martes, diciembre 24, 2013

DESARROLLO DE LA POESÌA CHILENA: 1960 (1973) 1990 (UNA INTRODUCCIÓN) por THOMAS HARRIS


Los poetas a los que me referiré en el siguiente texto pertenecen a dos promociones: la del 60 y la del 80, marcadas en su acepción de señal, de demarcación, de diferenciación, como también de territorios fronterizos, de rasgos adyacentes por el acontecimiento histórico chileno del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Se trata también de un corte en la continuidad de la historia republicana del país, y cuyos efectos se han constituido en fractura, en quiebre, en grieta que comprometen todos los estratos de la vida tanto pública como privada de Chile. Este hecho, axialmente trágico, ha comprobado, a nuestro juicio, ya como una certeza, que la poesía, tanto en su génesis como en su textualidad no es un producto cultural ahistórico, sino, muy por el contrario, adviene en una práctica más entre las prácticas de una sociedad; y sus productos, los textos poéticos, un producto más entre los productos de esta sociedad, por lo tanto permeables y dúctiles a los hechos que afecten su contexto sociohistórico.
Antes de continuar debo declarar que mi lectura se ubica desde la práctica de un poeta inmerso en el proceso, es decir involucrado, afortunada o desafor-tunadamente, en él. Por eso no es objetiva y menos inocente -no sé si alguna lectura pueda serlo- y carece de una teoría concreta, como tampoco se introduce en una discusión taxonómica de ubicación generacional de los poetas. El poeta y académico Andrés Morales, por ejemplo, plantea una taxonomía bastante más precisa, pero como no es mi finalidad clasificar ni distribuir, sino más bien dejar constancia, grabar, recordar, tatuar un universo poético demarcado por la represión y sus consecuencias, simplifico las categorizaciones -no soy un académico- en dos grupos intersectados, la promoción de los 60 y la de los 80, que preferiría leer como un continuum, pero los hechos históricos y políticos han impuesto la fractura que asume esta lectura.
Dos consecuencias fundamentales, efectos de la manu militari, caracterizan a estas promociones: a la del 60, la cruenta represión que comienza con la misma vertiginosidad de los bandos de la junta -único discurso público permitido en la época, junto al de una prensa cómplice y obsecuente-, los estadios convertidos en campos de concentración y exterminio, la posterior relegación, el exilio y el autoexilio, que transformaron los años inmediatos al golpe, casi en un despoblado poético, un baldío en el territorio antes ocupado por la poesía, una mordaza a la expresión literaria más pletòrica del país. Así, la generación de Waldo Rojas había definido como “emergente” en 1967, pasaría a denominarse "diezmada”, o de la “diàspora”, entre otros apelativos.
En ese baldío poético surgiría la Promoción siguiente, denominada NN por el poeta Jorge Montealegre, en la revista Hoy de junio de 1983:
NN, una generación de la diáspora y del exilio interno. Una Promoción que descubre la palabra en el desgarro colectivo: inspiración  de las bocanadas de humo de septiembre de 1973. Esta experiencia común a un referente bautismal para muchos poetas jóvenes de 20 a 70 años. Por ello no es extraño que algunos hubiéramos comenzado a escribir en la prisión política o que parte de nuestro desarrollo se haya dado en el exilio o eludiendo la represión con seudónimos o simplemente callando o postergando la publicación de nuestros textos; NN: lo sin nombre, lo que no existe, lo desaparecido. E pur si muove: no NN, al fin y al cabo, es una doble negación: Nunca nunca, Nadie nadie. De ahí soy. De allá somos.
Una Promoción que se autopercibe, a través de uno de sus integrantes, como innominada, silenciada, anónima, desaparecida, “un pedacito de iceberg inédito” en el momento de su gestación. Una generación que sufre la ausencia física de sus inmediatos interlocutores precedentes, cuyas huellas eran los escasos números de algunas revistas, como Tebaida, Aruspice y Trilce, entre las más significativas, y primeros libros o segundos libros, también de difícil acceso, por sus limitados tirajes de carácter casi artesanal.
De esta manera, la relación primera entre la Promoción del 80 con la del 60 es la marcada por la ausencia, el hiato, la distancia, o sólo lo que podía infiltrar¬se entre la alambrada de la censura: “Cuatro letras desde los cuatro puntos cardinales./ Manuel Aránguiz desde Canadá./ Hernán Castellano desde Italia./ Cecilia Coca desde Costa Rica./ Guillermo Deisler desde Bulgaria./Ariel Dorfman desde Holanda./ Omar Lara desde Rumania./ Hernán Lavín desde México./ Hernán Miranda desde Panamá./ Silverio Muñoz desde Estados Unidos./ Waldo Rojas desde Francia./ Antonio Skármeta desde Alemania./Leandro Urbina desde Argentina./ Cecilia Vicuña desde Inglaterra”. (Gonzalo Millán: Sinónimos de la muerte, 1984). A lo que podemos agregar, Floridor Pérez desde la isla Quinquina.
O pueden ser los fragmentos de El puente oculto que traza desde Madrid en 1981 Waldo Rojas en el que envía -y lo citamos a modo de reafirmar lo ya expuesto-poemas escritos durante las primeras semanas consecutivas al golpe de Estado de septiembre de 1973: “A este lado de la verdad”; “Ahh, Realidad Espejeante” y “No entregaremos la noche...”, cuyo título, como lo aclara el poeta corresponde a una frase de Gustavo Leigh, ex-miembro de la segunda Primera Junta justificando el toque de queda: “No entregaremos la noche a esos terroristas emboscados que amenazan la vida de nuestros soldados...”.
Soledad Bianchi en el prólogo a la antología Entre la lluvia y el arcoiris llama a la Promoción del 80 “una generación dispersa”, aclarando que “elegir y recopilar una poesía que se está haciendo es una tarea difícil, y lo es doblemente si se trata de la lírica chilena, porque en cualquier lugar que se sitúe el antologador sólo podrá dar una visión muy parcial del disgregado quehacer literario chileno, debido a la dispersión de los autores y a las lejanías y distancias geográficas que van de uno a otro, tanto dentro de Chile como desde el país hasta el exilio”. En el libro, Un mapa por completar: La joven poesía chilena, Poesía Chilena. (Mirada. Enfoques. Apuntes) (1992), Soledad Bianchi vuelve sobre esta denominación: “Posiblemente, más decidor que nominar a una generación por un año, es hacerlo con una característica definitoria y, creo, que para el grupo de poetas que comenzó a producir recientemente no es infundado ni resulta una exageración hablar de “una generación dispersa” que, sin duda, tiene como año de referencia 1973, fecha que significa un quiebre en la historia de Chile porque marca el fin de un período y el comienzo de una etapa que, entre muchos otros factores, afecta a los nuevos porque los disgrega y porque los limita en su expresión al imponerse la censura”.
Promociones de poetas golpeados en su emergencia por la historia, generaciones a las que se les ha denominado o se han autodenominado como Dispersa, de la Diáspora, NN, “del roneo”, aludiendo al epigrama de Cardenal, poetas que son partes de “Mapas por completar” o “Modelo para armar” (Soledad Bianchi La Memoria: Modelo para armar, 1995) todas denominaciones que apelan a lo difuso, indeterminado, disgregado, fragmentario, quebrado, silenciado, recluido, extrañado, alejado, golpeado, trizado, censurado, amordazado: estos son los aspectos que marcan a ambas promociones como territorios fronterizos, de rasgos adyacentes. Pensemos que ninguna frontera está claramente delimitada, que todo territorio adyacente a otro se define justamente por la ductilidad y permeabilidad de la misma adyacencia, la demarcación de lo que limita se borra produciendo la imbricación y, por lo tanto, la entrada y salida de un territorio en otro. Efectivamente, hay poetas de la Promoción del 80 que coinciden en edad o son mayores que los de la generación anterior, pero que comienzan a publicar después del 73. En Un mapa por completar, Soledad Bianchi dice al respecto:
Decía que 1973 es el momento que debe ser tomado como referencia para ordenar el trabajo de los más nuevos, esto no significa que a todos los que considero integrantes de “la generación dispersa” hayan comenzado a escribir en esta fecha. No, algunos de ellos, casi siempre los menos jóvenes, ya se habían expresado. Los menos habían pertenecido a los grupos que caracterizan a la Promoción anterior a la que pertenece, como ya dije, Gonzalo Millán, a quien veo como unión con los posteriores, poeta-puente, puente de poetas que, a veces, lo aventajan o coinciden en edad, pero cuyas actitudes y cuyas obras, generalmente más tardías, no permiten considerarlos entre los predecesores.
En relación a estos territorios fronterizos y a la actitud poética de su generación, Gonzalo Millán en “Promociones Poéticas Emergentes: ‘El Espíritu del Valle’” (.Posdata 4, Concepción, 1985) hace alusión a una exposición del poeta Waldo Rojas en la sala Barros Arana de la Universidad de Chile, que calificaba a los jóvenes poetas que comenzaban a escribir en esa época como “Promoción Emergente”, en el sentido de señalar una nueva actitud ante la tradición poética chilena, más de continuidad que de ruptura, de renovación a partir ele ella misma, que excluyente o beligerante con sus predecesores. Es fundamental, romo intento de clarificar y ordenar la dispersión y el desborde poético que se lia suscitado en la producción poética a mediados de los 80, lo que Millán propone en el texto citado, escrito en 1984:
Hoy, casi veinte años después, prácticamente a 14 años del 2000 y a 15 del 2001, esta “generación”, entendida en el sentido de todos los vivientes co-etáneos, aún no emerge totalmente. El estado de emergencia poética se ha ido prorrogando década tras década, expandiéndose hasta alcanzar proporciones desmesuradas. Así, a la primera Promoción emergente, fundadora, de los años 60, le ha sucedido una segunda de los años 70, que irrumpe después del 73, y hasta podríamos pensar que hoy, a mediados de la década de los ochenta, existe una tercera en pleno génesis compuesta por la confluencia de las dos precedentes aumentada por la adición de los que recién irrumpen (...) Si en estos momentos se quisiera hacer una antología representativa de estas tres promociones, calculo que el número mínimo de poetas activos que deberían ser incluidos no podría bajar de 50. Justifica la compilación de esta verdadera “Antología China” de la Nueva Poesía Chilena, como he dicho, la gran cantidad de poetas jóvenes y otros jóvenes relativamente, éditos e inéditos, en ejercicio dentro y fuera de Chile.

LA PROMOCIÓN DEL 60

El amor y la posibilidad de transformar el mundo, nos agarraron de frente.
No sabíamos que ambos estaban también hechos de desencuentros. En la noche del 73, despertamos...
Naín Nómez
En 1961 Oscar Hahn (1938) publica Esta Rosa Negra, conjunto de poemas que gana el Premio Alerce del mismo año. En 1967, aparece Agua removida del mismo autor, editado por la Universidad de Chile de Antofagasta, que obtuvo, también, el premio único en el Primer Certamen Zonal de Poesía Nortina, organizado por el departamento de Extensión Universitaria de la Universidad de Chile. Dividido en cuatro partes, “Imágenes nucleares”, “Los inocentes”, “Sobre las aguas” y un “Epílogo”, se inaugura una escritura que protagonizan Ki os y Tánatos por partes iguales, en un contexto apocalíptico, en directa relación con textos sagrados milenarios, como el Mamsala Purva, o el Apocalipsis de San Juan del Nuevo Testamento; con textos canónicos medievales, las danzas de la muerte, enraizados, también, a la tradición barroca española, entre Góngora, Quevedo y Garcilaso, además del uso de giros idiomáticos del habla cotidiana o de la jerga juvenil. La obra de Hahn, sólo dos años menor que Jorge Teiller (1935), es el puente o continuidad de la Promoción del 60 con la predecesora, la del 50. Floridor Pérez (1937) publica en 1965 Para saber y cantar, en la Colección Orfeo, inaugurando la serie “Inéditos” junto a Poemas de las cosas olvidadas de Jaime Quezada (1942), editado también en 1965. El primero reúne la tradición oral rural y la escritura antipoética, confiriendo una dimensión novísima de su escritura, epigramática, a veces de textos de no más de dos versos, poetizando el advenimiento de la modernidad al campo, pero resistiendo la palabra ancestral ligada a la tierra. Los elementos de la cultura pop entran de esta manera en un campo -rural y semántico- que va abandonando la dimensión lárica y nostálgica, en aquellos textos de título, diríamos, casi emblemáticos: “Vengan a pegar posters en el campo”.
Jaime Quezada, más apegado a la tradición lárica, le confiere, en textos también de corte epigramático, una dimensión religiosa dentro de lo cotidiano, un simbolismo sagrado ligado a la tierra. Igualmente, Ornar Lara (1942), fundador de la ya mítica Trilce, en Valdivia, procedente también del sur de Chile, muestra en su poesía inicial los temas de la configuración lárica del paisaje en la que están arraigadas sus primeras experiencias, y el tema erótico- amoroso. Posteriormente, en su poesía escrita en el extranjero, aparece el tema del exilio y la experiencia política del golpe militar. Por su parte, Waldo Rojas (1944) publica Agua removida en 1965 y Príncipe de naipes, en 1966, practicando una poesía que como él mismo explícita en “Breve autoexposición de una intención poética” (Revista Trilce, N° 13, 1968) conjuga dos experiencias: aquella de lo inefable y la del decir habitual, en modos convencionales del habla como dichos, frases hechas, giros típicos y refranes, mediante un mecanismo que funde esos objetos y circunstancias. Gonzalo Millán (1947) publica Relación personal en 1968, texto que obtuvo el Premio Pedro de Oña. Este poemario que recoge la relación entre el tú y el yo adolescente, con resonancias de la cultura pop de la época, pero fijando su tejido de sentidos en lo ominoso, lo degradado, lo enfermizo; poemas breves que condensan a través de imágenes de una profunda sugerencia metafórica y visual, un erotismo visceral y desgarrado. Hernán Miranda (1941) publica Arte de vaticinar el 9 de diciembre de 1970. Ironía, aparición del espacio urbano, crítica social e intimismo subjetivo son las principales características de este libro y de la posterior obra de Miranda, poeta que es necesario considerar más ampliamente. Estas son las primeras publica¬ciones de esta “promoción” que Floridor Pérez, en más de alguna oportunidad, llamaría “Grupo de grupos”.
Un hito fundamental en la generación del 60 es el nacimiento del grupo Trilce, en Valdivia en el año 1965. Fundado por Ornar Lara, como ya habíamos señalado, Federico Schopf, Walter Hoefler, Juan Armando Epple y Carlos Cortínez. Organizan el Primer Encuentro de Poesía Chilena al que invitan a poetas de la generación del 50: Miguel Arteche, Efraín Barquero, Enrique Lihn, David Rossenmann Taub, Alberto Rubio, Jorge Teiller y Armando Uribe Arce. De este encuentro surge una publicación: Poesía chilena (1960-1965) en la que aparecen, además de textos de los poetas ya mencionados y estudios acerca de sus obras, una selección de textos de los poetas de la generación convocatoria, entre ellos: Carlos Cortínez, Oscar Hahn, Ronald Kay, Omar Lara, Hernán Lavín Cerda, Floridor Pérez, Jaime Quezada, Ramón Riquelme, Federico Schopf, Manuel Silva Acevedo, Enrique Valdés y Luis Zaror. En la “Explicación Preliminar” del libro se consigna: “El foco central de nuestro interés fue -y es el de este libro- la generación del 50. Pero las generaciones surgen unas de otras. Se contaminan y purifican sucesivamente. De allí esa mirada a los poetas de mañana”. Esta declaración que manifiesta una concepción del quehacer poético como continuidad transformadora y enriquecedora de la tradición, es reforzada, más tarde, en agosto de 1967, por Waldo Rojas en el texto leído en la sala Barros Arana de la Universidad de Chile, citado más arriba, donde formula que en los poetas que han comenzado su práctica escritural en los 60 existe una “apertura hacia la tradición más que hacia la renovación vanguardista”. Poste-riormente, en el periódico Casa Chile, Buenos Aires, 1987, en “Conversaciones con Omar Lara”, entrevista hecha por el poeta chileno Aristóteles España, aquél reafirma esta concepción poética:
No pretendíamos fundar nada. Hacíamos un trabajo sin solemnidad, aunque seriamente, sin excesivo entusiasmo, sin ningún tipo de represión. Nos considerábamos parte de un movimiento mayor. No había afanes vanguardistas ni adanistas, sino continuar la rica tradición poética chilena. Ahora se sabe que la actividad central se desarrolló en provincias como Concepción y Arica, pero en aquella época lo ignorábamos. Nuestra poesía tenía ecos de Gonzalo Rojas, Jorge Teiller, Enrique Lihn, Armando Uribe Arce, a quienes leíamos con afecto. Somos un referente porque de allí parten los trazos fundamentales de la generación del sesenta, con las vertien¬tes que se desarrollarán más tarde, -entre ellas la urbana y la lárica-, aun¬que aún es un tema por estudiar y definir.
Efectivamente, una de las características fundamentales y fundacionales de esta generación es su agrupación en torno a revistas editadas en provincias, como Arùspice en Concepción, fundada por Jaime Quezada e integrada, entre otros poetas, por Floridor Pérez, Jorge Narváez, Silverio Muñoz, Enrique Giordano, Raúl Barrientos, Javier Campos, Edgardo Jiménez y, esporádicamente, Gonzalo Millán. Este grupo y su revista funcionaban al alero de la Universidad de Concepción, caracterizada por sus ya legendarios en¬cuentros de literatura, realizados bajo la activa participación de Gonzalo Rojas en su organización. Otros grupos significativos de los 60 fueron Tebaida de Arica, dirigida por Oliver Welden, promisorio poeta que publicó un poemario notable, Perro de amor, pero que posteriormente no continuó su labor poética.
En 1967 surge la Escuela de Santiago, integrada por Naín Nómez, Jorge Etcheverry, Julio Piñones (Carlos Zarabia) y Erick Martínez. Editan en 1968 en la revista Orfeo su antología 33 nombres claves de la actual poesía chilena. En ella proponen un “manifiesto”, a la manera de las vanguardias, en el cual se procla¬man con directrices textuales polémicas a los poetas de Trilce y Arùspice. Su “vía poética” tenía como fuentes a Pablo de Rokha, Rosamel del Valle, Eduardo Anguita, Humberto Díaz-Casanueva y el surrealismo chileno de “la Mandràgora”. Su poesía formalmente estaba inscrita en textos que rompían los límites demarcatorios entre poesía y prosa, utilizando el versículo, en por más extensos, fragmentarios, donde abundaba la imagen poética y una visión urbana y experimental de la escritura.
Otro grupo significativo, tal vez el más excéntrico y rupturista, fue la Tribu No de Valparaíso, cuyos integrantes más activos, y aún vigentes, fueron Cecilia
Vicuña y Claudio Bertoni. Sus referentes eran (y son en el caso de Bertoni y Vicuña) la generación beat norteamericana y la incursión en el happening. Gonzalo Millán en el citado texto “Promociones poéticas emergentes: el ‘“Espíritu del Valle’” dice acerca de este grupo:
... la llamada “Tribu No”, compuesta por Cecilia Vicuña (1948), Claudio Bertoni (1946), Marcelo Charlín y Francisco Rivera. Colabora ocasionalmente con ellos Miguel Vicuña Navarro. A través de la revista mexicana- norteamericana El Como Emplumado, este grupo se contactará con la poesía Nadaísta, movimiento poético-juvenil subversivo colombiano, liderado por Gonzalo Arango, y además, con la joven poesía norteamericana y canadiense, y el naciente movimiento hippie. Durante los primeros años que siguen al 70, Cecilia Vicuña realizaría una serie de acciones artístico-poéticas: una de ellas, la más memorable, utilizando hojas secas recogidas del Parque Forestal, se efectuará junto con una exposición de pinturas ingenuo-textuales en el Museo de Bellas Artes. Es preciso señalar también que su libro Sabor a mí (Beu Gest Press, Londres, octubre, 1973, constituye, junto con los libros objetos publicados por Guillermo Deisler y Gregorio Berchenko, un antecedente (que no menoscaba, es preciso señalarlo, un ápice la originalidad) de La nueva novela, aparecida con postergación como la mayoría de las obras del período, en 1977, habiendo sido iniciada según el autor nueve años antes, o sea en 1968.
También cabe mencionar el taller del Instituto Pedagógico de Santiago en el que participaron los poetas Ronald Kay, Sergio Muñoz, Jaime Gómez Rogers (Jonás), Federico Schopf, Oliver Welden, Erik Martínez y Gonzalo Millán. Otra fecha importante dentro de la historia de esta generación es 1971, cuando Juan Cameron de Valparaíso publica su primer libro, Las manos enlazadas. En 1972, Manuel Silva Acevedo obtuvo el Premio Trilce por su obra Lobos y ovejas, quizás el poemario más intenso, original, hermoso y perturbador de esta generación. El texto fue publicado parcialmente en la antología de Jaime Quezada, Poesía joven de Chile, editada en México al año siguiente por la Colección Mínima de Siglo xxi. La versión completa sólo aparece tardíamente en 1976, en una modesta publicación de Ediciones Paulinas.
En la antología Poesía joven de Chile, de Jaime Quezada, éste define en su prólogo algunos rasgos de su generación:
Quienes acostumbran a dividir las cosas ven en la poesía chilena de este último tiempo dos direcciones, dos líneas generacionales distintas. Una, cuya temática se proyecta hacia una realidad inmediata, urbanizada, de sencillez gramatical, pero de complejidad en el tema. Y otra, que se acerca a la tierra, a la familia, a la nostalgia elevada a categoría mítica. Los poetas Enrique Lilm y Jorge Teillier vendrían a ser, respectivamente, sus representantes más definitorios. Llama también la atención la estructura formal de los poemas, una poesía breve, casi epigramática, directa, depurada de todo falso vocabulario. Conciencia -además- y sin caer en alardes panfletarios, de la realidad histórica que vive el hombre hispanoamericano de hoy.
Es la publicación de esta antología el último acto de la promoción del 60 antes de pasar a ser la generación Diezmada, de la Diáspora: “Cena Última” de Gonzalo Millán, (Seudónimos de la muerte), poema dedicado a Silverio Muñoz:
El compañero arúspice hunde la mano/ en las entrañas/ y me tiende el hígado/ verde obsidiana del ave./ Escrutamos meticulosamente sus repliegues./ Un enigma es la joya de piel cuajada/ para el pueblo,/ y largos años predice/ en el poder para el tirano./ Partiremos en unos días al exilio./ Quién sabe si nos volveremos a ver./ Cada cual irá por su propio camino./ Brindemos ahora, qué más nos queda,/ comiéndonos con arroz y azafrán/ este sabroso pollo sagrado. (Santiago, diciembre 1973).
El golpe de Estado de 1973 no silencia a esta promoción emergente. Nuestra tesis es que sin duda hay cambios fundamentales en la continuidad textual de los poetas del 60, pero, también, cada uno de ellos continúa una movilidad textual que proyecta los rasgos escritúrales de sus inicios, abriéndolos y movilizándolos en sus condiciones singulares, en un entramado que ensancha los rasgos comunes e incipientes en un desarrollo de sus distintas voces creando una significación poética propia en relación a la textualidad misma y al contexto cultural o extratextual. En este punto es necesario recalcar a modo de “coda”, el paréntesis que hace Javier Campos en el Prólogo a La joven poesía chilena en el período 1961-1963, en relación a la práctica poética como discurso ideológico: “No puedo dejar de mencionar, como un paréntesis, que la práctica poética es un discurso ideológico con varios posibles discursos productores de sentido (...) El producto poético, como producto ideológico que es (el cual no tiene por qué ser necesariamente consciente), necesita desopacarse”.
El planteamiento de Campos es muy significativo, tanto para esta promoción, como para la posterior; la producción poética, una práctica más entre las otras prácticas del lenguaje, es por definición de una mayor opacidad que otras prácticas lingüísticas; es un lenguaje segundo, un tejido de signos cuyo sentido deviene de sus múltiples interrelaciones, tanto textuales como extratextuales e intertextuales en las cuales se configura la significación poética.
Esta significación tanto como sus modos de significación en su contexto de producción es lo que nos preocupa develar. La generación del 60, al producirse el Golpe Militar, está en pleno proceso de transformación -este proceso es visible en libros antológicos como Vida de Gonzalo Millán, publicado en 1984 y que contiene textos de 1968 a 1982, Arte de morir de Oscar Hahn (1977), Versos para quien conmigo va de Hernán Miranda (1986), El puente oculto (1966-1980) de Waldo Rojas (1981), El fuego va borrando de Naín Nómez, con textos de entre 1964 a 1988, Desandar lo andado de Manuel Silva Acevedo (1988), con textos de entre 1976 a 1986, entre otros- proceso que se ve a la vez que fracturado, ensanchado por los sucesos sociohistóricos. Este aspecto lo define muy lúcidamente Javier Campos en La joven poesía chilena en el período 1961-1973 en el prólogo antes citado:
El golpe militar apresuró esta transformación agónica y crítica, situación esta que está perfectamente expresada en las imágenes más dominantes y recurrentes de sus textos poéticos, y no cambió de raíz la joven poesía de entonces de lo blanco a lo negro. El quiebre que yo señalo debe entenderse en ese sentido y no que a partir de 1973 todo comenzó de 0. Así entiendo la ruptura.
¿Qué poeta de entonces o artista en general puede negar tan fuerte impacto en su conducta como individuo y en la irradiación nueva que se proyecta en su poema, cuento, cuadro, obra de teatro, con lo que ocurre en 1973? ¿Hubiera existido La Ciudad de Millán sin ese impacto? ¿Cómo se explica la transformación evidente en el discurso de Hahn respecto al cambio semántico que después del golpe asume su tema de la muerte? ¿Cómo se explica la poesía posterior de Waldo Rojas, de Omar Lara? ¿Cómo se explica parte de Astrolabio (1976) de Jaime Quezada, todo Huerfanías (1985). Los ejemplos pueden seguir y seguir.
La poesía de la Promoción de los 60, a pesar de estar inscrita en sus inicios en un contexto socio-histórico de gran entusiasmo político e ideológico, tanto nacional como internacional, desde la Revolución Cubana en 1959, el movimiento hippie norteamericano, los aportes teóricos de Marcuse, Althuser, Cohn- Bendit, las reformas universitarias de 1967, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria formado inicialmente en la Universidad de Concepción, hacia 1964, hasta la represión de Nanterre en Francia y la masacre de la plaza de Tlatelolco en México, en 1968, se caracterizó por ser un espacio de resistencia textual, de expresión de la voz marginal de un hablante colectivo-subjetivo, de un discurso desacralizador y desmitificador del contexto tanto rural como urbano, dentro de un contexto de continuidad poética, fundamentalmente con la antipoesía parriana y la interrelación con los poetas de los 50, Lihn con su poética refractaria a una realidad urbana contemporánea compleja y degradada y una dialéctica a problematizadora de la relación con la palabra, Uribe Arce en su poesía signada por una desgarrada y demoledora ironía en textos de gran concisión epigramática, fundamental para muchos poetas del 60, y Teillier en una relación conflictiva con lo lárico por la irrupción de algunas formas de civilización en la naturaleza del sur en tránsito hacia la devastación, como también los poetas de la tradición hispanoamericana, Cardenal, Germán Belli, Cisneros, y norteamericana, Ginsberg, Ferllingeti, Kerouac.


POETAS Y TÓPICOS SIGNIFICATIVOS DE LOS 60

La poesía de Oscar Hahn se inaugura con el tópico de la muerte; fundamentalmente, la de la tradición medieval y la del siglo de oro; la danza de la muerte, la vida como los ríos que van a dar a la mar que es el morir y que todo lo iguala, la inversión del tópico cristiano de una muerte que conduce a la eternidad, el fuego que calcina desde el Apocalipsis de San Juan, a la conflagración nuclear en “Imágenes Nucleares”. Francois Villon, Santa Teresa de Jesús, Manrique, Góngora, entre otros, son los referentes intertextuales cuya forma métrica retoma, asimila y transforma, tanto del soneto, el romance, la elegía, la copla de arte mayor, como su versificación en octosílabos, endecasílabos, el ritmo y la rima. En “Palomas de la Paz” invierte, parodiando el título, la visión de un locus amoenus por el infierno nuclear, en un poema que se constituye como la imagen más vivida de la destrucción: “Entonces vimos a los dentistas/ nucleares blandir sus alicates de uranio y/ disparar, y llover las palomas dentales/ sobre el prado luminoso de lava y zafiros./ El aullido vibrante del cielo hizo parir/ las vírgenes, y nuestros rostros conocieron/ la caída de la sangre celeste y el/ fruto de la guerra”. También irrumpe la muerte en el ámbito de lo cotidiano, en “La muerte está sentada a los pies de mi cama”, en una suerte de seducción tanática- erótica, o la muerte en el contexto del poder y la corrupción contemporánea en “Adolfo Hitler medita en problema judío”: “Levanta el pie despacio. Asimis¬mo. Tritúralos./ Que les saquen las plumas con agua hirviendo y pongan/ esos cuerpos en la fiambrería”. La muerte en los reos chilenos durante los genocidios de la dictadura, como en “Un ahogado pensativo desciende”:...“hay un muerto flotando en este río/ y hay otro muerto más flotando aquí:/ esta es la hora en que los pobres símbolos/ huyen despavoridos: mira el agua/ hay otro muerto más flotando aquí”.
En Mal de amor (1981) -libro acusado de provocativo y “pornográfico” en el momento de su publicación- el tema del amor y del erotismo se constituyen en una suerte de relato fragmentario en el que en cada poema el yo transita, siempre en un constante diferimiento, desde la discontinuidad a la continuidad, en términos de Bataille, pero sin encontrar jamás la fusión en el Otro, donde la unidad se muestra como un posible difuso y onírico, fantasmático y vacuo: “Estoy sentado en la puerta de mi casa/ esperando que pase el fantasma/ En esta mano tengo un recuerdo triste de ti/ En esta otra tengo un recuerdo desolado/ Y en estas dos que acaban de crecerme/ no tengo nada ni siquiera las líneas/ Así que estoy sentado en la puerta de mi casa/ esperando al fantasma que vendrá a dibujarlas”. (“En la Vía pública”). “Mal de amor -dice Enrique Lihn en ‘Presentaciones de Oscar Hahn’- es un libro embrujado, de fantasmas o de un phantasm que se dispersa en todos los versos y que se redistribuye entre el emisor y el receptor por partes iguales (entre el hablante de los poemas y la persona a que se dirige). Ambos son aquí uno y el mismo fantasma, brotado en o del punto irreductible de la separación. Separación consustancial como si el amor fuera eso: una separación gozoza y dolorosa”.
En Estrellas fijas en un cielo blanco, en el poema “¿Por qué escribe usted?”, Oscar Hahn explícita en una constante reiteración textual todas sus obsesiones como escritor, motivaciones de múltiples sentidos, alusiones y temas, cuya respuesta final es, por lo inagotable de las respuestas -una lista que podría COntinuar infinitamente- un gesto inútil y abierto a la vez: “Porque el fantasma por que ayer porque hoy:/ porque mañana porque sí porque no/(...)”.
La poesía de Waldo Rojas, desde Agua removida (1964) hasta Fuente, itálica (1991), constituye una textualidad estructurada por el bricollage, la construcción de los textos a partir de lo residual, de lo fragmentario, por la yuxtaposición y combinación de todos estos elementos encontrados por el poeta de los distintos discursos extratextuales, cultos, populares, de los mass media, del habla cotidiana, etc., donde el poeta se retrotrae para dejar la voz a estos ecos proferidos desde todas partes:
Más que los objetos mismos -dice Waldo Rojas en “Breve autoexposición de una definición poética” (Trilce, número 7, enero-marzo de 1968)-, busco el trato con ellos. Más que descripciones emprendidas de algún modo, me preocupan ciertas formas de accionar con la realidad. Trato de encontrar para ello un lenguaje adecuado. Busco así, la precisión del decir, el golpe de lenguaje, la novedad dentro de las formas ya habituales. Suelen serme útiles con estos propósitos las referencias múltiples, es decir, el uso simultáneo de una referencia individual, personal, y la convencional, de uso generalizado.
La poesía de Waldo Rojas es una práctica de un sujeto distanciado productor de un entramado textual opaco, donde el yo transita por espacios urbanos marginales y degradados, en atmósferas enrarecidas y ominosas, como las salas de espera, los hospitales, los bares, los mercados, los surcos que trazan la huella de las luces de los automóviles en la carretera.
Otro aspecto fundamental en la poesía de Waldo Rojas es la autorreflexividad, la poesía sobre la poesía, la problematización del hecho poético por el texto mismo, relacionándose, de esta manera, con cierta poesía de Vicente Huidobro, Gonzalo Rojas y Enrique Lihn; “poesía de la contradicción -como dice el mismo Waldo Rojas en Nota Preliminar a La musiquilla de las pobres esferas de Enrique Lihn- esto es, poemas que son documento de un conflicto: la destrucción de la poesía misma, pero la destrucción justamente a través de ella, serpiente alquímica que devora su cola”.
“La poesía no puede ser negación de nada-escribe Jaime Quezada en ¿Quién es quién en las letras chilenas? (Santiago de Chile 1978)-. Es libertad y verdad de su tiempo. Soy, pues, un poeta más intuitivo que teórico, más cerca de la tierra, de las montañas, de la pasión forestal que de escuelas y doctrinas. Creo que el hombre nunca vivirá en paz ni en felicidad. Sólo hay instantes que bien podrían ser un minuto gozo eterno de felicidad. Hago mía -y ojalá de todos- la frase de Albert Camus: no hay que estar con los que hacen malamente la historia, sino con los que la sufren”.
De alguna manera esta declaración representa la práctica poética de Jaime Quezada, tanto en su libro antológico Astrolabio (1976) como en su poemario Huerfanías (1985). En Astrolabio, en todas las secciones del libro, opta por una elección del texto breve, epigramático y coloquial, que se preguntan constantemente y ponen en escena huellas de lo inmemorial, de lo constante: lo religioso, la infancia, la naturaleza, el erotismo y la pobreza. Poemas que hablan el lenguaje de todos centrados en la anécdota que se resuelve, en la mayoría de los casos, con una ironía desgarradora. Los poemas de Astrolabio son fábulas en miniatura de lo cotidiano, de lo familiar, de la conciencia del mundo y de las cosas y, fundamentalmente, de las memorias. Imágenes condensadas donde en un poema cabe toda una metafísica de la cotidianidad amenazada o del sentido religioso que late en cada objeto. Del Eros y del Tánatos. De la opresión del hombre contemporáneo o del refugio sensorial de la aldea. Textos que se construyen con un lenguaje desmitificador y desacralizador: “La madre engaña a su hijo con un cuento/ Y el plato de sopa queda limpio/ El hijo crece/ Se hace hombre/ Se casa. Y tiene un hijo/ Y el hijo engaña a su madre con un cuento/ Y el plato se ensucia con el llanto”. Huerfanías, por su parte, es un poemario que constituye una unidad más compleja, formada por veintiséis fragmentos, cuyos títulos dan una visión global de la textualidad de la obra.
Elegimos un texto de los fragmentos referidos para dar cuenta de algunos de los sentidos más evidentes del libro y de la actitud del sujeto que habla en ellos: “Cultiva la idea de que el mundo se apaga”: “Todos los animales han fenecido en este valle/ El último aliento fue el mugido de un buey/ También las aves los insectos los árboles las plantas/ Ni una espora de hongo en este valle/ a no ser la espora de hongo del esmog/ Ni una drupa melocotón/ Ni un aquenio capaz de dar origen a una hoja de lechuga/ Cultiva la idea de que el mundo se apaga”: En este texto, como en los otros del poemario, aparece la presencia constante de un sujeto que asume la función de cronista: da fe, testimonio, relación de hechos; esta relación parte de la inversión del tópico del locus amoenus, a partir de la alusión de la película hollywoodense de John Ford, Cuán verde era mi valle, en un sentimiento de nostalgia, de imposibilidad de acción frente al espectáculo apocalíptico enfrentado, a través de la reiteración ritual del enunciado “cultiva la idea de que el mundo se apaga” de Rosamel del Valle, el valle verde se trastoca en una estampa infernal, como de Hieronimus Bosch, donde los animales se “desfecundan”, se devoran entre sí y las plantas y las flores adquieren características ponzoñosas. La vida se va apagando lentamente. Los elementos de fertilización pasan a ser precedidos por una negación: el no huevo, el no cigoto, la no semilla. La naturaleza se vuelve ficción, antiphisis, lámina a todo color de papel cuché de una revista geográfica ilustrada. Frente a lo cual el cronista se duele, con la inversión de los versos de Garcilaso de la Vega: “Salid de mí con duelo lágrimas corriendo”.
En 1990 se publica la versión definitiva de Cartas de prisionero de Floridor Pérez. Se había publicado una primera versión parcial en México en 1984 y otra segunda edición, también parcial, en Cuadernos LAR en 1985. El libro se abre con la sección “Cartas sin corregir”, que corresponden a la experiencia en la cárcel de la Isla Quinquina de Talcahuano y el Regimiento de Los Angeles, al sur de Chile de los días posteriores al golpe de septiembre de 1973, donde Pérez estuvo prisionero entre el 12 de septiembre de 1973 y e 12 de febrero de 1974. Los poemas de esta sección asumen la forma de “cartas de prisionero”, mensajes que se intercambian el poeta y su destinataria, su esposa Natacha, en el contexto extratextual. En poemas breves, de una intensidad dramática condensada, Floridor Pérez va dando cuenta de la situación del encierro del sujeto y los acontecimientos de los campos de concentración de la dictadura. Apare¬cen personajes típicos como el cabo de guardia, fechas claves como en el poema “Diciembre 24, 73”, comunicados, contrabandos, cables y documentos facsimilares intervenidos como el recorte de la página 23 del diario El Sur de Concepción del viernes 5 de octubre de 1973, donde en los titulares se lee “Estamos muy bien ¡Los Presos de la Quinquina!”, cruzado con el texto “¡Los ovnis existen!” Un libro donde el testimonio se hace poesía a través de diversos mecanismos tanto poéticos como extraliterarios, configurando una imagen de lo que fue un cruento período de la historia de Chile, en un libro que marca una huella, un trazo indeleble en la memoria colectiva: “Y has escrito sobre esto?/ -No./ ¿Por qué?/ -No sé/ No seré ave que cante enjaula”.
Memorias de un condenado a amarte, el más reciente libro de Floridor Pérez, es una suerte de antología personal, donde mezcla poemas antiguos (publicados e inéditos) y nuevos en cuatro secciones: “Memorias”; “De un condenado a amarte”; “Con lágrimas en los anteojos” y “Tristes trípticos”. Son textos que aluden a la memoria personal y colectiva, a través de un lenguaje coloquial, con diversas alusiones intertextuales (Catulo, Cardenal, el Oráculo, las fábulas) escritos en verso y prosa.
Las memorias de Floridor Pérez -dice María Nieves Alonso en “Prólogo de la condena a escribirlo”- sus traducciones, signos, gráficos, fotografías, anunciaciones, encarnaciones, retratos, imitaciones, cartas, sueños, diarios, peldaños, miradas, recuerdos, trípticos, oráculos, acuarelas, postales, ecos: son alondras que son tencas, los cervatillos gemelos de la amada, o los uno y dos que son trinidad, responden al unísono a la idea de duplicación y transformación de lo mismo que es lo otro, o del otro que es el mismo.
El espacio urbano y la modernidad son los ejes estructurantes de la poesía de Federico Schopf (1940), Javier Campos (1947) y Hernán Miranda, respectivamente. En Escenas de Peep-Show  (1985), La ciudad en llamas (1986) y Trabajos en la vía (1987). “Este conjunto de poemas -dice Schopf en la contratapa de Escenas de Peep-Show- (in) comunica la experiencia de un sujeto marginal, disidente, expulsado al centro mismo del gran peep-show de la sociedad moderna. Conduce -¿necesariamente?- a una Meditación sobre Roma, que es una revisión crítica y nostálgica de los fragmentos que (des)componen una vida”. El poeta es una suerte de observador tantálico, el voyerista que transita por restos urbanos fragmentarios, ciudades que han perdido su centro, sus señas, sus señales de legibilización : “Mirando a la muchacha por el ojo permitido/ me digo: desde luego no tengo ninguna esperanza/ en la mesa de negociaciones...”. Se erige, asi, un sujeto mino un puente roto lo estrictamente fuerte de represión constante la pura mirada. que no conduce a la utopía -nuestro sueño- . Los sueños se convierten en pesadillas. “¿Y si la ciudad en llamas se enfocara como un sueño?”, se pregunta Soledad Bianchi en “Un sonámbulo por los paisajes de sus sueños”, texto introductorio a La ciudad en llamas de Javier Campos. Ámbitos de pesadilla, ominosos refractarios a lo apocalíptico, como una desgarradura hacia una sombra inconsciente, interior, mítica, a conflictivos espacios que no tienen cabida en lo diurno, que son rechazados durante el día, sueños que parecen dictados al desgaire en el momento mismo de despertar: “no hay modo de escaparse de esta “ciudad dormida”/ “ciudad olvidada” cuya superficie se complementa con “el parque”, que, al mismo tiempo, aparenta ser síntesis y metáfora de la urbe” (Bianchi).
La ciudad en la poesía posmoderna ha perdido su centro, ha sido vaciada de sus puntos de referencia habituales,  desplegados desde la plaza central y la catedral, lo que produce una ruptura con las coordenadas acostumbradas del espacio urbano. La ciudad se ha descentrado, se ha hecho barroca. Esta ruptura, para Severo Sarduy, es análoga a la producida en el lenguaje, que descentra su espacio con sus mutaciones retóricas; la crisis del imaginario urbano es análoga a la crisis de la inteligibilidad: “¿Será que cada época tiene su dragón, sus grifos, sus endriagos?/ Y si es así ¿Quién es quién en la fauna de una urbe?”, se pregunta Hernán Miranda en ‘El Dragón de Santiago’”. (Trabajos en la vía, 1987).
En La Ciudad (Primera Edición, Canadá, 1979), Gonzalo Millán estructura un poema unitario, que configura todo un libro, dividido en fragmentos, donde el poema escenifica una ciudad tomada por un poder absoluto y omnisciente personificado por la figura del “Anciano”, que abarca todos sus estratos, desde lo privado a lo público, donde múltiples voces van configurando con su habla una ciudad amenazante, en estado de sitio, amordazada hasta el límite de la afasia: “La mordaza impide el habla./ Vvms mrdzds./ Vvmos mrdzdos./ Vivimos mordazados”. El poema está estructurado en base de juegos de reiteraciones y combinatorias que van enlazando todo el entramado textual. La Ciudad es un poema-relato que inscribe el espacio urbano dentro del espacio textual: “Amanece./ Se abre el poema./ Las aves abren las alas./ Cantan los gallos./ Se abren los ojos./ Los oídos se abren. La ciudad se despierta./ La ciudad se levanta./ Se abren llaves./ El agua corre./ Se abren navajas tijeras./ Corren pestillos cortinas./ Se abren puertas cartas./ Se abren diarios./ La herida se abre”. Para ello Gonzalo Millán utiliza materiales provenientes de la cultura de masas, y otras formas discursivas como rayados: “Amordazan con pintura las paredes./ La lluvia las despinta./ Reaparecen fragmentos de murales. / Siglas de partidos proscritos./ Consignas antiguas y recientes./ Y la última RESISTENCIA recién bo¬rrada”, partes; “Sr. Señor./ (a) Alias./ Afto. Afecto./ Izqda. Izquierda./ R.I.P. Resquiescat in pace”; interrogatorios policiales; “¿Cómo vestían los hombres?/ Común y corriente”/ “¿Los hombres vestían uniformes?/ No. Andaban de civil./ ¿Cómo eran los hombres?/ Los basketbolistas son altos./ Los guardaespaldas son fornidos”; spot publicitarios; “La beldad anuncia un champ / La beldad se lava con champ- $KK|WW”.(..) La beldad se tiñe el pelo con tinturas $WW&KK”.

Estos campos semánticos que van desplazando sus relaciones precisas y formalizables en el interior de todo el léxico múltiple de la ciudad, cuyas deli-mitaciones se van permeabilizando a través de un proceso de permutabilidad, utilizando quiasmos, elipsis, metonimias, antítesis y homologías, en una diégesis fragmentaria y quebrada, para lograr así la imagen totalizante de una ciudad en el grado límite de la represión: un Santiago de Chile nunca nombrada, pero omnipresente de comienzo a fin del poema. Años después de esta edición de 1979, La Ciudad se reedita en Santiago de Chile, en 1994. Desde una mirada comparada las dos ediciones no son idénticas. Entre reelaboración de ambas versiones el tiempo cronológico de la vida del poeta ha entrado transformando el tiempo textual de la vida del poema.
La poeta y crítica María Luz Moraga advierte las siguientes variantes en La Ciudad de Gonzalo Millán, Rayentrú número 8, marzo abril de 1985:
Dos cambios fundamentales aparecen en la edición chilena con respecto a su melliza canadiense. El anciano, personaje fundamental en la primera edición, es reemplazado por una anciana, homenaje simbólico a la mujer cuya fortaleza superó en ocasiones a la del hombre y -el caos rodeado de pesimismo-, da paso a la esperanza a través de la inserción de textos provenientes de otras obras de sus creaciones. Un tercer cambio aún más sutil es la escritura de su segundo nombre, Vicente, como símbolo de su crecimiento como persona y como poeta. En efecto, si sumamos los dígitos que componen la cifra 2.445 que son los versos seleccionados para su segunda versión, el resultado es 15, que son los años que transcurrieron entre ambas versiones, pero sin duda el detalle más sutil de este gran poema reflectafórico es el número de su último poema: 73.
En Vida (1984), dieciséis años más tarde de la publicación de Relación personal, suma poética que incluye el primer libro citado, al que agrega “Ouróboros”, más los textos de “Vida”: se establece una relación entre un sujeto que tiende a desaparecer cada vez más de la escena del poema, dejando a los textos configurarse en interactuar más por su trama lingüística que por la posición del Yo dentro del poema. Textos que transitan por una sociedad moderna donde el consumo, los objetos, la degradación de la relación entre el tú y el yo, la visceralidad del cuerpo, algunos elementos de la naturaleza, entran imbricados en un todo indiferenciado en un estado de cosas en tránsito a la consumación, al desecho, a una suerte de apocalipsis del detalle, de la cosa por la cosa, aparentemente autónoma, desligada de su interacción con el usuario, que a suerte de usarla, la ha desgastado hasta llevarla a este límite de gran basural, donde los relojes, los refrigeradores, los automóviles, el papel higiénico, el excusado, el hospital y hasta las frutas o los actos humanos más íntimos como el beso, pasan a ser representaciones artificiales y artificiosas, el gran decorado de una modernidad que se devasta a sí misma. El proyecto es el de construir una poesía objetiva, fenomenológica, a la manera de Francis Ponge o cercana a lo visual, como los poetas concretos brasileros: “Encontrarán siglos después,/ cuando sólo queden los envases/ de una sociedad/ que se consumió a sí misma,/ sus restos/ de pequeño faraón/ dentro de un refrigerador descompuesto, enterrado/ bajo unas pirámides de basura” (“Niño”) “Yo creo, -dice Millán al respecto, en “La dictadura corrigió mis poemas”, entrevista aparecida en Piel de Leopardo número 5, Santiago de Chile, octubre 94 - marzo 95- en relación con la poesía objetiva, que la influencia más grande es la poesía oriental, el haikú japonés; veo allí una mirada neutral, no importa quién mira, importa la visión, lo mirado, no la historia personal, el personaje dramático. Me atrae eso, me esfuerzo conscientemente para alcanzar este tipo de mirada acerca de mí, de los demás, del mundo”.
En 1997 aparece la antología Trece lunas, libro que agrupa y reordena casi toda la obra poética de Gonzalo Millán, salvo el libro Seudónimos de la muerte, publicado en 1984. Son cinco las secciones de la muestra, que constituye una sorprendente unidad formal y temática: “Relación personal”; “Dragón que se muerde la cola”; “Vida”; “La Ciudad” y “Virus”; la necesidad, más que la intención que manifiesta este libro de Millán, la expresa con claridad Waldo Rojas en el final del prólogo del poemario: “No sería abusivo pretender que la presente selección antològica reordena libros y textos en el afán saludable de res¬tablecer el verdadero trasunto poético de esta poesía, restituyendo la filiación de sus articulaciones formales circunstancialmente discontinuas”.
En Desandar lo andado (1988), libro antològico de Manuel Silva Acevedo (1942), se incluyen las secciones Terrores diurnos (1982), Monte de Venus (1979), Lobos y ovejas (1976), seis poemas de Mester de bastardía (1977), y algunos poemas de Palos de ciego (1986). En esta muestra se condensa una poesía que según Carmen Foxley en el capítulo “Lo Grotesco, la Bestialización y El Amor. La Poesía de Manuel Silva”, del libro Seis poetas de los sesenta (1991), “ha desconcertado a los lectores; son textos que han sido percibidos como gritos desarticulados para salvar la pureza o esencia de la poesía, donde el cosmos se transforma en caos, donde el espectáculo poético es percibido como un circo donde interactúan suicidios y asesinatos, una poesía que mezcla mundos para hacer irrumpir lo sorpresivo, lo imprevisible, todo de manera grotesca y ruda”.
Sin duda, Lobos y ovejas (1976) es el poema más significativo de Silva Acevedo y una de las obras que ocupa un lugar privilegiado dentro de la lírica chilena contemporánea. Escrito a la manera de una fábula de animales, en una textualidad fragmentaria que constituye una sola unidad o libro, un lobo y una oveja negra, en cuyas entrañas hay un lobo que pugna por nacer y por el cual ella, la oveja, que deplora su ovina condición de mansedumbre, se desangra por él. El intento del poema es de transgredir el orden natural de las cosas, de enfrentar los extremos, de exponer los límites del erotismo y la represión, del sujeto-oveja que se automargina de la grey, pese a la fuerza de sumisión que se opone contradictoriamente a la fuerza de la carnavalización, el deseo, lo dionisiaco, bajo la piel de la mansedumbre, de la representación del orden y de lo sagrado de la oveja, para terminar, finalmente, burlando lo establecido y la vigilancia, en un coito monstruoso, antinatura: “Yo, la obtusa oveja,/ huía tropezando con mis hermanastras/ El lobo nos seguía acezando/ Y entonces yo, la oveja pródiga,/ me quedé a la zaga/ El lobo me dio alcance/ Se me trepó al lomo derribándome/ y me enterró sus colmillos en mi cuello/ Vieja loba, me dijo/ Vieja loba piel de oveja/ Quiero morir contigo/ Esperaré a los perros/ La sangre me manaba a borbotones/ Parecíamos un sol enterrado de cabeza/ en el suelo”.
La poesía de Naín Nómez (1994) resulta excéntrica dentro del contexto de la generación del 60. Su proyecto agrupado en el libro compilatorio El fuego va borrando (1989), se estructura a partir de las poéticas urbanas de la escritura vanguardista, francesa y anglosajona, sobre todo, organizando su textualidad en poemas extensos, que enfatizan el fragmento y la discontinuidad, la propuesta de la caducidad de los géneros y lo poético como un problema de énfasis, en temáticas marcadas por aspectos que van desde lo subjetivo a lo colectivo, como los símbolos del exilio, el reencuentro con el tiempo y los espacios perdidos, y la mirada siempre atenta hacia la búsqueda de una posible, aunque por ahora todavía brumosa, forma de Utopía.
Cabe mencionar, finalmente, dentro de los poetas de esta generación, a cinco autores de un nivel poético indiscutible, cuyos libros, a pesar de ser editados dentro de Chile, estando ellos en el exilio, sufrieron un desalentador y cínico silencio de la crítica de la época, y, aunque la hipótesis sea un tanto elemental, parte de esto ocurrió porque fueron editados en la provincia, particularmente en Concepción, en ediciones restringidas y, tal vez, con poca distribución dentro del país. De todas formas, era el canon imperante en materia de difusión poética en la década de los 80, cuando aparecieron estas publicaciones que, a pesar de ser publicadas en Chile, permanecieron como fantasmas del exilio. Me refiero a los textos de Jaime Giordano, Bajo las mismas banderas (1984); Enrique Giordano y su excepcional libro El mapa de Amsterdam (1986), al que en algún momento la elusiva y mezquina crítica de nuestro país tendrá que volver su mirada; De la Tierra sin Fuego de Juan Pablo Riveros, gran recriminatoria sobre la extinción de los indígenas de la Zona Austral, que establece espléndidas asociaciones metafóricas con la dictadura militar. En este caso el silencio crítico es aún mayor, dado que el poeta vivía en la época de la aparición del libro citado en Concepción, es decir, en la abisal distancia de la provincia. Pese a ello, existen interesantes referencias a esta obra publicadas por Luis Muñoz y Soledad Bianchi, publicadas en el diario El Sur de Concepción. A lo que se suma, ahora, su casi secreto, pero premiadísimo Libro del frío, epopeya de viajes al Polo y de lecturas reescritas. 
Nos educaron para atrás padre Bien preparados, sin imaginación Y malos para la cama.
No nos quedó otra que sentar cabeza Y ahora todas las cabezas Ocupan un asiento, de cerdo.
Diego Maquieira
Hacia fines de 1975 y comienzos del 76, se van conformando grupos, apa-reciendo folletos mimeografiados, talleres, como los conformados por Talleres Andamio, 666, Matucana, la Unión de Escritores Jóvenes (UEJ), dirigida por Ricardo Wilson, cuyos integrantes eran Armando Rubio, Erick Polhammer, Gregory Cohén, Antonio Gil y Bárbara Délano. Los grupos literarios reunidos en torno a la Agrupación Cultural Universitaria (ACU), la revista La Bicicleta, dirigida por Eduardo Jentsen; El lOOtopiés que dirigieran Luis Aravena y Esteban Navarro; La Castaña, dirigida por Jorge Montealegre y Eduardo Llanos; Huelén de Hernán Ortega y Jorge Calvo; La Gota Pura de Leonora Vicuña y Ramón Díaz Eterovic, todas en Santiago. En el sur, en Concepción, se comenzó a editar el tríptico Envés, dirigido por Mario Milanca, Carlos Cociña y Nicolás Miquea; posteriormente, la revista Posdata, cuyo comité editorial estaba conformado por Tomás Harris, Carlos Decap, Jeremy Jacobson y Roberto Henríquez; en Chiloé las actividades literarias comenzaban a configurarse en torno al grupo literario Aumen, que crearon Carlos Alberto Trujillo y Renato Cárdenas, y Archipiélago dirigida por el poeta Mario Contreras Vega; en Punta Arenas se editaba la revista Momentos, en la que participaron los poetas Luis Alberto Mansilla y Aristóteles España. Toda esta configuración literaria inicial se caracterizó por su marginalidad, por su manifiesta resistencia al régimen dictatorial, sin ningún tipo de ayuda o auspicio universitario, a diferencia de la generación del 60.
Posteriormente vinieron las primeras antologías, como Poesía para el camino y Uno X Uno =nueve poetas jóvenes (1979) en Santiago, y Poesía joven del sur de Chile (1977) producto de un “Encuentro de Poesía del Sur de Chile” convocado el mismo año por la Universidad Austral de Valdivia -una excepción a la regla imperante- donde publicaron por primera vez poetas como Nicolás Miquea, Clemente Riedemman, Sergio Mansilla y José María Memet. En Temuco, en 1980 aparecía la Agrupación Cultural Puliwen Antu, de la que formaron parte Guido Eytel, Hugo Alister y Bernardo Reyes. Fueron los comienzos, caracterizados por la precariedad de medios, las contradicciones y confrontaciones política e ideológicas, la represión y el autoritarismo, la desconfianza del oficialismo por todo lo cultural sinónimo de subversión.
Finalmente, comienzan las publicaciones, en su gran mayoría autoediciones, que van constituyendo un escenario textual múltiple y heterogéneo, donde se entrecruzan, coexisten y confrontan distintas maneras de ubicarse en el decir poético. “No se había publicado tanto libro de poesía por promociones jóvenes como ha ocurrido a partir del 11 de septiembre de 1973 en Chile” dice Javier Campos en el Prólogo a La joven poesía chilena en el periodo 1961-1973. “Desde 1974 hasta sólo 1986, se señalan como 120 libros de poesía publicados entre los poetas de fuera y los de dentro del país. Lo anterior, sin embargo, queda mini¬mizado por lo que señala el primer número de la revista El Espíritu del Valle (1985): sólo en el año 1985 se publicaron casi 140 obras de poesía (libros, antologías, separatas, manuscritos fotocopiados, casetes). Esta efervescente producción es imposible e impensable en la década previa al golpe militar (...). La gran heterogeneidad de la poesía chilena es pues evidente con posterioridad a 1973. Es común hablar, después de esa fecha, de una poesía chilena escrita en el interior y otra escrita en el exilio. A ello, después de casi siete u ocho años más o menos, hay que agregar el retorno de algunos poetas a Chile”.
Esta nueva línea -o “desexilio” como denomina Grínor Rojo-, dentro de la heterogeneidad existente, resulta de una relación entre la experiencia sufrida fuera del país y el país (real) al cual se vuelve, pero que ya no es, evidentemente, el mismo que se dejó: “Si bien esta heterogeneidad resulta enriquecedora - afirma Rojo- crea también una dificultad metodológica. No es oportuno señalar quién es el príncipe de la poesía chilena actual, sino intentar definir esa heterogeneidad a través de propuestas metodológicas que ya están en camino. Otra situación que no ocurrió dentro de la década de los 60 ha sido la ascendente y significativa producción poética escrita por mujeres”.
Javier Campos menciona como propuestas metodológicas “en camino” en “Veinte años de poesía chilena: algunas reflexiones acerca de la antología de Steven White”, trabajo leído en LASA en Boston, octubre de 1986, los siguientes textos, que no se han engrosado significativamente hasta la fecha: Jaime Giordano, “Hablantes ficticios en la lírica chilena de hoy”, trabajo leído en LASA, Boston, octubre de 1986, actualmente publicado en el libro Dioses, Antidioses... Ensayos críticos sobre poesía hispanoamericana, LAR, 1987 y a Soledad Bianchi, “quien en estos momentos (1987) trabaja un libro sobre poesía chilena”; este libro es Poesía chilena (Miradas. Enfoques. Apuntes). A los que habría que agregar Tendencias literarias emergentes, de Carlos Cociña, CENECA, Santiago de Chile, febrero de 1983", el texto de Raúl Zurita Literatura, lenguaje y sociedad (1973-1983) Céneca, julio de 1983 y Campos Minados de Eugenia Brito, Editorial Cuarto Propio, Santiago, 1990, que aborda una parcialidad de la literatura post-golpe en Chile, la llamada “Escena de Avanzada” o “Neovanguardismo”; el artículo publicado al respecto por Luis Ernesto Cárcamo en la revista Paginadura, Primer Semestre de 1995 y el texto publicado por Iván Carrasco en la Revista de Literatura de la Universidad de Chile, número 33, del cual se publica posteriormente un extracto en el diario La. Epoca del domingo 26 de diciembre de 1993 bajo el título de “El boom permanente”. Sobre la literatura producida en el exilio se debe remitir a la antología de Soledad Bianchi Viajes de ida y vuelta.: poetas chilenos en Europa (un panorama), Documentas/Cordillera, agosto, 1992. En este texto Soledad Bianchi afirma en relación a la poesía producida en el exilio:
... ciertos temas y ciertas visiones varían: comienzan a aparecer los nuevos países como territorio donde se vive, sin enfatizar la comparación ni centrarse en la añoranza de la ausencia. A veces, el español se “salpica” de términos en otras lenguas o, con menos frecuencia, se escribe directamente en el nuevo idioma. En esta circunstancia, que Gonzalo Millán llama el “contra exilio’’, el escritor asume su condición de residente en una realidad distinta a la chilena y la asume sin necesidad de aludir a la lejanía del país de origen, ni de explicitar, una y otra vez, la diferencia de las nuevas calles o de las costumbres diversas. Es en este tiempo que el emigrante “siente” que su mundo es par y que debe acogerlo en su doble faceta de dos países. Frente a este cambio, cada uno reacciona de distintos y personales modos que no son indiferentes a la edad, el pasado individual o el lugar donde reside.
Los poetas que Soledad Bianchi incluye en Viajes de ida y vuelta que interesan a estas notas por el período que cubren, los nacidos entre 1936 y 1960 y que aún viven, escriben y publican en el extranjero, son: Patricio Manns (1937), con una producción poética publicada fundamentalmente en revistas, tanto en Cuba, Francia y Suiza; Orlando Jimeno Grendi (1937), con una publicación Mandragore/Mandrágora (1984), residente en París; Sergio Macías (1938), residente actualmente en Madrid, ha publicado, entre otros libros, El jardinero del viento y Memorias del exilia, en 1980 y 1985, respectivamente; Guillermo Deisler (1940), Le Cerveau, poesía visiva, editada en París en 1975; Luis Mizon (1942) del que destacamos Poèmes du Sud et autres poèmes, una edición bilingüe, traducida por Roger Callois y Claude Couffon en 1982; Walter Hoefler (1944); Gustavo Mujica (1947) ha publicado, entre otros textos: Deatráspicaelindio, París, 1975 y Escrito por las olas en 1985. Vivió en España y, actualmente, en Francia; Sergio Infante (1947) Sobre-exilios/ Om exilem. Edición bilingüe español-sueco, publicada en Estocolmo en 1979 y Retrato de época, también publicada en Estocolmo, ciudad donde reside el autor, en 1982; Patricia Jerez (1947) Enroque (1983) y Jaque. Joinville-Le pont, 1947; Leonora Vicuña (1952), publicaciones en revistas y antologías; Roberto Bolaño (1953), Reinvertar el amor, entre otros, publicado en 1976, en México; Ricardo Cuadros (1955), que publicó en Holanda Navegar el silencio (1984) y De Stilte Bevares, edición bilingüe holandés-español, también publicado en Holanda en 1984; Cristóbal Santa Cruz (1957), que publicó en Barcelona Réquiem para un habitante vivo de ¡atierra, 1982; Bruno Montané (1957), con El maletín de Stevenson, Barcelona, 1985; Antonio Arévalo (1958) que publicó, entre otros, El luchexilio o al Zar las cartas y Adiós a su séptimo de línea (1981) y Extraño tipo, Roma, 1983; Mauricio Electorat (1960) T(RES) -en colaboración con Andrés Morales y Cristóbal Santa Cruz, Barcelona, 1986; Luis Cociña (1960), con publicaciones en revistas y antologías españolas; Gonzalo Santelices (1962- 1998), publicó, antes de su trágica muerte en un accidente automovilístico, Todo esto para que los muchachos enseñasen sus glandes de tortugas desde el puente de Brooklyn (Jaén, España, 1983), Sueño en la torre (1985), Una fiesta para la muerte (1985) y Nocturno en Marrakesh (1985) Vivió y murió su exilio en Madrid. Nombres a los que habría que agregar a Hernán Castellano Girón, residente en Estados Unidos y autor del notable poemario Teoría del circo pobre; Carlos Geywitz y Adrián Santini, que viven actualmente en Estocolmo, Suecia, y el importante libro de poesía urbana Daduic-Ytic de Tito Valenzuela, quien sólo alcanzó a publicar un libro en Chile, Manual de sabotaje, texto un tanto mítico y de culto por las propuestas de avanzada que ponía en la escena de la poesía chilena, en Valparaíso a mediados de los 70. Daduic-Ytic ha sido presentado como: “A bilingual exercise about a ghost town”, por proponerlo como una performance, que pide no sólo ser leído sino también cumplirse en la representación; y Mario Milanca Guzmán (1947-1999) con sus libros El asco y otras perspectivas (1986); La isla; el sueño; el reino (1986) y La pasión, el logos y otros poemas (1993) todos publicados en Caracas, Venezuela.
Otras operas primas -nos referimos aquí a libros- de los poetas de la Promoción del 80 son Upsilon de Diego Maquieira (1975), Bombardo, del mismo Maquieira (1977), Recurso de amparo (1975) y Palabras en desuso (1977) de Jorge Torres Ulloa; La nueva novela de Juan Luis Martínez (1977), Poemas crucificados de José María Memet (1977); Dieciocho poemas de Alvaro Ruiz (1977); Purgatorio de Raúl Zurita (1979) y Lógica en zoo (1981) de Jorge Montealegre y Eduardo Llanos obtenía el premio “Ariel” en 1978 y el premio “Gabriela Mistral” en 1979. Así ya comienzan a perfilarse algunas directrices poéticas que se desarrollarán más tarde y a las que se le sumarán otras, durante los años 80.
Una primera línea escritural que podemos determinar dentro de la Promoción post-golpe es aquella que se relaciona con la tradición sin intentar rupturas radicales, sino recrear, a partir sobre todo de las líneas escritúrales de Parra y Lihn, una textualidad donde los rasgos predominantes son un lenguaje más cercano al habla coloquial, lo urbano, restos de discursos extraliterarios, una apelación directa a la realidad extratextual, la problemática sociohistórica, la ironía, y la presencia de un yo poético nivelado a la experiencia de la cotidianeidad que no niega ni retira su subjetividad del texto.
Dentro de esta línea se inscribe Eduardo Llanos (1956) con Contradiccionario (1983), libro que oscila entre la experiencia social, colectiva, individual y cultural, con un lenguaje que muestra una rigurosidad extrema en la preocupación formal. En una “Aclaración Preliminar” Llanos plantea: “si ser poeta significa sudar y defecar como todos los mortales,/ contradecirse y remorderse, debatirse entre el cielo y la tierra,/ escuchar no tanto a los demás poetas como a los transeúntes anónimos,/ no tanto a los lingüistas como a los analfabetos de precioso corazón;/ si ser poeta obliga a enterarse de que un Juan violó a su madre y a su propio hijo/ y que luego lloró terriblemente sobre el Evangelio de San Juan, su remoto tocayo,/ entonces, bueno, podría ser poeta/ y agregar algún suspiro a esta neblina”. La condición de “humanidad” del poeta, defecante, contradictorio, más cerca al ciudadano anónimo que a la fama, es decir un hombre como el común de los hombres que escribe con un lenguaje dirigido a ese lector inasible, también común, pero inubicable, a mi juicio, entre los comunes hombres.
En este contexto, también, se inscribe Jorge Montealegre (1954) con sus libros Título de dominio (1986) y Bien común (1995). El primero es un libro que se constituye en un gran poema citadino ubicado en la experiencia poblacional. Tal vez, junto a La estrella negra (1987) de Gonzalo Muñoz (1956) y Olla común
(1985) de Bruno Serrano (1943), sean los tres únicos libros que intentan asumir de manera totalizadora la experiencia urbana de la marginalidad social en su límite más extremo. Los tres libros citados tienen un rasgo común que se mantiene en toda la escritura de Título de dominio: la desubjetivización y pluralización del yo poético (recurso que no se da en los libros anteriores de Montealegre ni en su última producción, Bien común). Título de dominio se estructura en dos niveles o dos poemas que se refractan el uno al otro: uno escri¬to en versículos donde se escenifica la lucha límite de la sobrevivencia del poblador que comienza en cada fragmento con la reiteración “cada uno de nosotros”... y otro de escritura epigramática que reitera, también como una suerte de plegaria ritual: “Soy...” Verbigracia: “Cada uno de nosotros construyó con memoria de adobe su pasado;/ ahora/ sólo nos queda la paja después del terre¬moto. Soy un puente sin tierra/ traspasado/ por el grito de Edward Munch/ aterrándome”. Bien común se inscribe en otro registro. Estructurado tradicio¬nalmente como una agrupación de poemas independientes, se divide en cinco secciones: “Puerta de escape”; “Musas al paso”; “Asuntos civiles”; “Cargando cruces” y “Niños de fin de siglo”; el hablante se instala con conciencia finisecular, pero utilizando tanto el humor y el dolor en un mismo nivel de intensidad: el cine, los mass media, las huellas de la represión y el espacio de lo familiar son los niveles temáticos del libro: “Desde el guiño inicial del título, Bien común -dice Eduardo Llanos- reivindica la diversidad: es un libro muy común tanto como un bien de todos. Pero lo interesante es que esas dos interpretaciones del título no reflejan una simple ambigüedad, sino la clave de una coherencia más honda. Porque lo que estas páginas terminan comunicando es precisamente la na¬turalidad y autenticidad de una poesía brotada al calor de un hogar y un país, de una intimidad privada y una historia pública”.
Es importante entre los poetas del 80, la poesía testimonial. Una poesía que testimonia -da cuenta de- un proceso destructor de las relaciones acostumbradas hasta entonces, introduciendo el horror entre los vínculos sociales; me refiero a la experiencia, compartida con Floridor Pérez en distintos recintos de reclusión; o la poeta Arinda Ojeda y su experiencia de la cárcel de Concepción y de la primera obra de Aristóteles España (1955). En su caso se trata de la experiencia vivida por el poeta en los campos de concentración de Dawson, en una escritura que va más allá de la pura poesía de denuncia y hace universal el dolor de la reclusión política, para transformarlo en una memoria histórica, en una atmósfera respirada en el espacio del campo de concentración, en las imágenes irrepetibles de su doloroso y hermoso libro-poema Dawson; del miedo y la muerte, de la pérdida de los niveles de realidad ante la violencia y la incertidumbre, ante la amenaza constante de la proximidad de la muerte: “Anoche, al acostarme escuché ladridos, en algún lugar del campamento. Y NO ERAN PERROS”.
Andrés Morales (1962), por su parte, desde sus primeras obras, Por ínsulas extrañas (1982); Soliloquio del fuego (1984), hasta su trilogía comenzada en 1988 con el libro Verbo (1991), expande un proyecto lírico al que adscribe, como primera necesidad poética, la voluntad de trabajar en su escritura, privilegiando la rigurosidad formal, a pesar, incluso, de caer en un posible, pero aparente hermetismo en los significados. Su último libro -si es que sigue siendo el último cuando se publiquen estas notas al desgaire, pues Morales es, tal vez, el más prolífico escritor de los últimas generaciones- Escenas del derrumbe de Occidente (1998) es un libro que abre sus niveles de significación hacia un área más problemática, que incorpora los miedos, angustias y visiones apocalípticas de una modernidad recusada y abierta en un inquietante signo de interrogación hacia la historia y su sentido.
Un poeta que cruza ambas promociones, con un proyecto unitario que se va desplegando en todas sus publicaciones -libros casi todos de escaso grosor en cuanto páginas, pero de gran grosor en tanto proyecto literario- es José Angel Cuevas y su mirada directa, mordaz, deconstructiva, hiperlúcida a pesar de su aparente nostalgia, en la construcción de uno de los proyectos poéticos "políticos” admirablemente logrado: la construcción textual de un proyecto de país que se va destejiendo en los textos - desde Efectos personales y dominios públicos (1979) y Canciones rockpara chilenos (1987), hasta los Treinta poemas de expoeta José Angel Cuevas (1992) y Proyecto de país como en sus entregas posteriores- como un anti-proyecto de país, en tanto el poeta Cuevas del comienzo, que sin claudicar en su línea poética, termina siendo, lúdicamente, el ex-poeta Cuevas.
Fue, sin duda, Pablo Neruda quien introdujo, al decir de Octavio Paz, en Conjunciones y disyunciones, el “Signo Cuerpo” dentro de la poesía amorosa chilena. Nuestra lírica estaba, antes de la aparición en 1923 de Los veinte poemas de amar y una canción desesperada, mucho más atrás que el erotismo modernista de Darío: mucho espíritu, poco o nada de cuerpo. En la poesía de la generación del 80, el erotismo tiene mucho de tanático, el cuerpo demasiado de martirio, mucho San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Avila y casi nada del Rey David. Dos poetas que trazan una geografía erótica distinta, pletórica y dionisíaca son Jaime Hales, con sus libros De cúpulas y amores (1987); Para ti, compañera (1988) y Dulce mía (1993), entre otros. Pero es el poeta Tulio Mendoza Bello (1957) quien entre sus distintos poemarios: Elegía por los hijos de la luz y, sobre todo, O pus pagana, el que expone y se expone, en una poesía que no sólo “tematiza” el problema del erotismo en la poesía, sino con su lenguaje, las texturas de sus modulaciones, la tópica visceral y descarnada, pletórica y transgresora, atraviesa el interdicto batailliano y el tabú freudiano, para entrar en el “más allá erótico”. Cercano a lo mejor de Octavio Paz en su poesía erótica y a los españoles Luis Cernuda y Luis Antonio de Villena, Tulio Mendoza Bello es uno de los pocos poetas que en el período dictatorial optó por el signo cuerpo, pero no como campo de batalla o territorio minado, sino como goce y exposición dentro del ineluctable y omnipresente miedo al ‘Otro’.
La marginalidad, la ironía y la parodia llevadas al extremo con que Quevedo demolió tanto los cánones morales, estéticos y sociales de su época, más una torsión que lleva a límites desestructurantes y bufonescos al lenguaje, son los rasgos más defmitorios de la poesía de Rodrigo Lira, Mauricio Redolés (1953) y Erick Pohlhammer (1955). Cada uno crea su personaje -los tres en el límite más angustiante de la marginalidad, y hablamos de una marginalidad real-. Los tres poetas, cada uno en su registro, presentan una escritura que se caracteriza por una yuxtaposición donde, muchas veces, poesía y vida se confunden. No hay norma en ellos, sino la antinorma.
El Chile de los años setenta tendría que parar la oreja -dice Enrique Lihn en el prólogo a Proyecto de Obras Completas-, si no fuera sordo, al enmudecimiento de Lira, fenómeno que ocurre a partir de la letra, como una desestabilización del sentido acto mismo de escribir. Si el objeto de la poesía no fuera el de consolarnos y hacernos soñar, sino el de desconsolarnos, manteniéndonos desvelados, Rodrigo Lira tendría reservado el lugar que le reservamos en el Olimpo subterráneo de la poesía chilena, antes que en el escenario de la reconciliación.
Esta afirmación de Lihn da en el punto: la poesía de Lira es una poesía del desvelo, de lo subterráneo, del desconsuelo, de la experiencia limítrofe de la sinrazón o del pensamiento del afuera como lo expresa Foucault. No está Lira lejos de Artaud. Si bien no manifiesta esa angustia absoluta en el ámbito de su cuerpo, reemplaza el cuerpo por el lenguaje y es en el ámbito del lenguaje donde su obra explota en una eclosión feroz -por no decir atroz- de su palabra con las cosas. Sobresaturado de una sensibilidad pop y una cultura literaria implacable en relación a toda la tradición poética que lo precede y con la que coexistió, hallamos en la poesía de Lira, una diríamos casi compulsión paródica -en el sentido de amor-odio; repulsa-fascinación-por los poetas chilenos tanto de las generaciones que le preceden, como con la de sus contemporáneos. Otro tópico de Lira es la ciudad -Santiago- y sus desvelos. Es una ciudad que no duerme, que no cesa de operar externa y subterráneamente para destruir ya sea a través de prácticas carnavalescas delirantes o directamente a través de la incitación a la autodestrucción directa, expresada en poemas de un formato aparentemente descuidado, de un prosaísmo implacable, y prácticas constantes de parodia e irrisión de otros géneros poéticos.
Por su parte, la poesía de Mauricio Redolés en sus libros Notas para una contribución a un estudio materialista sobre los hermosos y horripilantes destellos de la (cabrona) tensa calma (1983) y Tangos (1987) entre otros, escrita en un lenguaje coloquial, que muchas veces transcribe fonéticamente el habla chilena y la entremezcla con el inglés, entre el humor y la ironía, nos hablan de lo más humano de la experiencia del poeta y de su entorno. La carga política no llega a la consigna, sino, al contrario, ponen de manifiesto esos destellos “horripilantes” y “cabrones” de la sociedad chilena. Textos que van desde el esbozo -casi una pura línea-, contribuyen a desmitificar lo que más preocupa al poeta: Chile, y a producir un plano utópico propio dentro del plano amoroso como única salida posible. Una poesía casi imposible de encasillar por su extrema movilidad en el lenguaje y su temática, pero que busca la utopía hasta las últimas consecuencias, y el hacer crónica (memoria) de los hechos que le ha tocado en gracia -o (des)gracia (sobre)vivir, aspecto que es, diría, una constante en casi toda la generación entrecruzada que comienza a escribir después del 73.
Erick Pohlhammer, sobre todo en Gracias por la atención dispensada, su libro más logrado, impone lo que Jaime Quezada en la revista Ercilla de abril de 1986, llama “su propia norma o antinorma” En efecto, lo que estructura la poesía de Pohlhammer es una antinorma que el poeta va configurando como su norma otra. Lúdica al extremo, la antinorma de Erick Pohlhammer incluye un dinamismo textual en forma de bricollage, el humor, lo lírico, el juego, el amor, el psicoanálisis, el budismo zen, la fábula, estructuran una textualidad que se destaca por su originalidad en la forma de deconstruir su contexto a través de la ironía.
En el sur de Chile, específicamente en la x región, se produce una poesía que va transformando y evolucionando sus elementos textuales que partían de una matriz común en la tradición poética nacional: la de Juvencio Valle, cierto Neruda, Jorge Teiller, Luis Vulliamy y, posteriormente, Omar Lara. Una poesía inscrita en arraigo con la zona geográfica y la naturaleza de Valdivia, Puerto Montt, Chiloé: una textualidad que ha transformado novedosamente su entorno, constituye una imagen abierta con sus habitantes, espacios, mitos, costumbres y atmósfera, a la que se le suman una preocupación antropológica donde el poeta asume tanto la voz personal como la colectiva. Poetas como Carlos Alberto Trujillo (1951), Mario Contreras Vega (1947) Sergio Mansilla (1957), Jorge Torres Ulloa (1948-2001), Esteban Navarro (1956), Juan Pablo Riveros (1945), Clemente Riedemann (1953), Lionel Lienlaf, Elicura Chihuailaf (1955), Rosabetty Muñoz (1960), desarrollan este discurso que, según Iván Carrasco surge “de las experiencias de la interacción de las culturas indígenas y regionales con la cultura global de origen europeo y los enclaves de algunas colonias posteriores; trata los temas de la marginalidad de los grupos étnicos y culturales diferenciados, denuncia y supera el etnocentrismo que condena al silencio a las diversidades, los genocidios, las explotaciones”.
Lo más característico de la configuración de los poemas es el código dual o plural, que incorpora las lenguas indígenas al circuito de la literatura moderna, sobre todo el mapundungu, y la presencia de un sujeto que se define como un cronista, un investigador o un observador involucrado de la interculturalidad. Un texto esclarecedor para ciertas características y tópicos de la poesía escrita en el “Sur de Chile” es el epílogo de Oscar Galindo Villarroel: “Escritura, historia, identidad: Poesía actual del Sur de Chile”, en la antología Poetas actuales del Sur de Chile. Antología crítica, de Oscar Galindo y Luis Miralles. (1993).
Algunos de los poetas más significativos de la Promoción del 80, que inau¬guran en la poesía chilena del período una nueva forma de decir, a la que se les denominó -o se autodenominaron- entre otras maneras, como “neovanguardismo” o “escena de avanzada”, como Juan Luis Martínez y Raúl Zurita aparecen antologados por Martín Micharvegas en Nueva poesía joven de Chile, en 1972, y también en el número uno y único de la revista Manuscritos del Centro de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile. Editada por Ronald Kay, aparece una selección de poemas de Zurita con el título de “Un matrimonio en el campo”, dividido en dos secciones “Areas Verdes” y “Te lo digo todo”, pero los primeros libros de este grupo de poetas no aparecen hasta después de 1977, donde los posibles textuales incluidos son fundamentalmente los más gratos a las vanguardias de comienzos de siglo: la ruptura radical con la tradición precedente y la experimentación lingüística y tópica.
Este núcleo fundamental de la Promoción del 80 desplaza su textualidad del ámbito habitual de la poesía, hacia la experimentación que los relaciona con cierto sector de las vanguardias de comienzos de siglo (Artaud, Duchamp, Huidobro, Vallejo, Girondo) y dentro de la literatura hispanoamericana dirigen una mirada hacia la novela, (Arguedas, Fuentes, Cortázar, Puig, Sarduy), en tanto experimentación a través del lenguaje incluyendo múltiples formas de codificación y lo que Luis Bocaz denomina fluidez semiótica, un esfuerzo por incorporar una pluralidad de códigos disímiles dentro del poema, textos en los que se insertan fragmentos de cómics, plástica, recuperación del lenguaje y tono de la historia y otras ciencias, la ficción narrativa, el cine, los medios de comunicación de masas, la reinserción de ciertas actitudes de las vanguardias de principios de siglo, como el surrealismo y algunos postulados del “Teatro de la crueldad” de Antonin Artaud, así como las performances -Duchamp como guía- que en el grupo CADA (Colectivo de Acciones de Arte), en el que se integran narradores (Diamela Eltit) y artistas plásticos -Lotty Rosenfield, Carlos Altamirano y Carlos Leppe, entre otros, tiende a involucionar hacia esa vieja y nunca lograda ni renunciada intención de romper la tensión entre literatura y vida, volcando la praxis artística -poética incluida- hacia la segunda.
El sujeto hablante se presenta de una manera fragmentaria para inscribirse en textos también fragmentarios, pero que se constituyen como totalizadoras estructural y temáticamente, como El estrecho dudoso y Canto cósmico de Ernesto Cardenal; Reseña, de los hospitales de ultramar y Caravansary de Alvaro Mutis o Blanco y El mono gramático de Octavio Paz por poner algunos ejemplos de la poesía hispanoamericana contemporánea. Dentro de esta propuesta están las obras de Juan Luis Martínez (1942-1993) con La nueva novela (1977), Raúl Zurita (1951) con Purgatorio (1979), Anteparaíso (1982), Canto a su amor desaparecido(1986), El amor de Chile (1987) y La vida nueva (1994); Diego Maquieira (1953) con La Tirana (1983) y Los Sea Harrier (1993); Gonzalo Muñoz (1956) con Este (1982), Exit (1983) y La estrella negra (1985); Carlos Decap (1958), con Asunto de ojo (1991); Juan Cameron (1947), sobre todo sus últimos libros Cámara oscura (1985); Video clip (1989) y Como un ave migratoria enjaula del Fénix (1992); Nicolás Miquea (1950) con sus poemarios Textos (l986) y Que nos queremos tanto (1994); Pablo Jolly  o Paulo de Jolly con Louis xiv, texto publicado por entregas en sucesivas plaquetas desde 1981 hasta su repentino silencio, a mediados de los ochenta, de uno de los proyectos que se contaban entre los más destacables y transgresores hasta ese momento; Alexis Figueroa (1956) con Vírgenes del Sol Inn Cabaret; Carlos Cociña (1951) con Aguas servidas (1981), Tres canciones (1992) y Espacios líquidos en tierra (1999); Eduardo Correa (1953) con Bar Paradise (1986), Bar Paradise II (1987) y Márgenes de la princesa errante (1991); José María Memet (1957), en su poemario El duelo (1994); Antonio Gil (1954) con sus poemarios Los lugares habidos (1981) y Cancha rayada (1985), a los que agregaríamos la novela poéticade mí (1992); Egor Mardones (1957) con su más que esperado poemario aún inédito and the restis silence. fin (del milenio), publicado en revistas y antologías como 1999 Concepción (selección de los poetas Patricio Novoa y Jorge Ojeda, con un oscurecedor prólogo del poeta y académico de la Universidad de Concepción, Juan Zapata). Y el mismo Juan Zapata (1955), cuyos textos poéticos han sido publicados en revistas de poesía, como Posdata, la antología 1999 Concepción y Las plumas del colibrí. Quince años de poesía en Concepción (1973-1988) Estudio y antología (1989) de María Nieves Alonso, Juan Carlos Mestre y Gilberto Triviños. En lo que concierne al desarrollo poético del periodo de la dictadura militar en la provincia de Concepción, esta antología, creemos, resulta fundamental, tanto por su estudio preliminar de Gilberto Triviños como por los nombres de los poetas incluidos.
Esta escritura experimental se constituye como una interrogante a la historia y la identidad chilena, dentro del contexto hispanoamericano y a la función del lenguaje en interacción con la producción textual, en un intento de reorganizarlo para constituirlo como un espacio de resistencia y trasgresión al sistema dominante. Una nueva aventura, una nueva mirada sobre el orden acostumbrado del lenguaje y el mundo poetizado.
La nueva novela de Juan Luis Martínez (1942), está dedicada a Robert Callois, y dividida en siete partes: “Respuestas a problemas de Jean Tardieu”; “Cinco problemas para Jean Tardieu”; “Tareas de aritmética”; “El espacio y el tiempo”; “La zoología”; “La literatura”; “El desorden de los sentidos”, más “Notas y referencias y Epígrafe para un libro Condenado”, comienza poniendo en duda el nombre del sujeto, a través de la tachadura, y el sentido mismo de la obra: “A. Pregunta:/ ¿Qué es la realidad? ¿Cuál es la realidad?/ Respuesta:/ Lo real es sólo la base, pero es la base./ Respuesta: Lo real es aquello que te chocará como realmente absurdo”. La duda en relación al libro y al hablante, ambos puestos entre paréntesis, es una suerte de leit motiv textual e intertextual de La nueva novela, donde el poeta se desubjetiviza, avanza hacia la anonimia, pero a través de múltiples, podríamos decir metempsicosis culturales, como cree Leopold Bloom que comprende (si la comprende) esta idea, Molly, en el Ulises de Joyce: el poeta visto como un Superman (de la tira cómica) que pasa a ser un Carlos Marx (de la historia utópica moderna) a un Rimbaud (de la poesía simbolista francesa y uno de los pioneros del silencio en la poesía contemporánea) a una Alicia (del non sense del País de la Maravillas) o una Alicia Lidell en la lente perversa del reverendo Charles Dogson.
El decurso del discurso de La nueva novela apela constantemente a preguntas sin resolución, a tareas textuales imposibles y a la disolución constante del sujeto, “un sujeto cero”, según Pedro Lastra y Enrique Lihn en Señales de ruta de Juan Luis Martínez (1987): que se hace presente en su desaparición, y que declara e inventa sus fuentes, borgeanamente”. Según el texto citado de Lastra y Lihn:
El sistema de citas y referencias de Juan Luis Martínez no es lingüístico sino mitológico en el sentido amplio; abundan entre ellas las que provienen de la fotografía, de la gráfica propia y ajena, de la iconografía popular de los personajes célebres, etcétera. Todo libro es temporal -continúan- en la medida en que lo datan sus referentes culturales, y es durable mientras lo actualicen sus lecturas sucesivas. Nos parece que La nueva novela es el proyecto utópico de escapar a la temporalidad, manipulando esos referentes de las maneras más contradictorias.
La nueva novela -además de plantearse como un “género” otro al de la poesía en la que supuestamente se adscribiría canónicamente-, en la propuesta de ser una “nueva” en la literatura, es, como texto y según su título, una “nueva novela” más que una nueva poesía. Se inserta (o inmiscuye) dentro de la tradición ¿lírica? chilena, como lo plantea Grínor Rojo, no como continuidad ni como ruptura, sino de espaldas a los materiales textuales que han constituido hasta la fecha esta tradición.
El libro Purgatorio (1979) de Raúl Zurita (1951) inicia un extenso proyecto que finaliza con la publicación del libro compilatorio La vida nueva (1995). Ambos libros remiten a Dante, en una textualidad que está permanentemente afirmando, amplificando y apelando intertextualmente a los dos libros de Dante Alighieri: La comedia y la Vida nueva. Desde el título de su primera obra y la última, como versos completos que se superponen a la reproducción de un electroencefalograma del poeta en el final de Purgatorio (“del amor que mueve el sol y las otras estrellas”) mantienen este diálogo permanente y obsesivo que sostiene la primera y la última obra del proyecto escritural de Zurita. De esta manera reactualiza y recontextualiza La comedia de Dante en el Chile de fines del siglo xx, ya sea en el desierto de Atacama, en la cordillera de los Andes y en los ríos y mares del país. Es en el Desierto donde al inaugurar un espacio imaginario y soñado (“Nos sueñen las áridas llanuras/ Nadie ha podido ver nunca/ esas pampas quiméricas”) que situará su Purgatorio, que transita, siguiendo el curso de la utopía al Paraíso donde “todo Chile no será sino/ una sola facha con los brazos abiertos”. La relación con La comedia y La vida nueva se va ensanchando hacia otros textos de la tradición universal, que se contienen y absorben en la obra final de Zurita, desde el Génesis, el Valmiki, el Popol Vuh, la Teodisea, el Vyasa, la Ilíada, la Odisea, las Odas de Horacio, las Geórgicas de Virgilio hasta el Cantar de los cantares.
Finalmente, el trabajo de Zurita -después de un vasto recorrido textual y vital que había partido con la quemadura de su mejilla por el propio poeta eran la afirmación de encuentro total: “Así, resplandecidos, como mares/ vimos los ríos cruzar el centro del/ cielo y luego doblarse. Abajo se comenzaban a perfilar de nuevo las/ montañas, las cumbres erguidas/ contra un fondo de olas y tierra/ Amado padre, entrará de nuevo en ti”, con la publicación del poemario
Poemas militantes, se da a la excéntrica labor de escribir un texto de aspiraciones épicas -más en el modelo de Virgilio que en el de Homero- para cantar a una sociedad socialdemócrata en tanto proyecto político y neoliberal en tanto modelo económico. El problema es que un poema épico lo hacen los pueblos y sus luchas más que la voluntad -por más “honesta” que esta sea- de un poeta. Homero es coro, ecos, polifonía; Virgilio, por el contrario, es un poeta cortesano al que le es encargada una obra que enaltezca al Imperio Romano por Augusto. Más allá de los resultados literarios, creemos que los textos emulados superan en agón y epos al texto emulador. La épica no es cosa de voluntad poética sino de tiempo histórico mitificado por la misma historia de los pueblos.
Diego Maquieira (1951) en sus dos últimos libros, La Tirana (1983) y Los Sea Harrier (1994) desarrolla una de las escrituras más transgresoras, carnavalescas y disfóricas de la poesía de los 80. En La Tirana, fiesta popular del Norte de Chile, se anulan los contrarios, en una fiesta donde la virgen y el demonio se dan la mano. El erotismo, la muerte, la violencia y la fiesta, en un espacio de múltiples represiones marcadas bajo el signo de la contrarreforma y la inquisición española, es el escenario donde se representa el libro de Maquieira. En su escritura no hay un sujeto único. Son múltiples los hablantes que se desplazan por sus textos.
El poeta se transforma en un “ordenador de sentidos” como afirmara Enrique Lihn. La escritura de Maquieira absorbe innumerables referentes de la cultura tanto literaria como extraliteraria: “Me caía de la cama rosada de su madre/ la cama pegada a la pared del baño/ Me caí con velos negros en ambos pechos/ cada uno entrando en su capilla ardiente/ Yo soy la hija de pene, un madre/ pintada por Diego Rodríguez de Silva y Velásquez/ Mi cuerpo es una sábana sobre otra sábana/ el largo de mis uñas el largo de mis dedos/ y mi cara de Dios en la cara de Dios/ en su hoyo maquillado la cruz de luz:/ la que se la suben de ahí, la D.N.A./ La marginada de la taquilla/ la que se están pisando desde 1492/ Pero mi cara ya no está más a color/ está en mi doble más allá enterrado/ con todos mis dedos y mis dientes en la boca/ Yo soy Howard Hughes el estilita/ me volé la virgen de mis piernas/ había pensado tanto en mí misma”.
Referentes destacados son, en su escritura, el cine, Kubryck y Sam Peckimpah y su filme emblemático, de alucinante violencia en un México de pesadilla, Traigan la cabeza de Alfredo García, vista hasta la saciedad por el villano Olivares y los fragmentos de diálogo de Pat Garrety Billy The Kid en “Baroque Behavior”, el poema que abre el “Lado 1” de Los Sea Harrier: “Después de haber dejado atrás el porvenir” (“no deberíamos estar haciéndonos esto los unos a los otros”) y Stanley Kubrick en 2001 Odisea del espacio-, la pintura, Velázquez y Rugendas, Georgy Boy, otra referencia a un filme que llega a los límites de la violencia, La Naranja Mecánica, y Brando, Cavafis y el Demonio. La escritura de Maquieira se instala en un espacio de confrontación finisecular entre las fuerzas representadas por los Harrier y sus contrarios, los milenaristas, en una teatralización poética que corresponde fielmente al título del poema que inicia el libro Los Sea Harrier: un “Comportamiento Barroco”.
Mención aparte merece el trabajo poético de la mujer dentro del período del post-golpe. Aborrecemos de las taxonomías reductoras; pero, lamentablemente, aun a fines del milenio, en la colonia de Chile de Sudamérica, son engañosamente esclarecedoras de algunos hechos de lengua o hechos poéticos (incluida la poesía mapuche o la llamada poesía de “provincia” o de la República Independiente del Sur de Chile). Juan Villegas ha dedicado varios estudios a la poesía “femenina” o de “género” chilena. Naín Nómez dedicó un seminario sobre el tema durante 1998, en la Universidad de Santiago de Chile. Incluso, algunas críticas como Jean Franco, Nelly Richard y la poeta y académica Eugenia Brito que ha publicado una antología de la poesía femenina chilena, teorizan sobre los rasgos de su “cuarto propio”, como diría Virginia Wolf. En términos generales, este discurso se sitúa dentro de la perspectiva de lo femenino como género; indaga en sus diferencias, en el ámbito de la sexualidad, la maternidad, el espacio doméstico, y el erotismo, entre otros aspectos. Como atinadamente observa el crítico y profesor Juan Villegas, las mujeres que han escrito -y que escriben- poesía en Chile, se han encontrado con un mundo cerrado, desde lo ideológico a lo literario. Este crítico considera que la mayor parte del discurso poético femenino surgido después del 80 tiende a ser sub¬versivo, por ser la emergencia uno de los aspectos más evidentes de una lectura general de esta poesía y la configuración de la conciencia del quehacer poético de la mujer como participante activa de la historia.
Entre las poetas que podemos señalar, nacidas entre 1940 y 1960, se encuentran Alejandra Basualto, Eugenia Brito, Bárbara Délano, Paz Molina, Soledad Fariña, Rosanna Byrne, Marjorie Agosín, Elvira Hernández, Lila Calderón, Teresa Calderón, Rosabetty Muñoz, María Luz Moraga, Heddy Navarro, Carmen Gloria Berríos, Astrid Fugellie, Alicia Salinas, Carmen Berenguer, Leonora Vicuña, Cecilia Vicuña, Marina Arrate, Natascha Valdés y Verónica Zondek. Es importante revisar aquí algunas de las líneas temáticas, formales y estilísticas en que las mujeres inscriben su proyecto de escritura.
Alejandra Basualto (1944), narradora y poeta, ha publicado Los ecos del Sol (1970), El agua que me cerca en 1983 y Las malamadas en 1993. Todos sus libros poseen una característica común y es el rigor en el manejo del lenguaje. Tanto en poesía como en narrativa, Alejandra Basualto pone énfasis en la imagen poética, la que utiliza para contar pequeñas historias insertas en el mundo de la cotidianeidad, la interioridad del hablante, el erotismo y la temática amorosa. Lo simbólico también adopta gran importancia en la poesía de Alejandra Basualto.
Carmen Gloria Berríos (1954) intenta producir una identificación entre el mundo que expresa y el del lector. Se dirige desde y hacia un mundo eminentemente femenino; desarrolla su trabajo atacando esas zonas que marcan las diferencias entre unas y otros. Su palabra apunta a indagar en esas fisuras de las relaciones humanas que le permiten dar cuenta de las ambivalencias que se producen en el erotismo y las emociones.
El proyecto escritural de Bárbara Délano (1961-1996), se abre con El rumor de la niebla, (1984) -publicado en Canadá en edición bilingüe francés-castella¬no— al espacio de la denuncia de un mundo en decadencia, desesperanzado y sin sentido. Lo más interesante de la escritura de Délano es su relación textual con T.S. Eliot -El de La tierra baldía más que el de Los cuatro cuartetos-, incorporando de manera original los postulados de la poesía imaginista anglosajona, como la utilización del lenguaje como material de trabajo estético más que de vehículo discursivo, y la utilización de la yuxtaposición de fragmentos aparentemente deshilvanados en el poema, entre los cuales también se hallan citas del mismo Eliot. Por el momento, y debido a su prematura muerte en un accidente de aviación de Aeroperú en las costas de Lima, este proyecto pareciera haber quedado clausurado. Pero, existen textos inéditos, que ya están siendo publicados y otros que serán publicados esperamos que pronto. Bárbara Délano era una poeta madura desde el comienzo. El Rumor de la niebla es uno de esos poemarios que trascienden los tanteos de un primer libro. Utiliza un lenguaje metafórico de gran riqueza para ahondar en situaciones de violencia, las cuales aborda casi al mismo tiempo en que van sucediendo, sobre la carne caliente del asunto por usar una frase de la Mistral. Paralelamente, Bárbara Délano recupera el espacio familiar -en una serie de textos titulados fotografías- para desplazarlo al espacio exterior donde es posible la asociación de lo personal con lo público, lo particular con lo general. Desde este nuevo espacio igual y distinto, el mismo y el otro, empiezan a gestarse los hechos, se dibujan las situaciones y se lanzan las señales al lector. Se trata de una poesía intensa, dolorosa, inteligente y profundamente comprometida con lo social.
Dentro de la línea experimental, destacan Verónica Zondek (1953) y Soledad Fariña (1943). Soledad Fariña ha publicado El primer libro (1985), Albricia (1988) y En amarillo oscuro (1994). Esta autora desconstruye las formas habituales de la expresión con el fin de indagar en los espacios anteriores a la presencia del lenguaje. Su poesía está principalmente sostenida en el plano fónico y su foco de revisión del mundo está dado por la presencia del color. Gamas, tornasoles, pigmentos, tonalidades y matices se despliegan en todo su esplendor, fuerza y poderío para producir los estímulos verbales del poema, del libro y de todo su proyecto literario. La obra de Soledad Fariña se relaciona con la búsqueda de los orígenes y no es casual que su primer libro se titule exacta¬mente El primer libro. Allí reflexiona sobre la creación del poema como una acción paralela a la creación del universo. Y establece la hipótesis de la Creación por una vía única: tanto el Universo como el Poema son fundados en y por el lenguaje. Todo se crea al ser nombrado.
La obra poética de Verónica Zondek, reunida en el poemario Membranzas (1995), experimenta en quiebres sintácticos abruptos, a veces sorprendentes, en un leguaje áspero y a veces cacofónico, que tiene sus principales logros en el uso de la fragmentación del discurso como recurso expresivo, adentrándose mediante esta fragmentación en la condición de la mujer y la maternidad, del erotismo y la muerte.
Elvira Hernández (1951), seudónimo de Teresa Adriasola, es autora de diarios de poesía, muestras antológicas y aguda ensayista: ha publicado: ¡Arre! Halley ¡Arre! (1986), Carta de viaje (1989), La bandera de Chile, (1991), El orden de los días (1991) y Santiago Waria (1992). Su mundo poético es profundamente desgarrado, revelador del duelo y el desencanto como rasgos predominantes. Hay un fuerte sentido ideológico y desmitificador en su trabajo literario. Le interesa dar cuenta de cómo, en el uso, las palabras se han ido gastando con el tiempo igual como se gastan los objetos manoseados. En cuanto a los recursos poéticos, Elvira Hernández se revela atraída por las posibilidades que permiten la ambigüedad y la ironía, lo cual le habilita el campo de distanciamiento de la tercera persona para hablar, sin ninguna piedad ni concesiones, de sí misma y anotar las siguientes ideas: “No pertenece a la mayoría ni a la minoría. No es de vanguardia o neo-vanguardia, ni marginal, ni underground. Nunca fue poeta joven. No se exilió adentro ni afuera. Ha estado ausente y ahora hace número. (...). Desde hace 10 años trabaja en un proyecto de su interés: ‘La verdad es una mentira necesaria’ para lo cual no logró conseguir auspicio institucional. (...) No le interesa la cultura, le interesa la luz”.
Alicia Salinas (1954) es autora de Poemas de amor, exilio y retomo, donde recoge la experiencia en las tres áreas prometidas en el título. A-mando, publicado en 1991, retoma el tema del amor y le saca nuevos destellos a aspectos ya esbozados en su libro anterior. En Mujeres de otras calles, la muerte sostiene el libro como una gran columna vertebral. Esta poeta, en sus textos, breves la gran mayoría, casi epigramáticos y de gran concentración semántica, desarrolla pequeñas historias cuya carga emotiva se intensifica a través y gracias al recurso expresivo elegido. Cada texto es un micromundo que atrapa al lector en su síntesis vital. La poesía de Alicia Salinas es trabajada al extremo; sus textos, limpios y puros, se definen también por sus finales que clausuran el poema de manera ingeniosa o inesperada.
La poesía de Teresa Calderón (1955) presenta ciertas constantes en su es¬critura como la incorporación del lenguaje cotidiano, del habla, de la búsqueda e incorporación de restos de otros lenguajes, no literarios, sobre todo de la subcultura o cultura popular. Teresa Calderón estructura en tres publicaciones una evolución que se va desprendiendo de los propios lazos entre sus escritu¬ras: Causas perdidas (1984), despliega, a través de textos epigramáticos, concisos en expresión y forma, los temas más universales de la poesía: el amor, la muerte, las relaciones conflictivas del poeta y el lenguaje y del lenguaje con la sociedad; en su segundo poemario, Género femenino, su discurso se sitúa en el espacio doméstico, en las relaciones conflictuales de la pareja, a veces concebida como una suerte de campo de batalla donde se juegan una serie de contradicciones: amor/odio; sumisión/dependencia; encuentro/desencuentro. Su tercer poemario, Imágenes rotas (1994), título tomado de La tierra baldía de T.S. Eliot, es un poema fragmentario en el que, a través de la dialéctica del sentimiento de muerte y la ironía, se propone una extensa y profunda reflexión lírica sobre la autodestrucción, principalmente en sus formas del suicidio y el alcoholismo, y sus relaciones con el mismo acto creativo. Es, sin duda, uno de los más profundos poemas sobre el tema, desgarrado y sombrío. También se pueden ver en este texto vislumbres de un tánatos aún más global, visionario, de imágenes 
extáticas en su fragmentación y connotaciones finiseculares. En su último libro, Aplausos para la memoria (1999), Teresa Calderón, a través de un lenguaje que mixtura lo coloquial, lo científico, la neofilosofía cuántica, lo metaliterario -con alusiones a la elegía y al microcuento- hace el balance en gris del fin del milenio, en un libro que, como muchos otros de los aquí citados, debe leerse desde sus propios rasgos escritúrales, más allá de una reducción de “género”.
El mundo poético de Lila Calderón (1956), en sus dos poemarios, Balance de blanco en el ángel triste de Durerò (1994) e In Memoriam (1995) es, sin duda, un panorama que va tomando la forma de un desolador y barroco signo de interrogación de fines de siglo: poesía de filiaciones creacionistas y surrealistas que reedita ciertos aspectos, los más significativos y universales, de la vanguardia de comienzos de siglo. Entre el sentimiento de muerte más radical y lo numinoso y lo mágico, se despliegan imágenes rituales, fundamentalmente escénicas, que más que rendir homenaje o establecer relaciones citacionales con cierto universo filmico -Ridley Scott y Terry Gillian, por ejemplo- lo incorpora como significantes, dentro de su mundo poético, que abre e ilumina nuevas y emblemáticas significaciones de lo finisecular. La obra de Lila Calderón se extiende, amplificando los mismos tópicos ya tramados, en sus más recientes libros: Por suerte había otra vida y Piel de maniquí, ambos de 1999.
Por su parte, la poesía de María Luz Moraga, desde sus primeros poemarios Ionesco en el salón (1994) y Con prismáticos prestados y la ayuda de la lupa (1994), hasta Ganarás el pan, si puedes (1996), propone una estética antipoètica, tributaria explícitamente por la autora a Nicanor Parra, deviene en su último poemario, Asunto de útero (1999), en el cual se interna en una política del cuerpo, ni terrible ni escalofriante, sino desnuda, como el almuerzo de Burroughs, donde la fragmentación del poemario va trizando el sentido -y el sentimiento- en una forma de despojo, de tronchamiento del cuerpo, paralelamente a la sensación de despojo del “yo lírico”, cuya letanía fúnebre se despliega metonimicamente al cuerpo social de la aldea global y mercantilista actual, en una voz más personal, autoral si me lo permiten, postulando un proyecto más originario y sugerente.
Así, entre la pasión y a veces obsesión por la forma concentrada, por el poema compacto, cerrado y homogéneo, de la generación de 60 y la escritura fracturada, expansiva y disgregada de los poetas del 80, dicho esto, por su¬puesto, en términos muy generales y teniendo en cuenta, además de las excepciones y los cruces generacionales, si hay, por lo demás una realidad que obedezca a esta categoría orteguiana, la cercanía o simultaneidad histórica del que escribe estas líneas con su referente, caben estas notas como aproximaciones, no tanto a dos generaciones que se desconocen y se excluyen entre sí, sino, a fin de cuentas, a una misma historia poética, chilena y sudamericana, por lo demás; al mismo continuum, a los mismos sueños urdidos en este espacio, el poético.

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