miércoles, julio 31, 2013

LA INFAMIA DE LAS MARIPOSAS (QUINCE) por EDUARDO J. FARIAS ALDERETE


(quince)
-Fausto-

Fausto a los nueve años
reunía  alas de mariposa
en su imaginación
de patios abiertos
hacia el ocaso

Mientras  cerraba los ojos
el viento elevaba
hojas de otoño
El Mar rugía  distante
Y un sol cantaba
entre las nubes
tenues melodías,
que sólo Fausto
sabía escuchar.

En el delicado vuelo
de una mariposa
descubrió la  elíptica
razón de la nada
y los sonetos con que la muerte
recibe a los desconsolados

El estallido del silencio
la crisálida de las horas
y la eterna creencia
que calma la noche

Al cerrar las puertas del día
y clamar entre los muros
del sueño;
atrapó aquella mariposa
que buscó por cien días,
sus dedos le acariciaron
con un anhelo que sólo
se asemeja al frenesí,
aún más vigoroso  que
el deseo de la  carne

El matiz de las alas
Impregnó los surcos
de aquellos dedos y
la efímera existencia
fue rudamente disuelta

El despertar
coronó de desiertos
el corazón de Fausto,
que dejó de ser Fausto
arrojándose al aire
en un vuelo fugaz
entre  papeles escritos
que reunía con esmero

Se precipitó rotundo
contra  el suelo frío

El golpe
dejó  señal  en su frente

Jamás volvió  a
soñar en colores









Esta es tu infamia
Mariposa…


TEXTO por SAMUEL BECKETT


Miserere oh colon
oh apasionado íleon
y Frances la cocinera llorando en el estudio
un vientre abstracto
en lugar del plumer-espárrago que se retuerce
destrozado en el parto
por el cálculo más indiferencial
que nunca salió
ni se desvistió
una puta nudillos-rojos de Virtud Paduana
Muestra ese plato a tu progenie
bebé rendido
y toma un buen trago
en nuestra rolliza calabaza.
Hay algo más que el bandido Glaxo
debajo de mi maternal toga.
Así ella cuelga y he aquí la otra.
Ésa es la exportación auténtica o soy una Jungfrau.
Límpiate el bigote y danos la vaselina.
Abre mis labios
y
(si alguno tuviera una sugerencia)
Tu ojo de carne celeste.
¿Soy un signo de fuerza divina?
¿La obra maestra de un aprendiz flagelado?
¿Dónde está la cola de cedro de mi hipopótamo?
¿y los músculos del estómago?
¿He de dejar de lamentar
no siendo como el que estornuda a la luz
cocodrilo hermético que no suplica?
Así no pero quizás
a la vista y oído de
un toscano pies planos que chilla
pavo real de Strauss fandango y recitativo
sin olvidar
que apesta a eterno.
¡Ay mi humillado bramante!
Ninguna navaja suavizará las arrugadas mejillas
que mis lágrimas corroen.
Mis varicosas venas toman mis arrodillados pensamientos
del lastimero pelícano.
Rápidos perdedores de puntas invertidos narcisistas.
Dos veces partí dos orugas
escurriendo sus no-connubiales adivas
en Arcadia específicamente
Créame Miss Ops
llama de cisne o lluvia de oro.
es uno a diez cada vez
(sin ofender sus nobles espasmos fúnebres)
se que fueron siete...
¡me dejó ciego la perra!
Manto querida
un sorbete helado y mi sangre es un sólido.
Nos enorgullecemos de que en nuestro dolor
la vida no fue ciega.
Los gusanos respiran en sus rojas lágrimas
al arrastrarse innominados
con el escarnio de la negra balsa
anhelando la muerte
que ligera de júbilo no correrá
en el brillante anillo de la colina
ni temblara con el orgullo oscuro de la tortura
y la amarga dignidad de una ingeniosa condenación.
Lo-Ruhama Lo-Ruhama
la piedad es rápida con la muerte.
Presuntuoso y apasionado estúpido ven ya
a las tristes sombras mutiladas
y permanece frío
en la fría luna.

EL CUENTO DE NAVIDAD DE AUGGIE WREN por PAUL AUSTER


Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es exactamente como él me la contó. 
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios años, él estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso. Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás si no vas más despacio. 
Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco, empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas, viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Au-ggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente, tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales, como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya, montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de Shakespeare. 
—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos. 
Comprendí entonces que sabía exactamente lo que estaba haciendo. 
Eso fue hace más de dos mil fotografías. Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy esforzándome por entenderla. 
A principios de esa misma semana me había llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad?, me pregunté. ¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo? 
Pasé los siguientes días desesperado; guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu de la Natividad. Las propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza. Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos, cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras sin patas o un gorrión sin alas. 
No conseguía nada. El jueves salí a dar un largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la última palabra es verdad. 
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo, pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
—Fue en el verano del setenta y dos —dijo. Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
“Resultó que era su cartera. No había nada de dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías. Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué importaban un par de libros de bolsillo? 
Así que me quedé con la cartera. De vez en cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer. Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos, por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo para devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum Hill, en las casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que estoy buscando a Robert Goodwin. 
“—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego descorre unos quince cerrojos y abre la puerta. 
“Debe tener por lo menos ochenta años, quizá noventa, y lo primero que noto es que es ciega. 
“—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad. 
“Y luego abre los brazos como si estuviera a punto de abrazarme.
“Yo no tenía mucho tiempo para pensar, ¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi boca. 
“—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto para verte el día de Navidad. 
“No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la abrazaba a ella.
“No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente, por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la corriente.
“Así que entramos en el apartamento y pasamos el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.
“—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
“Al cabo de un rato, empecé a tener hambre. No parecía haver mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas. Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente. Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado por ello. 
“Entro en el cuarto de baño y, apiladas contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.
“No debí ausentarme más de unos minutos, pero en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento. Y ése es el final de la historia. 
—¿Volviste alguna vez? —le pregunté. 
—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra persona y no sabía decirme dónde estaba ella. 
—Probablemente había muerto.
—Sí, probablemente.
—Lo cual quiere decir que pasó su última Navidad contigo. 
—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido pensarlo. 
—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy bonito por ella.
—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes llamarle a eso una buena obra.
—La hiciste feliz. Y además la cámara era robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero propietario.
—Todo por el arte, ¿eh, Paul?
—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has dado un buen uso a la cámara. 
—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?
—Sí —dije—. Supongo que sí.

Hice una pausa durante un momento, mirando a Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.

—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por ayudarme.

—Siempre que quieras —contestó él, mirándome aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
  
—Supongo que estoy en deuda contigo. 

—No, no. Simplemente escríbela como yo te la he contado y no me deberás nada.
  
—Excepto el almuerzo. 

—Eso es. Excepto el almuerzo.
  
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y luego llamé al camarero y pedí la cuenta.



UN OBISPO EN EL ATOLLADERO por MARQUES DE SADE


Resulta bastante curiosa la idea que algunas personas piadosas tienen de los juramentos. Creen que ciertas letras del alfabeto, ordenadas de una forma o de otra, pueden, en uno de esos sentidos, lo mismo agradar infinitamente al Eterno como, dispuestas en otro, ultrajarle de la forma más horrible, y sin lugar a dudas ese es uno de los más arraigados prejuicios que ofuscan a la gente devota.
A la categoría de las personas escrupulosas en lo que respecta a las "b" y a las "f" pertenecía un anciano obispo de Mirepoix que a comienzos de este siglo pasaba por ser un santo; cuando un día iba a ver al obispo de Pamiers su carroza se atascó en los horribles caminos que separan esas dos ciudades: por más que lo intentaron los caballos no podían hacer más.
-Monseñor exclamó al fin el cochero a punto de estallar-, mientras permanezcáis ahí mis caballos no podrán dar un paso.
-¿Y por qué no? -contestó el obispo.
-Porque es absolutamente necesario que yo suelte un juramento y Vuestra Ilustrísimo se opone a ello; así, pues, haremos noche aquí si Ella no me lo permite.
-Bueno, bueno contesto el obispo, zalamero, santiguándose-, jurad, pues, hijo mío, pero lo menos posible.
El cochero blasfema, los caballos arrancan, monseñor sube de nuevo... y llegan sin novedad.



LOS MUROS ABSURDOS por ALBERT CAMUS


Como las grandes obras, los sentimientos profundos declaran siempre más de lo que dicen conscientemente. La constancia de un movimiento o de una repulsión en un alma se vuelve a encontrar en los hábitos de hacer o de pensar y tiene consecuencias que el alma misma ignora. Los grandes sentimientos pasean consigo su universo, espléndido o miserable. Iluminan con su pasión un mundo exclusivo en el que vuelven a encontrar su clima. Hay un universo de la envidia, de la ambición, del egoísmo o de la generosidad. Un universo, es decir, una metafísica y una actitud espiritual. Lo que es cierto de los sentimientos ya especializados lo será todavía más de las emociones tan indeterminadas en su base, a la vez tan confusas y tan "ciertas", tan lejanas y tan "presentes" como pueden ser las que nos produce lo bello o suscita lo absurdo.
La sensación de absurdo a la vuelta de cualquier esquina puede sentirla cualquier hombre. Como tal, en su desnudez desoladora, en su luz sin brillo, es inasible. Pero esta dificultad merece una reflexión. Es probablemente cierto que un hombre nos sea desconocido para siempre y que haya siempre en él algo irreductible que nos escape. Pero prácticamente, conozco a los hombres y los reconozco por su conducta, por el conjunto de sus actos, por las consecuencias que su paso suscita en la vida. Del mismo modo, puedo definir prácticamente, apreciar prácticamente todos esos sentimientos irracionales que no podría captar el análisis; puedo reunir la suma de sus consecuencias en el orden de la inteligencia, aprehender y anotar todos sus aspectos, recordar su universo. Es cierto que en apariencia no conoceré mejor a un actor personalmente por haberlo visto cien veces. Sin embargo, si sumo los héroes que ha encarnado y si digo que le conozco un poco más al tener en cuenta el centesimo personaje, se tendrá la sensación de que hay en ello una parte de verdad. Pues esta paradoja aparente es también un apólogo. Tiene una moraleja. Enseña que un hombre se define tanto por sus comedias como por sus impulsos sinceros. Existe en ello un tono más bajo de los sentimientos, inaccesibles en el corazón, pero que revelan parcialmente los actos que animan y las actitudes espirituales que suponen. Puede advertirse que así defino un método. Pero se advierte también que este método es de análisis y no de conocimiento. Pues los métodos implican metafísicas, revelan sin saberlo conclusiones que a veces pretenden no conocer todavía. Así, las ultimas páginas de un libro están ya en las primeras. Este nudo es inevitable. El método aquí definido confiesa la sensación de que todo verdadero conocimiento es imposible. Sólo pueden enumerarse las consecuencias y sólo el clima puede hacerse sentir.
Quizá podamos alcanzar el inaprehensible sentimiento de lo absurdo en los mundos diferentes pero fraternos de la inteligencia, del arte de vivir o del arte simplemente. El clima del absurdo está al comienzo. El final es el universo absurdo y la actitud espiritual que ilumina al mundo con una luz que le es propia, con el fin de hacer resplandecer ese rostro privilegiado e implacable que ella sabe reconocerle.
Todas las grandes acciones y todos los grandes pensamientos tienen un comienzo irrisorio. Las grandes obras nacen con frecuencia a la vuelta de una esquina o en la puerta giratoria de un restaurante. Lo mismo sucede con la absurdidad. El mundo absurdo más que cualquier otro extrae su nobleza de ese nacimiento miserable. En ciertas situaciones responder "nada" a una pregunta sobre la naturaleza de sus pensamientos puede ser una finta en un hombre. Los amantes lo saben muy bien. Pero si esa respuesta es sincera, si traduce ese singular estado del alma en el cual el vacío se hace elocuente, en el que la cadena de los gestos cotidianos se rompe, en el cual el corazón busca en vano el eslabón que la reanuda, entonces es el primer signo de la absurdidad.
Suele suceder que los decorados se derrumben. Levantarse, coger el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida, el tranvía, cuatro horas de trabajo, la cena, el sueño y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado con el mismo ritmo es una ruta que se sigue fácilmente durante la mayor parte del tiempo. Pero un día surge el "por qué" y todo comienza con esa lasitud teñida de asombro. "Comienza": esto es importante. La lasitud está al final de los actos de una vida ma­quinal, pero inicia al mismo tiempo el movimiento de la conciencia. La despierta y provoca la continuación. La continuación es la vuelta inconsciente a la cadena o el despertar definitivo. Al final del despertar viene, con el tiempo, la consecuencia: suicidio o restablecimiento. En sí misma la lasitud tiene algo de repugnante. Debo concluir que es buena, pues todo comienza por la conciencia y nada vale sino por ella. Estas observaciones no tienen nada de original. Pero son evidentes, y eso basta por algún tiempo, al efectuar un reconocimiento somero de los orígenes de lo absurdo. La simple "inquietud" está en el origen de todo.
Asimismo, y durante todos los días de una vida sin brillo, el tiempo nos lleva. Pero siempre llega un momento en que hay que llevarlo. Vivimos del porvenir: "mañana", "más tarde", "cuando tengas una posición", "con los años comprenderás . Estas inconsecuencias son admirables, pues, al fin y al cabo, se trata de morir. Llega, no obstante, un día en que el hombre comprueba o dice que tiene treinta años. Así afirma su juventud. Pero al mismo tiempo se sitúa con relación al tiempo. Ocupa en él su lugar. Reconoce que se halla en cierto momento de una curva que confiesa tener que recorrer. Pertenece al tiempo, y a través del horror que se apodera de él reconoce en aquél a su peor enemigo. El mañana, anhelaba el mañana, cuando todo él debía rechazarlo. Esta rebelión de la carne es lo absurdo.
Un peldaño más abajo y nos encontramos con lo extraño: advertimos que el mundo es "espeso", entrevemos hasta qué punto una piedra nos es extraña e irreductible, con qué intensidad puede negarnos la naturaleza, un paisaje. En el fondo de toda belleza yace algo inhumano, y esas colinas, la dulzura del cielo, esos dibujos de árboles pierden, al cabo de un minuto, el sentido ilusorio con que los revestíamos y en adelante quedan más lejanos que un paraíso perdido. La hostilidad primitiva del mundo remonta su curso hasta nosotros a través de los milenios. Durante un segundo no lo comprendemos, porque durante siglos de él hemos comprendido las figuras y los dibujos que poníamos previamente, porque en adelante nos faltarán las fuerzas para emplear ese artificio. El mundo se nos escapa porque vuelve a ser él mismo. Esas apariencias enmascaradas por la costumbre vuelven a ser lo que son. Se alejan de nosotros. Así como hay días en que bajo su rostro familiar se ve como a una extraña a la mujer amada desde hace meses o años, así también quizá lleguemos a desear hasta lo que nos deja de pronto tan solos. Pero todavía no ha llegado ese momento. Una sola cosa: este espesor y esta extrañeza del mundo es lo absurdo.
También los hombres segregan lo inhumano. En ciertas horas de lucidez, el aspecto mecánico de sus gestos, su pantomima carente de sentido vuelven estúpido cuanto les rodea. Un hombre habla por teléfono detrás de un tabique de vidrio; no se le oye, pero se ve su mímica sin sentido: uno se pregunta por qué vive. Este malestar ante la inhumanidad del hombre mismo, esta caída incalculable ante la imagen de lo que somos, esta "náusea", como la llama un autor de nuestros días, es también lo absurdo. El extraño que, en ciertos segundos, viene a nuestro encuentro en un espejo; el hermano familiar y, sin embargo, inquietante que volvemos a encontrar en nuestras propias fotografías, son también lo absurdo.
Llego, por fin, a la muerte y al sentimiento que tenemos de ella. Todo está dicho sobre este punto y lo decente es no incurrir en lo patético. Sin embargo, nunca se asombrará demasiado ante el hecho de que todo el mundo viva como si nadie "lo supiese . Es que, en realidad, no hay una experiencia de la muerte. En el sentido propio, no es experimentado sino lo que ha sido vivido y hecho consciente. Aquí lo más que puede hacerse es hablar de la experiencia de la muerte ajena. Es un sucedáneo, una opinión que nunca nos convence del todo. Este convencionalismo

melancólico no puede ser persuasivo. El horror procede en realidad del lado matemático del acontecimiento. Si el tiempo nos espanta es porque da la demostración; la solución viene luego. Todos los grandes discursos sobre el alma van a recibir aquí, por lo menos durante un tiempo, la prueba del nueve de su contrario. De cuerpo inerte en el que ya no deja huella una bofetada, ha desaparecido el alma. Ese lado elemental y definitivo de la aventura constituye el contenido de la sensación absurda. Bajo la iluminación mortal de ese destino aparece la inutilidad. Ninguna moral ni esfuerzo alguno pueden justificarse a priori ante las sangrientas matemáticas que ordenan nuestra condición.
Repito que todo esto ha sido dicho y redicho. Me limito aquí a hacer una clasificación rápida y a indicar estos temas evidentes. Circulan a través de todas las literaturas y todas las filosofías. La conversación cotidiana se nutre de ellos. No se trata de volver a inventarlos. Pero hay que asegurarse de estas evidencias para poder interrogarse luego sobre la cuestión primordial. Lo que me interesa, quiero repetirlo, no son tanto los descubrimientos absurdos como sus consecuencias. Si se está seguro de estos hechos, ¿qué hay que deducir de ellos, hasta dónde hay que ir para no estudiar nada? ¿Habrá que morir voluntariamente o esperar a pesar de todo? Antes es necesario realizar el mismo recuento rápido en el plano de la inteligencia.
La primera operación de la mente consiste en distinguir lo que es cierto de lo que es falso. Sin embargo, en cuanto el pensamiento reflexiona sobre sí mismo lo primero que descubre es una contradicción. A este respecto es inútil esforzarse por ser convincente. Desde hace siglos nadie ha dado de este asunto una demostración más clara y elegante que Aristóteles: "La consecuencia, con frecuencia ridiculizada, de estas opiniones es que se destruyen a sí mismas. Pues al afirmar que todo es cierto afirmamos la verdad de la afirmación opuesta y, por consiguiente, la falsedad de nuestra propia tesis (pues la afirmación opuesta no admite que ella pueda ser cierta). Y si se dice que todo es falso esta afirmación resulta también falsa. Si se declara que sólo es falsa la afirmación opuesta a la nuestra, o bien que sólo la nuestra es falsa, se está, no obstante, obligado a admitir un número infinito de juicios verdaderos o falsos. Pues quien emite una afirmación cierta declara al mismo tiempo que es cierta, y así sucesivamente hasta el infinito".
Este círculo vicioso no es sino el primero de una serie en la cual la mente que se inclina sobre sí misma se pierde en un remolino vertiginoso. La simplicidad misma de estas paradojas hace que sean irreductibles. Cualesquiera que sean los juegos de palabras y las acrobacias de la lógica, comprender es, ante todo, unificar. El deseo profundo del espíritu mismo en sus operaciones más evolucionadas se une al sentimiento inconsciente del hombre ante su universo: es exigencia de familiaridad, apetito de claridad. Para un hombre, comprender el mundo es reducirlo a lo humano, marcarlo con su sello. El universo del gato no es el universo del oso hormiguero. La perogrullada "todo pensamiento es antropomórfico" no tiene otro sentido. Del mismo modo, el espíritu que trata de comprender la realidad no puede considerarse satisfecho salvo si la reduce a términos de pensamiento. Si el hombre reconociese que también el universo puede amar y sufrir, se reconciliaría. Si el pensamiento descubriese en los espejos cambiantes de los fenómenos relaciones eternas que los pudiesen resumir a sí mismas en un principio único, se podría hablar de una dicha del espíritu de la que el mito de los bienaventurados no sería sino una imitación ridicula. Esta nostalgia de unidad, este apetito de absoluto ilustra el movimiento esencial del drama humano. Pero que esta nostalgia sea un hecho no implica que deba ser satisfecha inmediatamente. Pues si, salvando el abismo que separa el deseo de la conquista, afirmamos con Parménides la realidad del Uno (cualquiera que sea), caemos en la ridícula contradicción de un espíritu que afirma la unidad total y prueba con su afirmación misma su propia diferencia y la diversidad que pretendía resolver. Este otro círculo vicioso basta para ahogar nuestras esperanzas.
Se trata también de evidencias. Vuelvo a repetir que no son interesantes en sí mismas, sino por las consecuencias que se puede sacar de ellas. Conozco otra evidencia: la que me dice que el hombre es mortal. Pueden contarse, no obstante, las personas que han sacado de ellas las conclusiones extremas. En este ensayo hay que considerar como una perpetua referencia el desnivel constante entre lo que nos imaginamos saber y lo que sabemos realmente, el consentimiento práctico y la ignorancia simulada hace que vivamos con ideas que, si las pusiéramos a prueba verdaderamente, deberían trastornar toda nuestra vida. Ante esta contradicción inextricable del espíritu captaremos plenamente el divorcio que nos separa de nuestras propias creaciones. Mientras el espíritu calla en el mundo inmóvil de sus esperanzas, todo se refleja y se ordena en la unidad de su nostalgia. Pero apenas hace su primer movimiento, ese mundo se agrieta y se derrumba: una infinidad de trozos que lo reflejan se ofrecen al conocimiento. Hay que desesperar de que podamos reconstruir alguna vez la superficie familiar y tranquila que nos daría la paz del corazón. Después de tantos siglos de investigaciones y de tantas abdicaciones de los pensadores, sabemos que esto es cierto para todo nuestro conocimiento. Con excepción de los racionalistas declarados, todos desesperan actualmente del verdadero conocimiento. Si hubiera que escribir la única historia significativa del pensamiento humano, habría que hacer la de sus arrepentimientos sucesivos y fa de sus impotencias. ¿De quién y de qué puedo decir, en efecto: "¡Lo conozco!"? Puedo sentir mi corazón y juzgar que existe. Puedo tocar este mundo y juzgar también que existe. Ahí termina toda mi ciencia y lo demás es construcción. Pues si trato de captar ese yo del cual me aseguro, si trato de definirlo y resumirlo, ya no es sino agua que corre entre mis dedos. Puedo dibujar uno a uno todos los rostros que toma, así como todos los que se le han dado: esta educación, este origen, este ardor o estos si­lencios, esta grandeza o esta bajeza. Pero no se suman los rostros. Este mismo corazón mío me resultará siempre indefinible. Entre la certidumbre que tengo de mi existencia y el contenido que trato de dar a esta seguridad hay un foso que nunca será colmado. Seré siempre extraño a mí mismo. En psicología, como en lógica, hay verdades, pero no verdad. El "conócete a ti mismo" de Sócrates vale tanto como el "sé virtuoso" de nuestros confesonarios. Revelan una nostalgia al mismo tiempo que una ignorancia. Son juegos estériles sobre grandes temas. No son legítimos sino en la medida exacta en que son aproximativos.
He aquí también unos árboles cuya aspereza conozco, y un agua que saboreo. Estos perfumes de hierba y de estrellas, la noche, ciertos crepúsculos en que el corazón se dilata: ¿ cómo negaría yo este mundo cuya potencia y cuyas fuerzas experimento? Sin embargo, toda la ciencia de esta tierra no me dará nada que pueda asegurarme que este mundo es mío. Me lo describís y me enseñáis a clasificarlo. Me enumeráis sus leyes y en mi sed de saber consiento en que sean ciertas. Desmontáis su mecanismo y mi esperanza aumenta. En último término, me enseñáis que este universo prestigioso y abigarrado se reduce al átomo y que el átomo mismo se reduce al electrón. Todo esto está bien y espero que continuéis. Pero me habláis de un invisible sistema planetario en el que los electrones gravitan alrededor de un núcleo. Me explicáis este mundo con una imagen. Reconozco entonces que habéis ido a parar a la poesía: no conoceré nunca. ¿Tengo tiempo para indignarme por ello? Ya habéis cambiado de teoría. Así, esta ciencia que debía enseñármelo todo termina en la hipótesis, esta lucidez naufraga en la metáfora, esta incertidumbre se resuelve en obra de arte. ¿Qué necesidad tenía yo de tantos esfuerzos? Las líneas suaves de esas colinas y la mano del crepúsculo sobre este corazón agitado me enseñan mucho más. He vuelto a mi comienzo. Comprendo que si bien puedo, por medio de la ciencia, captar los fenómenos y enumerarlos, no puedo aprehender el mundo. Cuando haya seguido con el dedo todo su relieve no sabré más que ahora. Y vosotros me dais a elegir entre una descripción que es cierta, pero que no me enseña nada, y unas hipótesis que pretenden enseñarme, pero que no son ciertas. Extraño a mí mismo y a este mundo, armado únicamente con un pensamiento que se niega a sí mismo en cuanto afirma, ¿qué condición es ésta en la que no puedo conseguir la paz sino negándome a saber y a vivir, en la que el deseo de conquista choca con muchos que desafían sus asaltos? Querer es suscitar las paradojas. Todo está ordenado para que nazca esa paz emponzoñada que dan la indiferencia, el sueño del corazón o los renunciamientos mortales.
También la inteligencia me dice, por lo tanto, a su manera, que este mundo es absurdo. Es inútil que su contraria, la razón ciega, pretenda que todo está claro; yo esperaba pruebas y deseaba que tuviese razón. Mas a pesar de tantos siglos pre­suntuosos y por encima de tantos hombres elocuentes y persuasivos, sé que eso es falso. En este plano, por lo menos, no hay felicidad si no puedo saber. Esta razón universal, práctica o moral, este determinismo, estas categorías que explican todo son como para hacer reír al hombre honrado. Nada tienen que ver con el espíritu. Niegan su verdad profunda: que está encadenado. En este universo indescifrable y limitado adquiere en adelante un sentido el destino del hombre. Una multitud de elementos irracionales se ha alzado y lo rodea hasta su fin último. En su clarividencia recobrada y ahora concertada se aclara y se precisa el sentimiento de lo absurdo. Yo decía que el mundo es absurdo y me adelantaba demasiado. Todo lo que se puede decir es que este mundo, en sí mismo, no es razonable. Pero lo que resulta absurdo es la confrontación de ese irracional y ese deseo desenfrenado de claridad cuyo llamamiento resuena en lo más profundo del hombre. Lo absurdo depende tanto del hombre como del mundo. Es por el momento su único lazo. Une el uno al otro como sólo el odio puede unir a los seres. Eso es todo lo que puedo discernir claramente en este universo sin medida donde tiene lugar mi aventura. Detengámonos aquí. Si tengo por cierto este absurdo que rige mis relaciones con la vida, si me empapo de este sentimiento que me embarga ante los espectáculos del mundo, de esta clarividencia que me impone la búsqueda de una ciencia, debo sacrificar todo a estas certidumbres y debo mirarlas de frente para poder mantenerlas. Sobre todo, debo ajustar a ellas mi conducta y seguirlas en todas sus consecuencias. Hablo aquí de honradez, pero quiero saber antes si el pensamiento puede vivir en estos desiertos.
Sé ya que el pensamiento ha entrado por lo menos en esos desiertos. Ha encontrado en ellos su pan. Ha comprendido en ellos que hasta ahora se alimentaba con fantasmas. Ha dado pretexto a algunos de los temas más apremiantes de la reflexión humana.
Desde el momento en que se le reconoce, el absurdo se convierte en una pasión, en la más desgarradora de todas. Pero toda la cuestión consiste en saber si uno puede vivir con sus pasiones, en saber si se puede aceptar su ley profunda que es la de quemar el corazón que al mismo tiempo exaltan. No es, sin embargo, la cuestión que vamos a plantear ahora. Está en el centro de esta experiencia y ya tendremos tiempo de volver a ella. Examinemos más bien los temas y los impulsos nacidos del desierto. Bastará con enumerarlos. A éstos también los conocen todos en la actualidad. Siempre ha habido hombres que han defendido los derechos de lo irracional. La tradición de lo que se puede llamar el pensamiento humillado nunca ha dejado de estar viva. Se ha hecho tantas veces la crítica del racionalismo que parece innecesario volver a hacerla. Sin embargo, nuestra época ve el renacimiento de esos sistemas paradójicos que se ingenian para hacer que tropiece la razón como si verdaderamente ésta hubiese andado siempre con paso seguro. Pero esto no es tanto una prueba de la eficacia de la razón como de la vivacidad de sus esperanzas. En el plano de la his­toria, esta constancia de dos actitudes ilustra la pasión esencial del hombre, desgarrado entre su tendencia hacia la unidad y la visión clara que puede tener de los muros que lo encierran.
Pero quizá nunca haya sido más vivo que en nuestro tiempo el ataque contra la razón. Desde el gran grito de Zaratustra: "'Por casualidad, es la nobleza más vieja del mundo. Yo se la he devuelto a todas las cosas cuando he dicho que por encima de ellas ninguna voluntad eterna quería"; desde la enfermedad mortal de Kierkegaard, "este mal que conduce a la muerte sin nada después de ella", se han sucedido los temas significativos y torturantes del pensamiento absurdo. O, por lo menos, y este matiz es capital, los del pensamiento irracional y religioso. De Jaspers a Heidegger, de Kierkegaard a Chestov, de los fenomenólogos a Scheler, en el plano lógico y en el plano moral, toda una familia de espíritus emparentados por su nostalgia, opuestos por sus métodos o sus fines, se han dedicado con afán a cerrar la vía real de la razón y a volver a encontrar los rectos caminos de la verdad. Doy por supuesto aquí que esos pensamientos son conocidos y vividos. Cualesquiera que sean o que hayan sido sus ambiciones, todos han partido de este universo indecible en el que reinan la contradicción, la antinomia, la angustia o la impotencia. Y justamente los temas que hemos venido indicando es lo que tienen en común. También con respecto a ellos es necesario decir que lo que importa sobre todo son las conclusiones que hayan podido sacar de esos descubrimientos. Importa tanto que habrá que examinarlos por separado. Pero por el momento se trata solamente de sus descubrimientos y sus experiencias iniciales. Se trata únicamente de comprobar su concordancia. Si bien sería presuntuoso querer tratar de sus filosofías, es posible y suficiente, en todo caso, hacer sentir el clima que les es común.
Heidegger considera fríamente la condición humana y anuncia que esta
existencia está humillada. La única realidad es la "inquietud" en toda la escala de los seres. Para el hombre perdido en el mundo y en sus diversiones, esa inquietud es un temor breve y fugitivo. Pero si ese temor adquiere conciencia de sí mismo se convierte en la angustia, clima perpetuo del hombre lúcido "en el que vuelve a encontrarse la existencia". Este profesor de filosofía escribe sin temblar y en el lenguaje más abstracto del mundo que "el carácter finito y limitado de la existencia humana es más primordial que el hombre mismo". Se interesa por Kant, pero es para reconocer el carácter limitado de su "Razón pura". Es para llegar, al término de sus análisis, a la conclusión de que "el mundo no puede ya ofrecer nada al hombre angustiado". La verdad de esta inquietud le parece de tal modo más importante que todas las categorías del razonamiento, que no piensa más que en ella y no habla sino de ella. Enumera sus rostros: de fastidio cuando el hombre trivial trata de nivelarla en sí mismo y de aturdiría; de terror cuando el espíritu contempla la muerte. Tampoco él separa la conciencia de lo absurdo. La conciencia de la muerte es el llamamiento de la inquietud y la "existencia se dirige entonces un llamamiento a sí misma por medio de la conciencia". Es la voz misma de la angustia y exhorta a la existencia a que "se recupere ella misma de su pérdida en el 'se' anónimo". También él opina que no hay que dormir y que es necesario velar hasta la consumación. Se mantiene en este mundo absurdo y señala su carácter perecedero. Busca su camino en medio de estos escombros.
Jaspers desespera de toda ontología porque pretende que hemos perdido la "ingenuidad". Sabe que no podemos llegar a nada que trascienda el juego mortal de las apariencias. Sabe que el final del espíritu es el fracaso. Se demora en las aventu­ras espirituales que nos ofrece la historia y descubre implacablemente el fallo de cada sistema, la ilusión que lo ha salvado todo, la predicación que no ha ocultado nada. En este mundo devastado donde está demostrada la imposibilidad de conocer, donde la nada parece la única realidad y la desesperación sin recurso la única actitud, trata de encontrar el hilo de Ariadna que lleva a los secretos divinos.
Chestov, por su parte, a lo largo de una,obra de admirable monotonía, orientado, sin cesar hacia las mismas verdades, demuestra sin descanso que el sistema más cerrado, el racionalismo más universal, termina siempre chocando con lo irracional del pensamiento humano. No se le escapa ninguna de las evidencias irónicas, de las contradicciones irrisorias que menosprecian la razón. Una sola cosa le interesa y es la excepción, bien sea de la historia del corazón o del espíritu. A través de las experiencias dostoievskianas del condenado a muerte, de las aventuras exasperadas del espíritu nietzscheano, de las imprecaciones de Hamlet o de la amarga aristocracia de un Ibsen, descubre, aclara y magnifica la rebelión humana contra lo irremediable. Niega sus razones a la razón y no comienza a dirigir sus pasos con alguna decisión sino en el centro de ese desierto sin colores en el que todas las certidumbres se han convertido en piedras.
Kierkegaard, quizás el más interesante de todos, por lo menos a causa de una parte de su existencia, hace algo más que descubrir lo absurdo: lo vive. El hombre que escribe: "El más seguro de los mutismos no consiste en callarse, sino en hablar", se asegura, para comenzar, de que ninguna verdad es absoluta y no puede hacer satisfactoria una existencia imposible en sí misma. Don Juan del conocimiento,

multiplica los seudónimos y las contradicciones, escribe los Discursos edificantes al mismo tiempo que ese manual del espiritualismo cínico que se llama el Diario del seductor. Rechaza los consuelos, la moral, los principios tranquilizadores. No procura calmar el dolor de la espina que siente en el corazón. Lo excita, por el contrario y, con la alegría desesperada de un crucificado contento de serlo, construye pieza a pieza, con lucidez, negación y comedia, una categoría de lo demoníaco. Este rostro a la vez tierno e irónico, estas piruetas seguidas de un grito que sale del fondo del alma son el espíritu absurdo mismo en lucha con una realidad que lo supera. Y la aventura espiritual que lleva a Kierkegaard a sus queridos escándalos comienza también en el caos de una experiencia privada de sus decorados y vuelta a su incoherencia primera.
En un plano muy distinto, el del método, con sus exageraciones mismas, Husserl y los fenomenólogos restituyen al mundo su diversidad y niegan el poder trascendente de la razón. El universo espiritual se enriquece con ellos de una manera incalculable. El pétalo de rosa, el mojón kilométrico o la mano humana tienen tanta importancia como el amor, el deseo o las leyes de la gravitación. Pensar no es ya unificar, hacer familiar la apariencia bajo el rostro de un gran principio. Pensar es aprender de nuevo a ver, a estar atento; es dirigir la propia conciencia, hacer de cada idea y de cada imagen, a la manera de Proust, un lugar privilegiado. Paradójicamente todo está privilegiado. Lo que justifica el pensamiento es su extremada conciencia. Aunque sea más positivo que los de Kierkegaard o Chestov, el sistema husserliano, en su origen, niega, sin embargo, el método clásico de la razón, decepciona a la esperanza, abre a la intuición y al corazón toda una proliferación de fenómenos cuya riqueza tiene algo de inhumano. Estos caminos llevan a todas las ciencias o a ninguna. Es decir, que el medio tiene aquí más importancia que el fin. Se trata solamente "de una actitud para conocer" y no de un consuelo. Una vez más, por lo menos en el origen.
¡Cómo no advertir el parentesco profundo de esos pensadores! ¿Cómo no ver que se reagrupan alrededor de un lugar privilegiado y amargo donde la esperanza ya no tiene cabida? Quiero que me sea explicado todo o nada. Y la razón es impotente ante ese grito del corazón. El espíritu despertado por esta exigencia busca y no encuentra sino contradicciones y desatinos. Lo que yo no comprendo carece de razón. El mundo está lleno, de estas irracionalidades. El mundo mismo, cuya significación única no comprendo, no es sino una inmensa irracionalidad. Si se pudiera decir una sola vez: "esto está claro", todo se salvaría. Pero estos hombres proclaman a porfía que nada está claro, que todo es caos, que el hombre conserva solamente su clarividencia y el conocimiento preciso de los muros que lo rodean.
Todas estas experiencias concuerdan y se recortan. El espíritu llegado a los confines debe juzgar y elegir sus conclusiones. En ese punto se sitúan el suicidio y la respuesta. Pero quiero invertir el orden de la investigación y partir de la aventura inteligente para volver a los gestos cotidianos. Las experiencias aquí evocadas han nacido en el desierto que no hay que abandonar. Por lo menos hay que saber hasta dónde han llegado. En ese punto de su esfuerzo el hombre se halla ante lo irracional. Siente en sí mismo su deseo de dicha y de razón. Lo absurdo nace de esta confrontación entre el llamamiento humano y el silencio irrazonable del mundo. Esto

es lo que no hay que olvidar. A esto es a lo que hay que aferrarse, puesto que toda la consecuencia de una vida puede nacer de ello. Lo irracional, la nostalgia humana y lo absurdo que surge de su enfrentamiento son los tres personajes del drama que debe terminar necesariamente con toda la lógica de que es capaz una existencia.

LA LUCHA DE IAHVEH CONTRA SU PUEBLO por HENRI BARBUSSE


El elemento específico del judaísmo es, a través de cierto
número de atributos y de mitos tomados de las grandes religiones
primitivas, el eje de luz en torno del cual se ordenan las relaciones
del Pentateuco y de los Profetas: el Dios único, furioso y desbordante,
siempre bajo presión, inspirándole a su pueblo por fragorosas
intervenciones el extraordinario heroísmo de contra-idolatría,
de arrepentimiento y de "renovación" que tan alto coloca al espíritu
judío en la historia moral de la humanidad. Dios es Justicia.
Jeremías le grita al pueblo: "Tú sabes que el Eterno está vivo en la
justicia, en la verdad y en la equidad". Y Daniel proclama: ¡Oh,
Eterno, tan justo y tan recto en tus juicios! Simeón, el justo, Jesús
hijo de Sirah e Hidell pregonaron que el compendio de la Ley era
la Justicia. Ese Dios tempestad con faz humana, cataclismo de
equilibrio no retrocede jamás ante las medidas extremas. Habla sin
cesar de destruir a su pueblo "discutidor y recalcitrante", "contencioso
y rebelde", "de acabar terriblemente con él". "Decididamente,
dice, estoy cansado de tener misericordia de ese pueblo y lo
aniquilaré completamente". En un momento dado, refieren las
Escrituras, que el Eterno dijo: "Yo no quiero contender por siempre
con cada uno de los hombres", y por eso abrevió su vida fijándose
en general un máximo de ciento veinte años. Si en el Antiguo
Testamento hay algunas líneas sobre el amor y el perdón divinos,
sobre los remordimientos de Iahveh después de sus venganzas,
tales pasajes desentonan en el texto bíblico por el resto del cual son
contradichos y sumergidos, atestiguando solamente la confusión en
la composición del gran memorándum judío. Aunque los pecados
de los hebreos, enumerados con complacencia por la Biblia, sean
frecuentemente un medio orgulloso de explicar sus reveses, la
insaciable energía rectificadora de Iahveh, deslumbradora efigie del
judío, pone una violenta unidad en los Libros Santos, en los que
tantas bellezas sencillas se mezclan lamentablemente con tantas
crueles puerilidades, y tantos sacrilegios, pero que, donde el principio
está desnudo, aparecen de una belleza sin igual.
La virtud fundamental del fiel es el temor de Dios: "El temor
del Señor es el principio de la sabiduría", dicen los Proverbios
atribuidos a Salomón que aseguran además que "quien ama bien
castiga bien" y que conceden, por parte, tan amplio lugar a los
castigos corporales en la educación de los niños, esos pequeños
locos. Tal es el fundamento de la moral, con la que el Eterno
marcó dos veces seguidas la doble piedra que le presentó Moisés
sobre la más alta roca del Sinaí.
El Dios de los judíos, su conformidad con su carácter recto y
contundente, se dirigía desde hacía mucho tiempo directamente a
su pueblo por la voz de los Profetas, su propia voz que minaba y
consumía un hombre elegido. Y por boca de muchos de ellos,
principalmente de Amós, Iahveh anunció, a partir del siglo IX la
difusión universal de su Ley e hizo conocer su voluntad de no
reservar ésta a un solo pueblo .
El alma de Israel adquirió sus dimensiones en la desgracia. En
tanto que los judíos fueron un pueblo independiente, tuvieron una
mezquina historia, parecida a la de los pueblos circundantes: serie
de atentados y de rapiñas que en vano los Libros Santos se esfuerzan
por orquestar. Pero después del cautiverio, cuando el pueblo
elegido, o, mejor, la parte selecta de ese pueblo, fue arrastrado a
Babilonia por Nabucodonosor, en el siglo VII a.C., y volvió cautivo
a la tierra de la que Abrahán había salido, hubo para Israel un
gran comienzo.
Los poetas judíos lo han cantado con amplia emoción. El
pueblo sin país se replegó sobre sí mismo. Se exaltó, se moduló, se
idealizó en su desolación. No hay, dicen sus escritores, más conmovedor
ejemplo de purificación y de clarividencia que el que da
la derrota y el despojo. Israel colgó sus arpas en los sauces de la
tierra extranjera, a lo largo de las orillas de los ríos caldeos, pero
jamás sus cantos le parecieron más límpidos, ni más grandes sus
profetas y sus salmistas que, uniendo el pasado al porvenir, ponían
el recuerdo en la esperanza.
Así, al choque con el mundo extraño, se fortaleció el doble
sueño judío. El sueño mayor: la universalidad del dios de justicia,
descubriendo ante los ojos los nuevos confines de una patria de
justicia que se confundían con los horizontes terrestres. El sueño
menor: reconstruir Jerusalén.
Israel Zangwill, recordando aquella época de gestación
espiritual que se sitúa después del cautiverio, dice elocuentemente
que fue entonces cuando "por vez primera el judío empezó a
preferir Jerusalén a su mayor alegría".
Esa dualidad de sueños: la patria judía y la patria mundial ha
existido siempre en el caso judío. Tal dualidad quizá no lo sea para
los raros cerebros selectos que armonizan el ideal remoto y el ideal
inmediato y saben ver sin cesar el uno a través del otro; es decir,
que saben sacrificar el pequeño al grande y no considerar la autonomía
nacional sino como una etapa en la vía de la adaptación a un
orden internacional. Pero, de hecho, debían producirse con el
tiempo demarcaciones y escisiones por efecto de esa doble tendencia.
Ella dio origen en todo el mundo a dos especies de judíos,
bastante diferentes desde el punto de vista que nos ocupa, para que
se pueda decir: dos pueblos judíos, el uno que se distingue por su
intransigencia mosaísta, el otro que se deja impresionar y penetrar
por el ambiente extranjero. El uno propenso a la dominación judía;
el otro a la interpretación. El uno más puro y más indómito, el otro
más brillante y más inteligente.
Los judíos de esta última categoría fueron los que en diversas
circunstancias históricas, y a causa de la superpoblación de Judea,
formaron enjambres que se extendieron por el mundo y se
aglomeraron en colonias casi libres. Hormigueaban en las costas
del Mediterráneo. Strabon, que vivió a principios de nuestra era,
escribió que se encontraba a los judíos por todas partes. Aquellas
colonias judías formaban comunidades que tenían sus jefes, sus
magistrados, su justicia, sus costumbres y sus sinagogas. Se les
designó con el nombre de Judíos de la Diáspora (dispersión).
Aunque hubo algunas corrientes de antisemitismo, provocadas por
la irreductibilidad de algunas personalidades o algunos grupos,
aquellas colonias disfrutaban en general de una gran tolerancia.
Los extranjeros hacían en su favor cierto número de concesiones.
Y ellas también las hacían de buen grado, seducidas poco a poco
por la atracción de la cultura helénica. Había entre aquellos judíos,
aclimatados al mundo extraño, y las poblaciones entre las cuales
vivían y se desenvolvían, cambios constantes que han sido comparados
a los fenómenos químicos de la endósmosis. Desde el
punto de vista de las ideas y de las doctrinas, aquellos judíos desarraigados
eran propensos a aceptar en cierta medida los "sincretismos"circundantes.
Bajo la influencia de la especulación griega, la idea de la universalidad
del Dios judío -considerado, no solamente como el Dios
de un pueblo, sino como el Dios de los pueblos- se desenvolvió
naturalmente en las colonias judías establecidas en tierras paganas
y aún en Palestina
Frente a estos judíos francos permanecerá el conjunto cerrado
con odio a toda novedad. Esa fidelidad obstinada a su culto y a su
ley, que ha obligado a los judíos, a través de las vicisitudes y de las
tentaciones, a inexorables retornos hacia sus fuentes, es la columna
del judaísmo y aún del genio judío todo entero. Pero esa intransigencia
presenta temibles peligros. Tiende a traducirse en el
dominio de los hechos por exclusivismo, nacionalismo y formalismo.
Eso fue lo que -en el siglo VI a. C.- les ocurrió a los judíos
que habían sido deportados en masa a Babilonia. Se persuadieron
de que su desgracia provenía de las infracciones que habían hecho
del Pacto de Alianza concertado entre Dios y Moisés. Resolvieron
reconstituir la Alianza por el retorno estricto al legalismo. Y descendieron
del espíritu a la letra. Se plegaron a las exigencias de
los enderezamientos edictados por Ezequiel y Esdrás. Se plegaron
sobre todo los judíos de Jerusalén cuando el edicto de Ciro
autorizó la reconstrucción del Templo.
A partir de aquel momento, el culto central se hizo detallado,
embrollado y lleno de incesantes obligaciones materiales y espirituales.
Un personal considerable se cebó en el Templo, como en
tiempos pasados, y una secta, la de los fariseos, se instituyó
guardiana del dogmatismo y de las prácticas.
Algunos grandes espíritus han extraído del judaísmo simplificaciones
brillantes. En el Talmud, se dice, por ejemplo, que el
profeta Habacuc había resumido los 113 preceptos del código
mosaico en uno solo: "El justo vivirá por la fe". Amora, adversario
de Habacuc, enseñaba que Amós había reducido definitivamente
los 113 preceptos a esta frase: "Busca al Señor y vivirás". Tales
afirmaciones constituyen una refundición demasiado audaz, y en
verdad sacrílega, de un código consagrado. Una institución religiosa
es un todo, y hay que aceptarla tal cual es con todos sus
detalles orgánicos, igualmente fundamentales todos. No hay derecho
a transfigurarla, a ampliarla o a reducirla, según las preferencias
personales. Como tendré ocasión de repetir en el curso de este
estudio, si hay un orden de cosas en que la interpretación personal
no puede ser libre, es el de la dogmática religiosa, cuyos puntos de
apoyo están todos fuera de nosotros. En este caso, no confundamos
el espíritu judío y la religión que fue fabricada.
En realidad, la "burocracia" del mosaísmo fue implacable y de
una terrible complejidad. No hay más que recordar el ritual embarullado
del Fleeschig y del Milchig, nacido de un interminable
comentario del precepto: "No cocerás un cabrito en la leche de su
madre"; las sangrientas minucias de los sacrificios y de la muerte
de los animales de carnicería, las demasiado maquiavélicas "ficciones
legales", toda la casuística de los rabinos, y, en fin, la sola
lista de los servidores de la casa de Dios, enumerada en el Exodo y
el Levítico o en el Libro de Esdrás.
Estos últimos pusieron más de una vez el aparato de las cóleras
y venganzas divinas al servicio de prescripciones ruines y de un
feroz espíritu de raza.

EL FENÓMENO BIOLÓGICO por SALVADOR DALI


y dinámico
que constituye el cubismo
de
Picasso
ha sido
el primer gran canibalismo imaginativo
sobrepasando las ambiciones experimentales
de la física matemática
moderna.
La vida de Picasso
formará la base polémica
aún incomprendida
según la cual
la psicología física
abrirá de nuevo
una brecha de carne viva
y de obscuridad
a la filosofía.
Pues a causa
del pensamiento materialista
anárquico
y sistemático
de
Picasso
podremos conocer físicamente
experimentalmente
y sin necesidad
de las novedades “problemáticas” psicológicas
de sabor kantiano
de los “gestaltistes”
toda la miseria
de los
objetos de conciencia
localizados y confortables
con sus átomos flojos
las sensaciones infinitas
y
diplomáticas.
Pues el pensamiento hiper-materialista
de Picasso
prueba
que el canibalismo de la raza
devora
“la especie intelectual”
que el vino regional
moja ya
la bragueta familiar
de las matemáticas fenomenologistas
del
porvenir
que existen “figuras estrictas”
extra-psicológicas
intermediarias
entre
la grasa imaginativa
y
los idealismos monetarios
entre
las aritméticas transfinidas
y las matemáticas sanguinarias
entre la entidad “estructural”
de un “lenguado obsesionante”
y la conducta de los seres vivos
en contacto con “el lenguado obsesionante”
pues el lenguado en cuestión
permanece
totalmente exterior
a la comprensión
de
la
gestalt-teoría
puesto que
esta teoría de la figura
estricta
y de la estructura
no posee
medios físicos
que permitan
el análisis
ni aun
el registro
del comportamiento humano
frente
a las estructuras
y a las figuras
que se presentan
objetivamente
como
físicamente delirantes
pues
no existe
en nuestros días
que yo sepa
una física
de la psico-patología
una física de la paranoia
la que no podría ser considerada
sino
como
la base experimental
de la próxima
filosofía
de la
psico-patología
de la próxima
filosofía de la actividad "paranoico-crítica"
la cual un día
tentaré de examinar polémicamente
si tengo tiempo
y humor.

ENTRE NUESTROS ARTÍCULOS por MARCEL DUCHAMP


Entre nuestros artículos de quincallería perezosa
recomendamos la llave de agua que se detiene de fluir cuando no se le escucha.
Física de equipaje:
Calcular la diferencia entre los volúmenes de aire
desplazado por una camisa limpia (planchada y doblada) y la misma camisa sucia.
Ajuste de coincidencia de objetos o partes de objetos;
la jerarquía de esta especie de ajuste está en razón directa del “disparate”.
Una caja de cerillas completa es más ligera que una
caja empezada porque no hace ruido.
¿Será necesario reaccionar contra la pereza de los
rieles en el intervalo de dos pasos de trenes?
Transformador destinado a utilizar las pequeñas
energías desperdiciadas tales como:
la exhalación del humo de tabaco,
el exceso de presión sobre un timbre eléctrico...
el crecimiento de los cabellos, de los vellos y de las
uñas,
la caída de la orina y de los excrementos,
los movimientos de miedo, de sorpresa, de tedio, de
cólera, la risa,
la caída de las lágrimas,
los gestos demostrativos de las manos, de los pies, los
tics,
las miradas duras,
los brazos que caen,
el desperezarse, el bostezo, el estornudo,
el esputo ordinario y el de sangre,
los vómitos,
la eyaculación,
los cabellos rebeldes, la espiga,
el ruido al sonarse, el ronquido,
el desvanecimiento,
el silbido, el canto,
los suspiros,
etc.

LOVE LOVE LOVE por TITO MANFRED


«Love, love
I’d really like a small part of it
Oh love
I can’t believe the word ‘love’».
Love, love, love – The Organ.


love love love es el título de la canción / que reproduce en
colores / mi corazoncito estéreo
adhiere a mis labios la corrosión de los tuyos / haz la
reescritura / de las dimensiones de mi boca
love love love es el título de la canción / que reproduce en
colores / mi corazoncito estéreo
las cosas más dulces están hechas / de infinitos átomos de
tristeza / amoratado amorcito retorcido amor
love love love es el título de la canción / que reproduce en
colores / mi corazoncito estéreo
ya no me queda garganta ni lengua / de tanto gritar tu nombre
de afuera hacia adentro / de tanto pirquinear la fonética
amarga de alguna voz similar a la tuya
love love love es el título de la canción / que reproduce en
colores / mi corazoncito estéreo
las mañanas se suicidan se tiran del Morro / pero caen fuera
de mi caja / de galletitas que yo no sé
love love love es el título de la canción / que reproduce en
colores / mi corazoncito estéreo
la noche muere y yo me libro de las connotaciones / la noche
muere y soy tan pornográfico como puedo ser / te amo tanto
tanto pendeja mía plena de luna

martes, julio 30, 2013

EN GUERRA CON CHILE DE VICTOR MUNITA FRITIS : UNA PROPUESTA FORMIDABLE por EDUARDO J. FARIAS ALDERETE


La Madurez del oficio de Víctor Munita Fritis, ha dado un salto cuantitativo y cualitativo. "En Guerra con Chile" sobrepasa con mucho lo que la poesía pueda encarnar en un poemario. Como he postulado de un tiempo a esta parte, la Poética como arte puede acudir a todas las manifestaciones que el mundo de las cosas y representaciones pueda ofrecer, al ser ella (la poesía) creación en si misma y la creación de todo.

Munita Fritis encarna en este  libro ese pensamiento, el arte gráfico, fotográfico, histórico se dimensionan en  la idea que ávido busca , halla y versifica, doma a la línea y el espacio  llevándolo  a la dimensión que el elije captando más que la atención del lector, llevándolo a través de un juego interactivo , una especie de reto a la lógica y la inteligencia, a la  geometría y a la geografía, en síntesis un viaje dirigido magistralmente a un tema mayor y que inevitablemente subyugará el espíritu de quien se atreva a pasear sus ojos e intelecto por “En Guerra con Chile”.

La utilización del instrumental legado por las vanguardias del siglo pasado  es sólo  una de las vertientes al que acudió el poeta para este sendero tortuoso, y lo defino así, ya que casi 40 años y quizás  más de labor propagandística  han desvirtuado la real dimensión de lo sucedido entre Chile, Perú y Bolivia en aquellos años de la Guerra del Pacífico. La Dictadura Militar supo aprovechar a sus anchas el centenario de esas batallas y actos beligerantes, a través de un programa educativo y de celebración  chauvinistas, que de una u otra forma  buscaba unificar el espíritu de la nación y dejar de lado la atención a los crímenes atroces perpetrados por el régimen. Además de no hacernos reflexionar  en los intereses económicos y extranjeros que se vieron en juego y que en definitiva han deshermanado estos tres países. Es así que  la bibliografía chilena tanto histórica como literaria (no en su totalidad)  se limitó a exacerbar la valentía del soldado chileno, cuando en realidad se ensalzaba la crueldad y la deshumanización del conflicto, es asi, como si nos dedicamos a buscar  la poética  surgida a raíz de este conflagración , encontraremos la poesía popular y la culta dirigida mayoritariamente a  ensalzar la hazaña de los batallones de provincia, formado por rotos chilenos dispuesto a todo acto heroico que le exija la patria. Ya  D´Alembert tenía toda la razón al decir “El arte de la guerra es el arte de destruir a los hombres, como la  política es el arte de engañarlos”  Y fue así, como las escenas de brutalidad y los horrores dieron paso al heroísmo y a esa ceguera espiritual de olvidar lo que el otro, el que fue enemigo nos puede aleccionar, con el sufrimiento, con la experiencia; con la historia. Esas voces se acallaron o simplemente esas voces jamás llegaron  a los oídos de aquellos que aprendimos la única versión de ese suceso bélico.

Munita Fritis se enfrenta a ese ejercicio, su voz poética se  encarna de  aquellos que no tuvieron la oportunidad de  vencer las míticas hazañas de la guerra , con el sencillo testimonio de aquellos que fueron aplastados por ella.

A la par  del lenguaje se encuentra la definición académica , la imagen que estimula al lector a continuar, los datos y la geografía, son aquella introducción esporádica , lúdica que nos tomará de la mano por esta odisea literaria, sutilmente  el poeta nos va rodeando de ese ambiente que ni aún en museos podríamos experimentar,  hasta encontrarnos con el primer testimonio , pero es sólo el vestíbulo de lo que vendrá, aquí debo hacer el alcance en la mesura en que las diversas manifestaciones gráficas pasan de ser  algo que algún despistado creyó “ornamental” a una manifestación genuina de cierta deshumanización, los datos no hacen más que irnos inculcando un horror en sordina, uno que a esta altura  va desacreditando las míticas y heroicas imágenes de la Guerra del Pacífico”, pero no sólo de poner en jaque este evento dentro de la Historia de Chile, sino algo de su profundo “ontos”  hasta antes de “Madres Chinas”; la gráfica y la utilización de las dimensiones nos empujaba a una vorágine de sentimientos encontrados y entregados a este interactiva dinámica planteada por el poeta, arrecia con ideogramas chinos que se enfrenta a un correlativo en castellano, versos, poemas, testimonios de mujeres chinas a quienes el desamparo fue el  testigo inseparable de la partida de  sus hijos esclavizados y transportados por un indómito océano. Sin embargo, las tierras no se mostrarán más acogedoras. Shangai a veces aparece envuelta en oníricas visiones.

Los testimonios prosiguen pero desde otra perspectiva, las mujeres sureñas-nortinas, las viñetas sepia de las batallas se revisten de miradas humanas, una sensibilidad inesperada ante los sucesos que se relatan. Se debe tener en cuenta la acertada inclusión desde el comienzo de  determinadas citas textuales, que han demarcado hitos dentro de este libro.

“Restos” sin embargo apela derechamente a la atrocidad en batalla y sobre todo, el tiempo posterior a la misma. El Testimonio Quinto proviene de una  Mujer del Perú, a mi juicio un punto de inflexión en el libro y su composición general, la estructura del mismo, entre morse , inglés, italiano, francés, se encuentra una acusación entre líneas, encarnada en lenguas extranjeras y la innegable intervención de una de ellas.

Hablar de “NOTA ACLARATORIA, PREVIA A LA LECTURA” y los acápites siguientes,  sería en pocas palabras coartar al lector de la conclusión de un libro que en su pretensión, abarcó mucho más de lo que cualquier lector exigente puede buscar. La formidable visión de Munita Fritis nos entrega una obra que indudablemente sobrevivirá al tiempo, por llevar una perspectiva única dentro de la literatura chilena, una visión empática de un conflicto cuyo costo ha sido tan alto, que aún hasta nuestros días, se continúa pagando.


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