos de los Estados Unidos. El mismo fenómeno se produjo, un poco antes, en América Latina: a semejanza de los poetas yanquis, que le recordaron a la poesía inglesa su origen europeo, los «modernistas»
hispanoamericanos reanudaron la tradición europea de la poesía de lengua española, que había sido rota u
olvidada en España. La mayoría de los poetas angloamericanos intentó trascender la oposición entre versificación acentual y regularidad métrica, ritmo y discurso, analogía y análisis, sea por la creación de un lenguaje poético cosmopolita (Pound, Eliot, Stevens) o por la americanización de la vanguardia europea (cummings y William Carlos Williams). Los primeros buscaron en la tradición europea un clasicismo; los segundos, una antitradición. William Carlos Williams se propuso reconquistar el American idiom, ese mito que desde la época de Whitman reaparece una y otra vez en la literatura angloamericana. Si la poesía de Williams es, en cierto modo, una vuelta a Whitman, hay que agregar que se trata de un Whitman visto con los ojos de la vanguardia europea. Lo mismo debe decirse de los poetas que, en los últimos quince o veinte
años, han seguido el camino de Williams. Este episodio paradójico es ejemplar: los poetas europeos, en
especial los franceses, vieron en Whitman —en su verso libre tanto como en su exaltación del cuerpo— un
profeta y un modelo de su rebelión contra el verso silábico regular; hoy, los jóvenes poetas ingleses y angloamericanos buscan en la vanguardia francesa (surrealismo y Dada) y en menor grado en otras tendencias —en el expresionismo alemán, el futurismo ruso y en algunos poetas de América Latina y España— aquello mismo que los europeos buscaron en Whitman. En el otro extremo de la poesía contemporánea
angloamericana, W. H. Auden, John Berryman y Robert Lowell también miran hacia Europa pero lo que
buscan en ella, ya que no una imposible reconciliación, es un origen. El origen de una norma que, según
ellos, la misma Europa ha perdido.
Después de lo dicho apenas si es necesario extenderse en la evolución de la poesía francesa moderna.
Bastará con mencionar algunos episodios característicos. En primer término, la presencia del romanticismo
alemán, más como una levadura que como influencia textual» Aunque muchas de las ideas de Baudelaire
y de los simbolistas se encuentra en Novalis y en otros poetas y filósofos alemanes, no se trata de
un préstamo sino de un estímulo. Alemania fue una atmósfera espiritual. En algunos casos, sin embargo,
hubo trasplante. Nerval no sólo tradujo e imitó a Goethe ya varios románticos menores; una de las Quimeras
(Deifica) está inspirada directamente en Mignon: Kennst du das Land, wo die Zitronen blühn... La canción
lírica de Goethe se transforma en un soneto hermético que es un verdadero templo (en el sentido de
Nerval: sitio de iniciación y consagración). La contribución inglesa también fue esencial. Los alemanes ofrecieron
a Francia una visión del mundo y una filosofía simbólica; los ingleses, un mito: la figura del poeta
como un desterrado, en lucha contra los hombres y los astros. Más tarde Baudelaire descubriría a Poe. Un
descubrimiento que fue una recreación. La desdicha funda una estética en la que la excepción, la belleza
irregular, es la verdadera regla. El extraño poeta Baudelaire—Poe mina así las bases éticas y metafísicas
del clasicismo. En cambio, excepto como ruinas ilustres o paisajes pintorescos, Italia y España desaparecen.
La influencia de España, determinante en los siglos XVI y XVII, es inexistente en el XIX: Lautréamont
cita de paso, en Poésies, a Zorrilla (¿lo leyó?) y Hugo proclama su amor por nuestro Romancero. No deja
de ser notable esta indiferencia, si se piensa que la literatura española —especialmente Calderón— impresionó profundamente a los románticos alemanes e ingleses. Sospecho que la razón de estas actitudes divergentes es la siguiente: mientras alemanes e ingleses ven en los barrocos españoles una justificación de
su propia singularidad, los poetas franceses buscan algo que no podía darles España sino Alemania: un
principio poético contrario a su tradición.
El contagio alemán, con su énfasis en la correspondencia entre sueño y realidad y su insistencia en
ver a la naturaleza como un libro de símbolos, no podía circunscribirse a la esfera de las ideas. Si el verbo
es el doble del cosmos, el campo de la experiencia espiritual es el lenguaje. Hugo es el primero que ataca a
la prosodia. Al hacer más flexible el alejandrino, prepara la llegada del verso libre. Sin embargo, debido a la
naturaleza de la lengua, la reforma poética no podía consistir en un cambio del sistema de versificación. Ese
cambio, por lo demás, era y es imposible. Se pueden multiplicar las cesuras en el interior del verso y practicar el enjambement: siempre faltarán los apoyos rítmicos de la versificación acentual. El verso libre francés se distingue del de los otros idiomas en ser combinación de distintas medidas silábicas y no de unidades rítmicas diferentes. Por eso Claudel acude a la asonancia y SaintJohn Perse a la rima interior y a la aliteración.
De ahí que la reforma haya consistido en la intercomunicación entre prosa y verso. La poesía francesa
moderna nace con la prosa romántica y sus precursores son Rousseau y Chateaubriand. La prosa deja de
ser la servidora de la razón y se vuelve el confidente de la sensibilidad. Su ritmo obedece a las efusiones
del corazón y a los saltos de la fantasía. Pronto se convierte en poema. La analogía rige el universo de Aurelia; y los ensayos de Aloysius Bertrand y de Baudelaire desembocan en la vertiginosa sucesión de visiones de Las iluminaciones. La imagen hace saltar a la prosa como descripción o relato. Lautréamont consuma la ruina del discurso y la demostración. Nunca ha sido tan completa la venganza de la poesía. El camino quedaba abierto para libros como Nadja, Le Paysan de Parisy Un Certain Plume... El verso se beneficia de otra manera. El primero que acepta elementos prosaicos es Hugo; después, con mayor lucidez y sentido, Baudelaire. No se trataba de una reforma rítmica sino de la inserción de un cuerpo extraño —humor, ironía, pausa reflexiva— destinado a interrumpir el trote de las sílabas. La aparición del prosaísmo es un alto, una cesura mental; suspensión del ánimo, su función es provocar una irregularidad. Estética de la pasión, filosofía de la excepción. El paso siguiente fue la poesía popular y, sobre todo, el verso libre. Sólo que, por lo dicho más arriba, las posibilidades del verso libre eran limitadas; Eliot observa que en manos de Laforgue no era sino una contracción o distorsión del alejandrino tradicional. Por un momento pareció que no se podía ir más allá del poema en prosa y del verso libre. El proceso había llegado a su término. Pero en 1897, un año antes de su muerte, Mallarmé publica en una revista Un Coup de des jamáis nyabolirá le hasard.
Lo primero que sorprende es la disposición tipográfica del poema. Impresas en caracteres de diversos
tamaños y espesores —versales, negrillas, bastardillas— las palabras se reúnen o dispersan de una
manera que dista de ser arbitraria pero que no es la habitual ni de la prosa ni de la poesía. Sensación de
encontrarse ante un cartel o aviso de propaganda. Mallarmé compara esta distribución a una partitura; la
différence de caracteres d'imprimerie... dicte son importance a Vemission órale. Al mismo tiempo, advierte
que no se trata propiamente de versos —traits sonores réguliers— sino de subdivisions prísmatiques de
Vldée. Música para el entendimiento y no para la oreja; pero un entendimiento que oye y ve con los sentidos
interiores. La Idea no es un objeto de la razón sino una realidad que el poema nos revela en una serie de
formas fugaces, es decir, en un orden temporal. La Idea, igual a sí misma siempre, no puede ser contemplada en su totalidad porque el hombre es tiempo, perpetuo movimiento: lo que vernos y oímos son las «subdivisiones» de la Idea a través del prisma del poema. Nuestra aprehensión es parcial y sucesiva.
Además, es simultánea: visual (imágenes suscitadas por el texto), sonora (tipografía: recitación mental) y
espiritual (significados intuitivos, conceptuales y emotivos). Más adelante, en la misma nota que precede al
poema, el poeta nos confía que no fue extranjera a su inspiración la música escuchada en el concierto. Y
para hacer más completa su afirmación, agrega que su texto inaugura un género que será al antiguo verso
lo que la sinfonía es a la música vocal. La nueva forma, insinúa, podrá servir para los temas de imaginación
pura y para los del intelecto, mientras que el verso tradicional seguirá siendo el dominio de la pasión y de la
fantasía. Por último, nos entrega una observación capital: su poema es una tentativa de reunión de poursmtes
particuliéres et chéres a notre temps, le vers libre et le poéme en prose.
Aunque la influencia de Mallarmé ha sido central en la historia de la poesía moderna, dentro y fuera
de Francia, no creo que hayan sido exploradas enteramente todas las vías que abre a la poesía este texto.
Tal vez en esta segunda mitad del siglo, gracias a la invención de instrumentos cada vez más perfectos de
reproducción sonora de la palabra, la forma poética iniciada por Mallarmé se desplegará en toda su riqueza.
La poesía occidental nació aliada a la música; después, las dos artes se separaron y cada vez que se ha
intentado reunirías el resultado ha sido la querella o la absorción de la palabra por el sonido. Así, no pienso
en una alianza entre ambas. La poesía tiene su propia música: la palabra. Y esta música, según lo muestra
Mallarmé, es más vasta que la del verso y la prosa tradicionales. De una manera un poco sumaría, pero que
es testimonio de su lucidez, Apollinaire afirma que los días del libro están contados: la typographie termine
brillamment la carriére, a ¡'aurore des moyens noveaux de reproduction que sont le cinema et le phonographe.
No creo en el fin de la escritura; creo que cada vez más el poema tenderá a ser una partitura. La poesía
volverá a ser palabra dicha.
Un Coup de des cierra un período, el de la poesía propiamente simbolista, y abre otro: el de la poesía
contemporánea. Dos vías parten de Un Coup de des: una va de Apollinaire a los surrealistas; otra de Claudel a SaintJohn Perse. El ciclo aún no se cierra y de una manera u otra la poesía de Rene Char, Francis
Ponge e Yves Bonnefoy se alimenta de la tensión, unión y separación, entre prosa y verso, reflexión y canto.
A pesar de su pobreza rítmica, gracias a Mallarmé la lengua francesa ha desplegado en este medio siglo
las posibilidades que contenía virtualmente el romanticismo alemán. Al mismo tiempo, por camino distinto al
de la poesía inglesa, pero con intensidad semejante, es palabra que reflexiona sobre sí misma, conciencia
de su canto. En fin, la poesía francesa ha destruido la ilusoria arquitectura de la prosa y nos ha mostrado
que la sintaxis se apoya en un abismo. Devastación de lo que tradicionalmente se llama «espíritu francés»:
análisis, discurso, meditación moral, ironía, psicología y todo lo demás. La rebelión poética más profunda
del siglo se operó ahí donde el espíritu discursivo se había apoderado casi totalmente de la lengua, al grado
que parecía desprovista de poderes rítmicos. En el centro de un pueblo razonador brotó un bosque de imágenes, una nueva orden de caballería, armada de punta en blanco con armas envenenadas. A cien años de distancia del romanticismo alemán, la poesía volvió a combatir en las mismas fronteras. Y esa rebelión fue
primordialmente rebelión contra el verso francés: contra la versificación silábica y el discurso poético.
El verso español combina de una manera más completa que el francés y el inglés la versificación
acentual y la silábica. Se muestra así equidistante de los extremos de estos idiomas. Pedro Henríquez Ureña
divide al verso español en dos grandes corrientes: la versificación regular —fundada en esquemas métricos
y estróficos fijos, en los que cada verso está compuesto por un número determinado de sílabas— y la
versificación irregular, en la que no importa tanto la medida como el golpe rítmico de los acentos. Ahora
bien, los acentos tónicos son decisivos aun en el caso de la más pura versificación silábica y sin ellos no
hay verso en español. La libertad rítmica se ensancha en virtud de que los metros españoles en realidad no
exigen acentuación fija; incluso el más estricto, el endecasílabo, consiente una gran variedad de golpes
rítmicos: en las sílabas cuarta y octava; en la sexta; en la cuarta y la séptima; en la cuarta; en la quinta.
Agréguese el valor silábico variable de esdrújulos y agudos, la disolución de los diptongos, las sinalefas y
demás recursos que permiten modificar la cuenta de las sílabas. En verdad, no se trata propiamente de dos
sistemas independientes, sino de una sola corriente en la que se combaten y separan, se alternan y funden,
las versificaciones silábica y acentual.
La lucha que entablan en la entraña del español la versificación regular y la rítmica no se expresa
como oposición entre la imagen y el concepto. Entre nosotros la dualidad se muestra como tendencia a la
historia e inclinación por el canto. El verso español, cualquiera que sea su longitud, consiste en una combinació de acentos —pasos de danza— y medida silábica. Es una unidad en la que se abrazan dos contrarios:
uno que es danza y otro que es relato lineal, marcha en el sentido militar de la palabra. Nuestro verso
tradicional, el octosílabo, es un verso a caballo, hecho para trotar y pelear, pero también para bailar. La
misma dualidad se observa en los metros mayores, endecasílabos y alejandrinos, que han servido a Berceo
y Ercilla para narrar y a San Juan y Darío para cantar. Nuestros metros oscilan entre la danza y el galope y
nuestra poesía se mueve entre dos polos: el Romancero y el Cántico espiritual. El verso español posee una
natural facilidad para contar sucesos heroicos y cotidianos, con objetividad, precisión y sobriedad. Cuando
se dice que ^ rasgo que distingue a nuestra poesía épica es el realismo, ¿se advierte que este realismo
ingenuo y, por tanto, de naturaleza muy diversa al moderno, —siempre intelectual e ideológico, coincide con
el carácter del ritmo español? Versos viriles, octosílabos y alejandrinos, muestran una irresistible vocación
por la crónica y el relato. El romance nos lleva siempre a relatar. En pleno apogeo de la llamada «poesía
pura», arrastrado por el ritmo del octosílabo, García Lorca vuelve a la anécdota y no teme incurrir en el
pormenor descriptivo. Esos episodios y esas imágenes perderían su valor en combinaciones métricas más
irregulares. Alfonso Reyes, al traducir la litada, no tiene más remedio que regresar al alejandrino. En cambio,
nuestros poetas fracasan cuando intentan el relato en versos libres, según se ve en los largos y desencuadernados pasajes del Canto general, de Pablo Neruda. (En otros casos acierta plenamente, como en Alturas de Machu Picchu; mas ese poema no es descripción ni relato, sino canto.) Darío fracasó también
cuando quiso crear una suerte de hexámetro para sus tentativas épicas. No deja de ser extraña esta modalidad si se piensa que nuestra poesía épica medieval es irregular y que la versificación silábica se inicia en la lírica, en el siglo XV. Sea como sea, los acentos tónicos expresan nuestro amor por el garbo, el donaire y, más profundamente, por el furor danzante. Los acentos españoles nos llevan a concebir al hombre como un ser extremoso y, al mismo tiempo, como el sitio de encuentro de los mundos inferiores y superiores. Agudos, graves, esdrújulos, sobresdrújulos —golpes sobre el cuero del tambor, palmas, ayes, clarines: la poesía de lengua española es jarana y danza fúnebre, baile erótico y vuelo místico. Casi todos nuestros poemas, sin excluir a los místicos, se pueden cantar y bailar, como dicen que bailaban los suyos los filósofos presocráticos.
Esta dualidad explica la antítesis y contrastes en que abunda nuestra poesía. Si el barroquismo es
juego dinámico, claroscuro, oposición violenta entre esto y aquello, nosotros somos barrocos por fatalidad
del idioma. En la lengua misma ya están, en germen, todos nuestros contrastes, el realismo de los místicos
y el misticismo de los picaros. Pero ya es cansancio aludir a esas dos venas, gemelas y contrarias, de nuestra
tradición. ¿Y qué decir de Góngora? Poeta visual, no hay nada más plástico que sus imágenes; y, simultáneamente, nada menos hecho para los ojos: hay luces que ciegan. Esta doble tendencia combate sin
cesar en cada poema e impulsa al poeta a jugarse el todo por el todo del poema en una imagen cerrada
como un puño. De ahí la tensión, el carácter rotundo, la valentía de nuestros clásicos. De ahí, también, las
caídas en lo prolijo, el efectismo, la tiesura y ese constante perderse en los corredores del castillo de sal si
puedes de lo ingenioso. Pero a veces la lucha cesa y brotan versos transparentes en que todo pacta y se
acompasa un no sé qué que quedan balbuciendo
Corrientes aguas, puras, cristalinas, árboles que os estáis mirando en ellas...
Milagrosa combinación de acentos y claras consonantes y vocales. El idioma se viste «de hermosura
y luz no usada». Todo se transfigura, todo se desliza, danza o vuela, movido por unos cuantos acentos. El
verso español lleva espuelas en los viejos zapatos, pero también alas. Y es tal el poder expresivo del ritmo
que a veces basta con los puros elementos sonoros para que la iluminación poética se produzca, como en
el obsesionante y tan citado de San Juan de la Cruz. El éxtasis no se manifiesta como imagen, ni como idea
o concepto. Es, verdaderamente, lo inefable expresándose inefablemente. El idioma ha llegado, sin esfuerzo,
a su extrema tensión. El verso dice lo indecible. Es un tartamudeo que lo dice todo sin decir nada, ardiente
repetición de un pobre sonido: ritmo puro. Compárese este verso con uno de Eliot, en The Waste
Land y que pretende expresar el mismo arrobo, a un tiempo henchido y vacío de palabras: el poeta inglés
acude a una cita en lengua sánscrita. Lo sagrado —o, al menos, una cierta familiaridad con lo divino, entrañable y fulminante al mismo tiempo— parece encarnar en nuestra lengua con mayor naturalidad que en
otras. Y del mismo modo: Augurios de inocencia, de Blake, dice cosas que jamás se han dicho en español
y que, acaso, jamás se dirán.
La prosa sufre más que el verso de esta continua tensión. Y es comprensible: la lucha se resuelve»
en el poema, con el triunfo de la imagen, que abraza los contrarios sin aniquilarlos. El concepto en cambio,
tiene que forcejear entre dos fuerzas enemigas, Por eso la prosa española triunfa en él relato y prefiere la
descripción al razonamiento. alarga entre comas y paréntesis; si la cortamos con puntos, el párrafo se
convierte en una sucesión de disparos, un jadeo de afirmaciones entrecortadas y los trozos de la serpiente
saltan en todas direcciones. En ocasiones, para que la marcha no resulte monótona, recurrimos a las imágenes.
Entonces el discurso vacila y las palabras se echan a bailar. Rozamos las fronteras de lo poético o,
con más frecuencia, de la oratoria. Sólo la vuelta a lo concreto, a lo palpable con los ojos del cuerpo y del
alma, devuelve su equilibrio a la prosa. Novelistas, cronistas, teólogos o místicos, todos los grandes prosistas españoles relatan, cuentan, describen, abandonan las ideas por las imágenes, esculpen los conceptos.
Inclusive un filósofo como Ortega y Gasset ha creado una prosa que no se rehúsa a la plasticidad de la
imagen. Prosa solar, las ideas desfilan bajo una luz de mediodía, cuerpos hermosos en un aire transparente
y resonante, aire de alta meseta hecha para los ojos y la escultura. Nunca las ideas se habían movido con
mayor donaire: «hay estilos de pensar que son estilos de danzar». La naturaleza del idioma favorece el
nacimiento de talentos extremados, solitarios y excéntricos. Al revés de lo que pasa en Francia, entre nosotros la mayoría escribe mal y canta bien. Aun entre los grandes escritores, las fronteras entre prosa y poesía son indecisas. En español hay una prosa en el sentido artístico del vocablo, es decir, en el sentido en que el prosista ValleInclán es un gran poeta, pero no la hay en el sentido recto de la palabra: discurso, teoría intelectual.
Cada vez que surge un gran prosista, nace de nuevo el lenguaje. Con él empieza una nueva tradición.
Así, la prosa tiende a confundirse con la poesía, a ser ella misma poesía. El poema, por el contrario,
no puede apoyarse en la prosa española. Situación única en la época moderna. La poesía europea contemporánea es inconcebible sin los estudios críticos que la preceden, acompañan y prolongan. Una excepción sería la de Antonio Machado. Pero hay una ruptura entre su poética —al menos entre lo que considero el centro de su pensamiento— y su poesía. Ante el simbolismo de los poetas «modernistas» y ante las imágenes de la vanguardia, Machado mostró la misma reticencia; y frente a las experiencias de este último movimiento sus juicios fueron severos e incomprensivos. Su oposición a estas tendencias lo hizo regresar a las formas de la canción tradicional. En cambio, sus reflexiones sobre la poesía son plenamente modernas y aun se adelantan a su tiempo. Al prosista, no al poeta, debemos esta intuición capital: la poesía, si es algo, es revelación de la «esencial heterogeneidad del ser», erotismo, «otredad». Sería vano buscar en sus poemas la revelación de esa «otredad» o la visión de nuestra extrañeza. Su descubrimiento aparece en su obra poética como idea, no como realidad, quiero decir: no se tradujo en la creación de un lenguaje que encarnase nuestra «otredad». Así, no tuvo consecuencias en su poesía.
Durante muchos años el prestigio de la preceptiva neoclásica impidió una justa apreciación de nuestra
poesía medieval. La versificación irregular parecía titubeo e incertidumbre de aprendices. La presencia
de metros de distintas longitudes en nuestros cantares épicos era fruto de la torpeza del poeta, aunque los
entendidos advertían cierta tendencia a la regularidad métrica. Sospecho que esa tendencia «a la regularidad
» es una invención moderna. Ni el poeta ni los oyentes oían las «irregularidades» métricas y sí eran muy
sensibles a su profunda unidad rítmica e imaginativa. No creo, además, que sepamos cómo se decían esos
versos. Se olvida con frecuencia que no solamente pensamos y vivimos de una manera distinta a la de
nuestros antepasados, sino que también oímos y vemos de otro modo. Hacia el fin del medievo se inicia el
apogeo de la versificación regular. Pero la adopción de los metros regulares no hizo desaparecer la versificación acentual porque, como ya se ha dicho, no se trata de sistemas distintos sino de dos tendencias en el seno de una misma corriente. Desde el triunfo de la versificación italiana, en el siglo XVI, solamente en dos períodos la balanza se ha inclinado hacia la versificación amétrica: en el romántico y en el moderno. En el primero, con timidez; en el segundo, abiertamente. El período moderno se divide en dos momentos: el «modernista », apogeo de las influencias parnasianas y simbolistas de Francia, y el contemporáneo. En ambos,los poetas hispanoamericanos fueron los iniciadores de la reforma; y en las dos ocasiones la crítica peninsular denunció el «galicismo mental» de los hispanoamericanos —para más tarde reconocer que esas importaciones e innovaciones eran también, y sobre todo, un redescubrimiento de los poderes verbales del
castellano.
El movimiento «modernista» se inicia hacia 1885 y se extingue, en América, en los años de la primera
Guerra Mundial. En España principia y termina más tarde. La influencia francesa fue predominante. Influyeron también, en menor grado, dos poetas norteamericanos (Poe y Whitman) y un portugués (Eugenio de Castro). Hugo y Verlaine, especialmente el segundo, fueron los dioses mayores de Rubén Darío. Tuvo
otros. En su libro Los ratos (1896) ofrece una serie de retratos y estudios de los poetas que admiraba o le
interesaban: Baudelaire, Leconte de Lisie, Moréas, Villiers de l'Isle, Adam, Castro, Poe y el cubano José
Martí, como único escritor dé lengua castellana... Darío habla de Rimbaud, Mallarmé y, novedad mayor, de
Lautréamont. El estudio sobre Ducasse fue tal vez el primero que haya aparecido fuera de Francia; y allá
mismo sólo fue precedido, si no recuerdo mal, por los artículos de Léon Bloy y Rémy de Gourmont. La poética del modernismo, despojada de la hojarasca de la época, oscila entre el ideal escultórico de Gautier y la música simbolista: «Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo —dice Darío— y no hallo sino la palabra que huye... y el cuello del gran cisne blanco que me interroga». La «celeste unidad» del universo está
en el ritmo. En el caracol marino el poeta oye «un profundo oleaje y un misterioso viento: el caracol la forma
tiene de un corazón». El método de asociación poética de los «modernistas», a veces verdadera manía, es
la sinestesia. Correspondencias entre música y colores, ritmo e ideas, mundo de sensaciones que riman
con realidades invisibles. En el centro, la mujer «la rosa sexual (que) al entreabrirse conmueve todo lo que
existe». Oír el ritmo de la creación —pero asimismo verlo y palparlo— para construir un puente entre el
mundo, los sentidos y el alma: misión del poeta.
Nada más natural que el centro de sus preocupaciones fuese la música del verso. La teoría acompañó
a la práctica. Aparte de las numerosas declaraciones de Darío, Díaz Mirón, Valencia y los demás corifeos
del movimiento, dos poetas dedicaron libros enteros al tema: el peruano Manuel González Prada y el
boliviano Ricardo Jaimes Freyre. Los dos sostienen que el núcleo del verso es la unidad rítmica y no la medida silábica. Sus estudios amplían y confirman la doctrina del venezolano Andrés Bello, que ya desde 1835 había señalado la función básica del acento tónico en la formación de las cláusulas (o pies) que componen los períodos rítmicos. Los «modernistas» inventaron metros, algunos hasta de veinte sílabas, adoptaron otros del francés, el inglés y el alemán; y resucitaron muchos que habían sido olvidados en España. Con ellos aparece en castellano el verso semilibre y el Ubre. La influencia francesa en los ensayos de versificación amétrica fue menor; más decisivo, a mi parecer, fue el ejemplo de Poe, Whitman y Castro. A principios de siglo los poetas españoles acogieron estas novedades. La mayoría fue sensible a la retórica «modernista » pero pocos advirtieron la verdadera significación del movimiento. Y dos grandes poetas mostraron su reserva: Unamuno con cierta impaciencia. Antonio Machado con amistosa lejanía. Ambos, sin embargo, usaron muchas de las innovaciones métricas. Juan Ramón Jiménez, en un primer momento» adoptó la manera más externa de la escuela; después, a semejanza del Rubén Darío de Cantos de vida y esperanza aunque con un instinto más seguro de la palabra interior, despojó al poema dé atavíos inútiles e intentó una poesía que se ha llamado «desnuda» y que yo prefiero llamar esencial.
Jiménez no niega al «modernismo»: asume su conciencia profunda. En su segundo y tercer períodos
se sirve de metros cortos tradicionales y del verso libre y semilibre de los «modernistas». Su evolución poética se parece a la de Yeats. Ambos sufrieron la influencia de los simbolistas franceses y de sus epígonos
(ingleses e hispanoamericanos); ambos aprovecharon la lección de sus seguidores (Yeats, más generoso,
confesó su deuda con Pound; Jiménez denigró a Guillen, García Lorca y Cernuda); ambos parten de una
poesía recargada que lentamente se aligera y torna transparente; ambos llegan a la vejez para escribir sus
mejores poemas. Su carrera hacia la muerte fue carrera hacia la juventud poética. En todos sus cambios
Jiménez fue fiel a sí mismo. No hubo evolución sino maduración, crecimiento. Su coherencia escomo la del
árbol que cambia pero no se desplaza. No fue un poeta simbolista: es el simbolismo en lengua española. Al
decir esto no descubro nada; él mismo lo dijo muchas veces. La crítica se empeña en ver en el segundo y
tercer Jiménez a un negador del «modernismo»: ¿cómo podría serlo si lo lleva a sus consecuencias más
extremas y, añadiré, naturales: la expresión simbólica del mundo? Unos años antes de morir escribe Espado,
largo poema que es una recapitulación y una crítica de su vida poética. Está frente al paisaje tropical de
Florida (y frente a todos los paisajes que ha visto o presentido): ¿habla solo o conversa con los árboles?
Jiménez percibe por primera vez, y quizá por última, el silencio insignificante de la naturaleza. ¿O son las
palabras humanas las que únicamente son aire y ruido? La misión del poeta, nos dice, no es salvar al hombre
sino salvar al mundo: nombrarlo. Espado es uno de los monumentos de la conciencia poética moderna y
con ese texto capital culmina y termina la interrogación que el gran cisne hizo a Darío en su juventud.
El «modernismo» también abre la vía de la interpenetración entre prosa y verso. El lenguaje hablado,
y asimismo, el vocablo técnico y el de la ciencia, la expresión en francés o en inglés y, en fin, todo lo que
constituye el habla urbana. Aparecen el humor, el monólogo, la conversación, el collage verbal Como siempre, Darío es el primero. El verdadero maestro, sin embargo, es Leopoldo Lugones, uno de los más grandes poetas de nuestra lengua (o quizá habría que decir: uno de nuestros más grandes escritores). En 1909 publica Lunario sentimental. Es Lafargüe pero un La forgue desmesurado, con menos corazón y más ojos y en el que la ironía ha crecido hasta volverse visión descomunal y grotesca. El mundo visto por un telescopio desde una ventanuca de Buenos Aires. El lote baldío es una cuenca lunar. La inmensa llanura sudamericana entra por la azotea y se tiende en la mesa del poeta como un mantel arrugado. El mexicano López Velarde recoge y transforma la estética inhumana de Lugones. Es el primero que de verdad oye hablar  a la gente y que percibe en ese murmullo confuso el oleaje del ritmo, la música del tiempo. El monólogo de López Velarde es inquietante porque está hecho 4f dos voces: el «otro», nuestro doble y nuestro desconocido, aparece al fin en el poema. Hacia los mismos años Jiménez y Machado proclaman la vuelta al «lenguaje popular. La diferencia con los hispanoamericanos es decisiva. El «habla del pueblo», vaga noción que viene de Herder, no es lo mismo que el lenguaje efectivamente hablado en las ciudades de nuestro siglo. El primero es una nostalgia del pasado; es una herencia literaria y su modelo es la canción tradicional; el segundo es una realidad viva y presente: aparece en el poema precisamente como ruptura de la canción.
La canción es tiempo medido; el lenguaje hablado es discontinuidad, revelación del tiempo real. En España
sólo hacia 1930 un poeta menor, José Moreno Villa, descubrirá los poderes poéticos de la frase coloquial.
López Velarde nos conduce a las puertas de la poesía contemporánea. No será él quien las abra sino
Vicente Huidobro. Con Huidobro, el «pájaro de lujo», llegan Apollinaire y Reverdy. La imagen recobra las
alas. La influencia del poeta chileno fue muy grande en América y España; grande y polémica. Esto último
ha dañado la apreciación de su obra; su leyenda oscurece su poesía. Nada más injusto: Altazor es un poema, un gran poema en el que la aviación poética se transforma en caída hacia «los adentros de sí mismo»,
inmersión vertiginosa en el vacío. Vicente Huidobro, el «ciudadano del olvido»: contempla de tan alto que
todo se hace aire. Está en todas partes y en ninguna: es el oxígeno invisible de nuestra poesía. Frente al
aviador, el minero: César Vaílejo. La palabra, difícilmente arrancada al insomnio, ennegrece y enrojece, es
piedra y es ascua, carbón y ceniza: a fuerza de calor, tiene frío. El lenguaje se vuelve sobre sí mismo. No el
de los libros, el de la calle; no el de la calle, el del cuarto del hotel sin nadie. Fusión de la palabra y la fisiología:
«Ya va a venir el día, ponte el saco Ya va a venir el día; ten fuerte en la mano a tu intestino grande...
Ya va a venir el día, ponte el alma... has soñado esta noche que vivías de nada y morías de todo.,». No la
poesía de la ciudad: el poeta en la ciudad. El hambre no como tema de disertación sino hablando directamente, con voz desfalleciente y delirante. Voz más poderosa que la del sueño, Y ésa hambre se vuelve una infinita gana de dar y repararse: «su cadáver estaba lleno de mundo».
Como en la época del «modernismo», los dos centros de la vanguardia fueron Buenos Aires (Borges,
Girondo, Molinari) y México (Pellicer, Villaurrutia, Gorostiza). En Cuba aparece la poesía mulata: para cantar, bailar y maldecir (Nicolás Guillen, Emilio Ballagas); en Ecuador, Jorge Carrera Andrade inicia un «registro del mundo», inventario de imágenes americanas... Pero el poeta que encarna mejor este período es
Pablo Neruda. Cierto, es el más abundante y desigual y esto perjudica su comprensión; también es cieno
que casi siempre es el más rico y denso de nuestros poetas. La vanguardia tiene dos tiempos: el inicial de
Huidobro, hacia 1920, volatilización de la palabra y la imagen; y el segundo de Neruda, diez años después,
ensimismada penetración hacia la entraña de las cosas. No el regreso a la tierra: la inmersión es un océano
de aguas pesadas y lentas. La historia del «modernismo» se repite. Los dos poetas chilenos influyeron en
todo el ámbito de la lengua y fueron reconocidos en España como Darío en su hora. Y podría agregarse que
la pareja Huidobro—Neruda es como un desdoblamiento de un mítico Darío vanguardista, que correspondería a las dos épocas del Darío real: Prosas profanas, Huidobro; Cantos de vida y esperanza, Neruda. En España la ruptura con la poesía anterior es menos violenta. El primero que realiza la fusión entre lenguaje hablado e imagen no es un poeta en verso sino en prosa: el gran Ramón Gómez de la Serna. En 1930 aparece la antología de Gerardo Diego, que da a conocer al grupo de poetas más rico y singular que haya tenido España desde el siglo XVII: Jorge Guillen, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Aleixandre...
Me detengo. No escribo un panorama literario. Y el capítulo que sigue me toca demasiado de cerca.
La poesía moderna de nuestra lengua es un ejemplo más de las relaciones entre prosa y verso, ritmo y
metro. La descripción podría extenderse al italiano, que posee una estructura semejante al castellano, o al
alemán, mina de ritmos. Por lo que toca al español, válela pena repetir que el apogeo de la versificación
rítmica, consecuencia de la reforma llevada a cabo por los poetas hispanoamericanos, en realidad es una
vuelta al verso español tradicional. Pero este regreso no hubiera sido posible sin la influencia de corrientes
poéticas extrañas, la francesa en particular, que nos mostraron la correspondencia entre ritmo e imagen
poética. Una vez más: ritmo e imagen son inseparables. Esta larga digresión nos lleva al punto de partida:
sólo la imagen podrá decirnos cómo el verso, que es frase rítmica, es también frase dueña de sentido.

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...