domingo, octubre 21, 2012

METODO DE COMPOSICION por EDGAR ALLAN POE



En una nota que en estos momentos tengo a la vista, Charles Dickens dice lo siguiente,
refiriéndose a un análisis que efectué del mecanismo de Barnaby Rudge: "¿Sabéis, dicho
sea de paso, que Godwin escribió su Caleb Williams al revés? Comenzó enmarañando la
materia del segundo libro y luego, para componer el primero, pensó en los medios de
justificar todo lo que había hecho".
Se me hace difícil creer que fuera ése precisamente el modo de composición de Godwin;
por otra parte, lo que él mismo confiesa no está de acuerdo en manera alguna con la idea
de Dickens. Pero el autor de Caleb Williams era un autor demasiado entendido para no
percatarse de las ventajas que se pueden lograr con algún procedimiento semejante.
Si algo hay evidente es que un plan cualquiera que sea digno de este nombre ha de haber
sido trazado con vistas al desenlace antes que la pluma ataque el papel. Sólo si se tiene
continuamente presente la idea del desenlace podemos conferir a un plan su indispensable
apariencia de lógica y de causalidad, procurando que todas las incidencias y en especial
el tono general tienda a desarrollar la intención establecida.
Creo que existe un radical error en el método que se emplea por lo general para construir
un cuento. Algunas veces, la historia nos proporciona una tesis; otras veces, el escritor
se inspira en un caso contemporáneo o bien, en el mejor de los casos, se las arregla para
combinar los hechos sorprendentes que han de tratar simplemente la base de su narración,
proponiéndose introducir las descripciones, el diálogo o bien su comentario personal
donde quiera que un resquicio en el tejido de la acción brinde la ocasión de hacerlo.
A mi modo de ver, la primera de todas las consideraciones debe ser la de un efecto que
se pretende causar. Teniendo siempre a la vista la originalidad (porque se traiciona a sí
mismo quien se atreve a prescindir de un medio de interés tan evidente), yo me digo, ante
todo: entre los innumerables efectos o impresiones que es capaz de recibir el corazón,
la inteligencia o, hablando en términos más generales, el alma, ¿cuál será el único que
yo deba elegir en el caso presente?
Habiendo ya elegido un tema novelesco y, a continuación, un vigoroso efecto que producir,
indago si vale más evidenciarlo mediante los incidentes o bien el tono o bien por
los incidentes vulgares y un tono particular o bien por una singularidad equivalente de
tono y de incidentes; luego, busco a mi alrededor, o acaso mejor en mí mismo, las combinaciones
de acontecimientos o de tomos que pueden ser más adecuados para crear el
efecto en cuestión.
He pensado a menudo cuán interesante sería un artículo escrito por un autor que quisiera
y que pudiera describir, paso a paso, la marcha progresiva seguida en cualquiera de sus
obras hasta llegar al término definitivo de su realización.
Me sería imposible explicar por qué no se ha ofrecido nunca al público un trabajo semejante;
pero quizá la vanidad de los autores haya sido la causa más poderosa que justifique
esa laguna literaria. Muchos escritores, especialmente los poetas, prefieren dejar
creer a la gente que escriben gracias a una especie de sutil frenesí o de intuición extática;
experimentarían verdaderos escalofríos si tuvieran que permitir al público echar una
ojeada tras el telón, para contemplar los trabajosos y vacilantes embriones de pensamientos.
La verdadera decisión se adopta en el último momento, ¡a idea entrevista tanta!,
a veces sólo como en un relámpago y que durante tanto tiempo se resiste a mostrarse
a plena luz, el pensamiento plenamente maduro pero desechado por ser de índole inabordable,
la elección prudente y los arrepentimientos, las dolorosas raspaduras y las interpolación.
Es, en suma, los rodamientos y las cadenas, los artificios para los cambios
de decoración, las escaleras y los escotillones, las plumas de gallo, el colorete, los lunares
y todos los aceites que en el noventa y nueve por ciento de los casos son lo peculiar
del histrión literario.
Por lo demás, no se me escapa que no es frecuente el caso en que un autor se halle en
buena disposición para reemprender el camino por donde llegó a su desenlace.
Generalmente, las ideas surgieron mezcladas; luego fueron seguidas y finalmente olvidadas
de la misma manera.
En cuanto a mí, no comparto la repugnancia de que acabo de hablar, ni encuentro la menor
dificultad en recordar la marcha progresiva de todas mis composiciones. Puesto que
el interés de este análisis o reconstrucción, que se ha considerado como un desiderátum
en literatura, es enteramente independiente de cualquier supuesto ideal en lo analizado,
no se me podrá censurar que salte a las conveniencias si revelo aquí el modus operandi
con que logré construir una de mis obras. Escojo para ello El cuervo debido a que es la
más conocida de todas. Consiste mi propósito en demostrar que ningún punto de la
composición puede atribuirse a la intuición ni al azar; y que aquélla avanzó hacia su
terminación, paso a paso, con la misma exactitud y la lógica rigurosa propias de un problema
matemático.
Puesto que no responde directamente a la cuestión poética, prescindamos de la circunstancia,
si lo preferís, la necesidad, de que nació la intención de escribir un poema tal que
satisficiera al propio tiempo el gusto popular y el gusto crítico.
Mi análisis comienza, por tanto, a partir de esa intención.
La consideración primordial fue ésta: la dimensión. Si una obra literaria es demasiado
extensa para ser leída en una sola sesión, debemos resignarnos a quedar privados del
efecto, soberanamente decisivo, de la unidad de impresión; porque cuando son necesarias
dos sesiones se interponen entre ellas los asuntos del mundo, y todo lo que denominamos
el conjunto o la totalidad queda destruido automáticamente. Pero, habida cuenta
de que coeteris paribus, ningún poeta puede renunciar a todo lo que contribuye a servir
su propósito, queda examinar si acaso hallaremos en la extensión alguna ventaja, cual
fuere, que compense la pérdida de unidad aludida. Por el momento, respondo negativamente.
Lo que solemos considerar un poema extenso en realidad no es más que una sucesión
de poemas cortos, es decir, de efectos poéticos breves. Es inútil sostener que un
poema no es tal sino en cuanto eleva el alma y te reporta una excitación intensa: por una
necesidad psíquica, todas las excitaciones intensas son de corta duración. Por eso, al
menos la mitad del "Paraíso perdido" no es más que pura prosa: hay en él una serie de
excitaciones poéticas salpicadas inevitablemente de depresiones. En conjunto, la obra
toda, a causa de su extensión excesiva, carece de aquel elemento artístico tan decisivamente
importante: totalidad o unidad de efecto.
En lo que se refiere a las dimensiones hay, evidentemente, un límite positivo para todas
las obras literarias: el límite de una sola sesión. Ciertamente, en ciertos géneros de prosa,
como Robinson Crusoe, no se exige la unidad, por lo que aquel límite puede ser traspasado:
sin embargo, nunca será conveniente traspasarlo en un poema. En el mismo límite,
la extensión de un poema debe hallarse en relación matemática con el mérito del mismo,
esto es, con la elevación o la excitación que comporta; dicho de otro modo, con la cantidad
de auténtico efecto poético con que pueda impresionar las almas. Esta regla sólo tiene
una condición restrictiva, a saber: que una relativa duración es absolutamente indispensable
para causar un efecto, cualquiera que fuere.
Teniendo muy presentes en mí ánimo estas consideraciones, así como aquel grado de
excitación que nos situaba por encima del gusto popular y por debajo del gusto crítico,
concebí ante todo una idea sobre la extensión idónea para el poema proyectado: unos
cien versos aproximadamente. En realidad cuenta exactamente ciento ocho.
Mi pensamiento se fijó seguidamente en la elevación de una impresión o de un efecto
que causar. Aquí creo que conviene observar que, a través de este trabajo de construcción,
tuve siempre presente la voluntad de lograr una obra universalmente apreciable.
Me alejaría demasiado de mi objeto inmediato presente si me entretuviese en demostrar
un punto en que he insistido muchas veces: que lo bello es el único ámbito legítimo de la
poesía. Con todo, diré unas palabras para presentar mi verdadero pensamiento, que algunos
amigos míos se han apresurado demasiado a disimular. El placer a la vez más intenso,
más elevado y más puro no se encuentra —según creo— más que en la contemplación
de lo bello. Cuando los hombres hablan de belleza no entienden precisamente
una cualidad, como se supone, sino una impresión: en suma, tienen presente la violenta
y pura elevación del alma —no del intelecto ni del corazón— que ya he descrito y que
resulta de la contemplación de lo bello. Ahora bien, yo considero la belleza como el ámbito
de la poesía, porque es una regla evidente del arte que los efectos deben brotar necesariamente
de causas directas, que los objetos deben ser alcanzados con los medios más
apropiados para ello —ya que ningún hombre ha sido aún bastante necio para negar que
la elevación singular de que estoy tratando se halle más fácilmente al alcance de la poesía.
En cambio, el objeto verdad, o satisfacción del intelecto, y el objeto pasión, o excitación
del corazón, son mucho más fáciles de alcanzar por medio de la prosa aunque, en
cierta medida, queden también al alcance de la poesía.
En resumen, la verdad requiere una precisión, y la pasión una familiaridad (los hombres
verdaderamente apasionados me comprenderán) radicalmente contrarias a aquella belleza,
que no es sino la excitación —debo repetirlo— o el embriagador arrobamiento del
alma.
De todo lo dicho hasta el presente no puede en modo alguno deducirse que la pasión ni
la verdad no puedan ser introducidas en un poema, incluso con beneficio para éste; ya
que pueden servir para aclarar o para potenciar el efecto global, como las disonancias
por contraste. Pero el auténtico artista se esforzará siempre en reducirlas a un papel propicio
al objeto principal que se pretenda, y además en rodearlas, tanto como pueda, de la
nube de belleza que es atmósfera y esencia de la poesía. En consecuencia, considerando
lo bello como mi terreno propio, me pregunté entonces: ¿cuál es el tono para su manifestación
más alta? Éste había de ser el tema de mi siguiente meditación. Ahora bien, toda
la experiencia humana coincide en que ese tono es el de la tristeza. Cualquiera que sea
su parentesco, la belleza, en su desarrollo supremo, induce a las lágrimas,
inevitablemente, a las almas sensibles. Así, pues, la melancolía es el más idóneo de los
tonos poéticos.
Una vez determinados así la dimensión, el terreno y el tono de mi trabajo, me dediqué a
la busca de alguna curiosidad artística e incitante, que pudiera actuar como clave en la
construcción del poema: de algún eje sobre el que toda la máquina hubiera de girar; empleando
para ello el sistema de la introducción ordinaria. Reflexionando detenidamente
sobre todos los efectos de arte conocidos o, más propiamente, sobre todo los medios de
efecto —entendiendo este término en su sentido escénico—, no podía escapárseme que
ninguno había sido empleado con tanta frecuencia como el estribillo. La universalidad
de éste bastaba para convencerme acerca de su intrínseco valor, evitándome la necesidad
de someterlo a un análisis. En cualquier caso, yo no lo consideraba sino en cuanto susceptible
de perfeccionamiento; y pronto advertí que se encontraba aún en un estado primitivo.
Tal como habitualmente se emplea, el estribillo no sólo queda limitado a las
composiciones líricas, sino que la fuerza de la impresión que debe causar depende del
vigor de la monotonía en el sonido y en la idea. Solamente se logra el placer mediante la
sensación de identidad o de repetición. Entonces yo resolví variar el efecto, con el fin de
acrecentarlo, permaneciendo en general fiel a la monotonía del sonido, pero alterando
continuamente el de la idea: es decir, me propuse causar una serie continua de efectos
nuevos con una serie de variadas aplicaciones del estribillo, dejando que éste fuese casi
siempre parecido.
Habiendo ya fijado estos puntos, me preocupé por la naturaleza de mí estribillo: puesto
que su aplicación tenía que ser variada con frecuencia, era evidente que el estribillo en
cuestión había de ser breve, pues hubiera sido una dificultad insuperable variar frecuentemente
las aplicaciones de una frase un poco extensa. Por supuesto, la facilidad de variación
estaría proporcionada a la brevedad de una frase. Ello me condujo seguidamente
a adoptar como estribillo ideal una única palabra. Entonces me absorbió la cuestión sobre
el carácter de aquella palabra. Habiendo decidido que habría un estribillo, la división
del poema en estancias resultaba un corolario necesario, pues el estribillo constituye la
conclusión de cada estrofa. No admitía duda para mí que semejante conclusión o término,
para poseer fuerza, debía ser necesariamente sonora y susceptible de un énfasis prolongado:
aquellas consideraciones me condujeron inevitablemente a la o larga, que es la
vocal más sonora, asociada a la r, porque ésta es la consonante más vigorosa.
Ya tenía bien determinado el sonido del estribillo. A continuación era preciso elegir una
palabra que lo contuviese y, al propio tiempo, estuviese en el acuerdo más armonioso
posible con la melancolía que yo había adoptado como tono general del poema. En una
búsqueda semejante, hubiera sido imposible no dar con la palabra nevermore (nunca
más). En realidad, fue la primera que se me ocurrió.
El siguiente fue éste: ¿cual será el pretexto útil para emplear continuamente la palabra
nevermore? Al advertir la dificultad que se me planteaba para hallar una razón válida de
esa repetición continua, no dejé de observar que surgía tan sólo de que dicha palabra, repetida
tan cerca y monótonamente, había de ser proferida por un ser humano: en resumen,
la dificultad consistía en conciliar la monotonía aludida con el ejercicio de la razón
en la criatura llamada a repetir la palabra. Surgió entonces la posibilidad de una criatura
no razonable y, sin embargo, dotada de palabra: como lógico, lo primero que pensé fue
un loro; sin embargo, éste fue reemplazado al punto por un cuervo, que también está dotado
de palabra y además resulta infinitamente más acorde con el tono deseado en el
poema.
Así, pues, había llegado por fin a la concepción de un cuervo. ¡El cuervo, ave de mal
agüero!, repitiendo obstinadamente la palabra nevermore al final de cada estancia en un
poema de tono melancólico y una extensión de unos cien versos aproximadamente. Entonces,
sin perder de vista el superlativo o la perfección en todos los puntos, me pregunté:
entre todos los temas melancólicos, ¿cuál lo es más, según lo entiende universalmente
la humanidad? Respuesta inevitable: ¡la muerte! Y, ¿cuándo ese asunto, el más triste
de todos, resulta ser también el más poético? Según lo ya explicado con bastante amplitud,
la respuesta puede colegirse fácilmente: cuando se alíe íntimamente con la belleza.
Luego la muerte de una mujer hermosa es, sin disputa de ninguna clase, el tema más
poético del mundo; y queda igualmente fuera de duda que la boca más apta para desarrollar
el tema es precisamente la del amante privado de su tesoro.
Tenía que combinar entonces aquellas dos ideas: un amante que llora a su amada perdida.
Y un cuervo que repite continuamente la palabra nevermore. No sólo tenía que combinarlas,
sino además variar cada vez la aplicación de la palabra que se repetía: pero el
único medio posible para semejante combinación consistía en imaginar un cuervo que
aplicase la palabra para responder a las preguntas del amante. Entonces me percaté de la
facilidad que se me ofrecía para el efecto de que mi poema había de depender: es decir,
el efecto que debía producirse mediante la variedad en la aplicación del estribillo.
Comprendí que podía hacer formular la primera pregunta por el amante, a la que respondería
el cuervo: nevermore; que de esta primera pregunta podía hacer una especie de lugar
común, de la segunda algo menos común, de la tercera algo menos común todavía, y
así sucesivamente, hasta que por último el amante, arrancado de su indolencia por la índole
melancólica de la palabra, su frecuente repetición y la fama siniestra del pájaro, se
encontrase presa de una agitación supersticiosa y lanzase locamente preguntas del todo
diversas, pero apasionadamente interesantes para su corazón: unas preguntas donde se
diesen a medias la superstición y la singular desesperación que halla un placer en su
propia tortura, no sólo por creer el amante en la índole profética o diabólica del ave (que,
según le demuestra la razón, no hace más que repetir algo aprendido mecánicamente),
sino por experimentar un placer inusitado al formularlas de aquel modo, recibiendo en el
nevermore siempre esperado una herida reincidente, tanto más deliciosa por insoportable.
Viendo semejante facilidad que se me ofrecía o, mejor dicho, que se me imponía en el
transcurso de mi trabajo, decidí primero la pregunta final, la pregunta definitiva, para la
que el nevermore sería la última respuesta, a su vez: la más desesperada, llena de dolor y
de horror que concebirse pueda.
Aquí puedo afirmar que mi poema había encontrado su comienzo por el fin, como debieran
comenzar todas las obras de arte: entonces, precisamente en este punto de mis meditaciones,
tomé por vez primera la pluma, para componer la siguiente estancia:
¡Profeta! Aire, ¡ente de mal agüero! ¡Ave o demonio, pero profeta siempre! Por ese cielo
tendido sobre nuestras cabezas, por ese Dios que ambos adoramos, di a esta alma
cargada de dolor si en el Paraíso lejano podrá besar a una joven santa que los ángeles
llaman Leonor, besar a una preciosa y radiante joven que los ángeles llaman Leonor".
El cuervo dijo: "¡Nunca más!.
Sólo entonces escribí esta estancia: primero, para fijar el grado supremo y poder de este
modo, más fácilmente, variar y graduar, según su gravedad y su importancia, las preguntas
anteriores del amante; y en segundo término, para decidir definitivamente el ritmo, el
metro, la extensión y la disposición general de la estrofa, así como graduar las que debieran
ante ceder, de modo que ninguna aventajase a ésta en su efecto rítmico. Si, en el
trabajo de composición que debía subseguir, yo hubiera sido tan imprudente como para
escribir estancias más vigorosas, me hubiera dedicado a debilitarlas, conscientemente y
sin ninguna vacilación, de modo que no contrarrestasen el efecto de crescendo.
Podría decir también aquí algo sobre la versificación. Mi primer objeto era, como siempre,
la originalidad. Una de las cosas que me resultan más inexplicables del mundo es
cómo ha sido descuidada la originalidad en la versificación. Aun reconociendo que en el
ritmo puro exista poca posibilidad de variación, es evidente que las variedades en materia
de metro y estancia son infinitas: sin embargo, durante siglos, ningún hombre hizo
nunca en versificación nada original, ni siquiera ha parecido desearlo.
Lo cierto es que la originalidad — exceptuando los espíritus de una fuerza insólita— no
es en manera alguna, como suponen muchos, cuestión de instinto o de intuición. Por lo
general, para encontrarla hay que buscarla trabajosamente; y aunque sea un positivo mérito
de la más alta categoría, el espíritu de invención no participa tanto como el de negación
para aportarnos los medios idóneos de alcanzarla.
Ni que decir tiene que yo no pretendo haber sido original en el ritmo o en el metro de El
cuervo. El primero es troqueo; el otro se compone de un verso octómetro acataléctico,
alternando con un heptámetro cataléctico que, al repetirse, se convierte en estribillo en el
quinto verso, y finaliza con un tetrámetro cataléctico. Para expresarme sin pedantería,
los pies empleados, que son troqueos, consisten en una sílaba larga seguida de una breve;
el primer verso de la estancia se compone de ocho pies de esa índole; el segundo, de
siete y medio; el tercero, de ocho; el cuarto, de siete y medio; el quinto, también de siete
y medio; el sexto, de tres y medio. Ahora bien, si se consideran aisladamente cada uno
de esos versos habían sido ya empleados, de manera que la originalidad de El cuervo
consiste en haberlos combinado en la misma estancia: hasta el presente no se había intentado
nada que pudiera parecerse, ni siquiera de lejos, a semejante combinación. El
efecto de esa combinación original se potencia mediante algunos otros efectos inusitados
y absolutamente nuevos, obtenidos por una aplicación más amplia de la rima y de la aliteración.
El punto siguiente que considerar era el modo de establecer la comunicación entre el
amante y el cuervo: el primer grado de la cuestión consistía, naturalmente, en el lugar.
Pudiera parecer que debiese brotar espontáneamente la idea de una selva o de una llanura;
pero siempre he estimado que para el efecto de un suceso aislado es absolutamente
necesario un espacio estrecho: le presta el vigor que un marco añade a la pintura. Además,
ofrece la ventaja moral indudable de concentrar la atención en un pequeño ámbito;
ni que decir tiene que esta ventaja no debe confundirse con la que se obtenga de la mera
unidad de lugar.
En consecuencia, decidí situar al amante en su habitación, en una habitación que había
santificado con los recuerdos de la que había vivido allí. La habitación se describiría
como ricamente amueblada: con objeto de satisfacer las ideas que ya expuse acerca de la
belleza, en cuanto única tesis verdadera de la poesía.
Habiendo determinado así el lugar, era preciso introducir entonces el ave: la idea de que
ésta penetrase por la ventana resultaba inevitable. Que al amante supusiera, en el primer
momento, que el aleteo del pájaro contra el postigo fuese una llamada a su puerta era
una idea brotada de mi deseo de aumentar la curiosidad del lector, obligándole a aguardar;
pero también del deseo de colocar el efecto incidental de la puerta abierta de par en
par por el amante, que no halla más que oscuridad, y que por ello puede adoptar en parte
la ilusión de que el espíritu de su amada ha venido a llamar... Hice que la noche fuera
tempestuosa, primero para explicar que el cuervo buscase la hospitalidad; también para
crear el contraste con la serenidad material reinante en el interior de la habitación.
Así, también, hice posarse el ave sobre el busto de Palas para establecer el contraste entre
su plumaje y el mármol. Se comprende que la idea del busto ha sido suscitada únicamente
por el ave; que fuese precisamente un busto de Palas se debió en primer lugar a
la relación íntima con la erudición del amante y en segundo término a causa de la propia
sonoridad del nombre de Palas.
Hacia mediados del poema, exploté igualmente la tuerza del contraste con el objeto de
profundizar la que sería la impresión final. Por eso, conferí a la entrada del cuervo un
matiz fantástico, casi lindante con lo cómico, al menos hasta donde mi asunto lo permitía.
El cuervo penetra con un tumultuoso aleteo.
No hizo ni la menor reverencia, no se detuvo, no vaciló ni un minuto; pero con el aire de
un señor o de una dama, colgóse encima de la puerta de mi habitación...
En las dos estancias siguientes, el propósito se manifiesta aun más:
Entonces aquel pájaro de ébano, que por la gravedad de su postura y la severidad de su
fisonomía inducía a mi triste imaginación a sonreír: "Aunque tu cabeza", le dije, "no
lleve ni capote ni cimera, ciertamente no eres un cobarde, lúgubre y antiguo cuervo partido
de las riberas de la noche. ¡Dime cuál es tu nombre señorial en las riberas de la
noche plutónica". El cuervo dijo: "¡Nunca más!". Me maravilló que aquel desgraciado
volátil entendiera tan fácilmente la palabra, sí bien su respuesta no tuvo mucho sentido
y no me sirvió de mucho; porque hemos de convenir en que nunca más fue dado a un
hombre vivo el ver a un ave encima de la puerta de su habitación, a un ave o una bestia
sobre un busto esculpido encima de la puerta de su habitación, llamarse un nombre tal
como "¡Nunca más!".
Preparado así el efecto del desenlace, me apresuro a abandonar el tono fingido y adoptar
el serio, más profundo: este cambio de tono se inicia en el primer verso de la estancia
que sigue a la que acabo de citar:
Mas el cuervo, posado solitariamente en el busto plácido, no profirió..., etc.
A partir de este momento, el amante ya no bromea; ya no ve nada ficticio en el comportamiento
del ave. Habla de ella en los términos de una triste, desgraciada, siniestra, enjuta
y augural ave de los tiempos antiguos y siente los ojos ardientes que le abrasan hasta
el fondo del corazón. Esa transición de su pensamiento y esa imaginación del amante
tienen como finalidad predisponer al lector a otras análogas, conduciendo el espíritu
hacia una posición propicia para el desenlace, que sobrevendrá tan rápida y directamente
como sea posible. Con el desenlace propiamente dicho, expresado en el jamás del cuervo
en respuesta a la última pregunta del amante — ¿encontrará a su amada en el otro
mundo?— , puede considerarse concluido el poema en su fase más clara y natural, la de
simple narración. Hasta el presente, todo se ha mantenido en los límites de lo explicable
y lo real.
Un cuervo ha aprendido mecánicamente la única palabra jamás; habiendo huido de su
propietario, la furia de la tempestad le obliga, a medianoche, a pedir refugio en una ventana
donde aún brilla una luz: la ventana de un estudiante que, divertido por el incidente,
le pregunta en broma su nombre, sin esperar respuesta. Pero el cuervo, al ser interrogado,
responde con su palabra habitual, nunca más: palabra que inmediatamente suscita un
eco melancólico en el corazón del estudiante; y éste, expresando en voz alta los pensamientos
que aquella circunstancia le sugiere, se emociona ante la repetición del jamás.
El estudiante se entrega a las suposiciones que el caso le inspira; mas el ardor del corazón
humano no tarda en inclinarle a martirizarse, así mismo y también por una especie
de superstición a formularle preguntas que la respuesta inevitable, el intolerable "nunca
más", le proporcione la más horrible secuela de sufrimiento, en cuanto amante solitario.
La narración en lo que he designado como su primera fase o fase natural, halla su conclusión
precisamente en esa tendencia del corazón a la tortura, llevada hasta el último
extremo: hasta aquí, no se ha mostrado nada que pase los límites de la realidad.
Pero, en los temas manejados de esta manera, por mucha que sea la habilidad del artista
y mucho el lujo de incidentes con que se adornen, siempre quedan cierta rudeza y cierta
desnudez que dañan la mirada de la persona sensible. Dos elementos se exigen eternamente:
por una parte, cierta suma de complejidad, dicho con mayor propiedad, de combinación;
por otra cierta cantidad de espíritu sugestivo, algo así como una vena subterránea
de pensamiento, invisible e indefinido. Esta última cualidad es la que le confiere a la
obra de arte el aire opulento que a menudo cometemos la estupidez de confundir con el
ideal. Lo que transmuta en prosa — y prosa de la más baja estofa— , la pretendida poesía
de los que se denominan trascendentalistas, es justamente el exceso en la expresión del
sentido que sólo debe quedar insinuado, la manía de convertir la corriente subterránea de
una obra en la otra corriente, visible en la superficie.
Convencido de ello, añadí las dos estancias que concluyen el poema, porque su calidad
sugestiva había de penetrar en toda la narración antecedente. La corriente subterránea
del pensamiento se muestra por primera vez en estos versos:
Arranca tu pico de mi corazón y precipita tu espectro lejos de mi puerta. El cuervo dijo:
"Nunca más"
Quiero subrayar que la expresión de mi corazón encierra la primera expresión poética.
Estas palabras, con la correspondiente respuesta, jamás, disponen el espíritu a buscar un
sentido moral en toda la narración que se ha desarrollado anteriormente.
Entonces el lector comienza a considerar el cuervo como un ser emblemático pero sólo
en el último verso de la última estancia puede ver con nitidez la intención de hacer del
cuervo el símbolo del recuerdo fúnebre y eterno.
Y el cuervo, inmutable, sigue instalado, siempre instalado sobre el busto plácido de Palas,
justo encima de la puerta de mi habitación; y sus ojos parecen los ojos de un demonio
que medita; y la luz de la lámpara, que le chorrea encima, proyecta su sombra en el
suelo; y mi alma, fuera del círculo de aquella sombra que yace flotando en el suelo, no
podrá elevarse ya más, ¡nunca más!

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