domingo, septiembre 30, 2012

Bukowski: Born Into This [Subtítulos Español]

Walt Whitman: American Experience (Subt. español).

CARTA A MARIANA por JORGE TEILLIER



¿Qué película te gustaría ver?
¿Qué canción te gustaría oír?
Esta noche no tengo a nadie
a quien hacerle estas preguntas.

Me escribes desde una ciudad que odias
a las nueve y media de la noche.
Cierto, yo estaba bebiendo,
mientras tú oías Bach y pensabas volar.

No creí que iba a recordarte
ni creí que te acordarías de mí.
¿ Por qué me escribiste esa carta?
Ya no podré ir solo al cine.

Es cierto que haremos el amor
y lo haremos como me gusta a mí:
todo un día de persianas cerradas
hasta que tu cuerpo reemplace al sol.

Acuérdate que mi signo es Cáncer,
pequeña Acuario, sauce llorón.
Leeremos libros de astrología
para inventar nuevas supersticiones.

Me escribes que tendremos una casa
aunque yo he perdido tantas casas.
Aunque tú piensas tanto en volar
y yo con los amigos tomo demasiado.

Pero tú no vuelves de la ciudad que odias
y estás con quién sabe qué malas compañías,
mientras aquí hay tan pocas personas
a quien hacerles estas simples preguntas:

«¿Qué canción te gustaría oír,
qué película te gustaría ver?
¿ y con quién te gustaría que soñáramos
después de las nueve y media de la noche?».

DOS POEMAS PARA ANDREA por ENRIQUE LIHN




UNO
Aquí en esta ciudad parada frente al mar
para mirarlo bien, que se llama Agrigento,
hay unas casas viejas como el sol, muy bonitas,
hay señoras vestidas de negro que parecen anteojos
ahumados,
hay caballeros sentados en la plaza, algunos
distraídos, otros fumando pipa.
Llega a dar gusto el cielo, dan ganas de tocarlo;
como decía usted:
dan ganas de tirarse al cielo de cabeza.
Hay niños, por supuesto, que le mandan saludos;
las golondrinas juegan, en el aire, a volar.
Pero lo más simpático de todo
son estas carretelas de verdad que parece que
usted las hubiera pintado
con un montón de chongos de colores.
Los domingos la gente se apelotona en ellas,
y ahí se van contentos a la playa.
Le voy a llevar una, claro está que más chica,
de adorno para la repisa.


DOS
Dígale a su tía Cecilia
que como ahora ella no escribe sus versos se los estoy
copiando yo al revés
igual que si un mono acostumbrado a rascarse
la cabeza o a dar grandes saltos rabiosos
en el aire
se pusiera a cantar imitando a un canario.
Dígale que como estoy aquí bastante lejos, sólo me
acuerdo de las palabras sencillas,
y sólo alcanzo a ver, en la distancia, a los niños.

POR FAVOR por VICTOR MUNITA FRITIS



Descubre tu cabeza por favor
y di
a las muchedumbres
que te visitan coroneles y pelaos
toda clase de matarifes con charretera
prima
por corona
no se puede llevar dos corvos cruzados
y cuando se llora sangre
no puede ser la de todos los chilenos
hágase tu voluntad
allá en el cielo
tanto por mar
como por tierra
Dios te salve Carmela
llena eres de gracia
bendita eres
en la hora de los muertos
amén.

EN LA CÁRCEL CON EL ENEMIGO PUBLICO NUMERO UNO por CHARLES BUKOWSKI



Estaba escuchando a Brahms en Filadelfia, en 1942. tenía un pequeño tocadiscos, era el segundo movimiento de Brahms. vivía solo entonces, iba bebiendo lentamente una botella de oporto y fumando un puro barato, la habitación era pequeña y limpia, alguien llamó a la puerta, pensé que vendrían a darme el premio Nobel o el Pulitzer. eran dos zoquetes grandes con pinta de palurdos.
¿Bukowski?
sí.
me enseñaron la chapa: FBI.
venga con nosotros, es mejor que se ponga la chaqueta, estará fuera un tiempo.
yo no sabía lo que había hecho, no pregunté, imaginé que todo estaba perdido, de cualquier modo, uno apagó a Brahms. bajamos, salimos a la calle, había cabezas en las ventanas como si todos supieran.
luego la eterna voz de mujer: ¡oh ahí va ese hombre horrible! ¡le han cogido!
tengo poco éxito con las damas, no hay duda.
empecé a pensar en lo que podría haber hecho y lo único que se me ocurrió fue que hubiese asesinado a alguien estando borracho. pero no podía entender por qué intervenía en aquello el FBI.
¡manos en las rodillas y sin moverse!
iban dos delante y dos atrás, así que pensé que tenía que haber matado a alguien, a alguien importante.
arrancamos de allí y luego se me olvidó y levanté la mano para rascarme la nariz.
¡¡LA MANO QUIETA!!
cuando llegamos a la oficina, uno de los agentes señaló una hilera de fotos que recorría las cuatro paredes.
¿ve esas fotos?, preguntó con dureza.
miré las fotos, estaban muy bien enmarcadas pero ninguna de las caras me decía nada.
sí, ya vi las fotos, le dije.
eso son hombres que han sido asesinados sirviendo al FBI.
como no sabía lo que él esperaba que dijera, no dije nada.
me llevaron a otra habitación, había un hombre detrás de una mesa.
¿DONDE ESTA SU TÍO JOHN? me gritó.
¿qué? pregunté.
¿DONDE ESTA SU TÍO JOHN?
yo no sabía qué quería decir, por un momento, pensé que quería decir que yo llevaba una especie de herramienta secreta con la que mataba a la gente cuando estaba borracho, me sentía muy nervioso y todo me parecía absurdo y sin sentido.
me refiero a ¡JOHN BUKOWSKI!
oh, murió.
¡mierda!, ¡por eso no podemos localizarle!
me bajaron a una celda amarillo-naranja, era un sábado por la tarde, desde la ventana de la celda veía pasar a la gente caminando ¡qué suerte tenían! al otro lado de la calle, había una tienda de discos, un altavoz lanzaba música hacia mí. todo parecía tan libre y cómodo allá fuera, me quedé allí intentando descubrir lo que había hecho, me daban ganas de llorar, pero no conseguí averiguar nada, era una especie de enfermedad triste, de tristeza enferma, en que llega un momento en que ya no puedes sentirte peor, creo que sabes lo que quiero decir, creo que todo el mundo siente esto de vez en cuando, pero yo lo he sentido muy a menudo, demasiado a menudo.
la Prisión de Moyamensing me recordaba a un viejo castillo, los grandes portones de madera se abrieron para dejarme paso, me sorprende que no tuviésemos que pasar por un puente levadizo.
me metieron con un hombre gordo que parecía un contable.
soy Courtney Taylor, enemigo público número uno, me dijo.
¿y por qué estás aquí?, me preguntó.
(entonces ya lo sabía, lo había preguntado al entrar.)
por no querer hacer el servicio militar.
hay dos cosas que no podemos soportar aquí: los que rehuyen el servicio militar y los exhibicionistas.
honor entre ladrones, ¿eh? mantener firme al país para poder saquearlo.
aún no nos gustan quienes rehuyen el servicio militar.
en realidad, soy inocente, me trasladé y se me olvidó dejar la dirección en la oficina militar, lo notifiqué en la oficina de correos, recibí una carta de San Luis estando en esa ciudad, en la que me decían que me presentara para un examen relacionado con el servicio militar, les dije que no podía ir a San Luis para que me hicieran aquí el examen, me agarraron y me metieron aquí, no lo comprendo: si intentase eludir el servicio militar, no les hubiese dado mi dirección.
vosotros siempre sois inocentes, eso a mí me suena a cuento.
me tumbé en el jergón.
pasó un segundo.
¡LEVANTA EL CULO DE AHÍ! me gritó.
alcé mi culo prófugo.
¿quieres suicidarte? me preguntó Taylor.
sí, dije.
no tienes más que sacar esa tubería de arriba donde está la luz de la celda, luego llenas este cubo de agua y metes los pies dentro, sacas la bombilla y metes el dedo, así saldrás de aquí.
miré la luz largo rato.
gracias, Taylor, eres muy amable.
apagadas las luces me tumbé y empezaron, las chinches.
¿qué coño es esto? grité.
chinches, dijo Taylor, tenemos chinches.
apostaría a que yo tengo más que tú, dije.
apuesta.
¿diez centavos?
diez centavos.
empecé a capturar y matar las mías, fui dejándolas en la mesita de madera.
cuando se acabó el tiempo, llevamos nuestras chinches junto a la puerta de la celda, donde había luz, y las contamos, yo tenía trece, él tenía dieciocho, le di el dinero, más tarde descubrí que él partía las suyas por la mitad y las estiraba, había sido estafador, era un buen profesional el muy hijoputa.
tuve suerte con los dados en el patio, ganaba todos los días y estaba haciéndome rico, rico de cárcel, ganaba de quince a veinte billetes diarios, los dados estaban prohibidos y nos apuntaban con las ametralladoras desde las torres y aullaban ¡DISUÉLVANSE! pero siempre conseguíamos organizar otra vez el juego, precisamente fue un exhibicionista el que consiguió pasar los dados, era un exhibicionista que no me gustaba un pelo, en realidad no me gustaba ninguno, todos tenían barbillas débiles, ojos acuosos, caderas estrechas y modales relamidos, sólo eran hombres en una décima parte, no tenían la culpa, supongo, pero no me gustaba mirarles, éste se dedicaba a rondarme después de cada juego. estás de suerte, estás ganando mucho, dame un poco, anda, yo dejaba caer unas cuantas monedas en aquella mano de lirio y él se largaba, aquel marrano que soñaba con enseñarles la polla a niñas de tres años, tenía que hacerlo para quitármelo de encima sin pegarle porque si le pegabas a alguien te mandaban a celda de castigo, y el agujero era depresivo, pero era aún peor lo de estar a pan y agua, les había visto salir de allí y tardaban un mes en recuperar el aspecto normal, pero todos estábamos locos, yo era un loco, un chiflado, y a aquel tipo lo tenía atravesado, sólo podía razonar cuando no le miraba.
yo era rico, el cocinero bajaba después de apagarse las luces, con platos de comida, comida buena y abundante, helados, tartas, pasteles, buen café. Taylor dijo que nunca le diera más de quince centavos, que era suficiente, el cocinero susurraba gracias y preguntaba si debía volver la noche siguiente.
desde luego, le decía yo.
aquélla era la comida de los guardias, y los guardias, evidentemente, comían bien, los presos se morían todos de hambre, y Taylor y yo andábamos que parecíamos con embarazo de nueve meses.
es un buen cocinero, decía Taylor. asesinó a dos hombres, mató a uno y luego salió y se cargó en seguida a otro, está aquí para mucho tiempo, si no puede fugarse, la otra noche agarró a un marinero y le dio por el culo, le dejó destrozado, no podrá andar en una semana.
me gusta el cocinero, dije, creo que es buen tío.
es buen tío, confirmó Taylor.
nos quejábamos siempre de las chinches al carcelero, y el carcelero nos gritaba:
¿pero qué creéis que es esto? ¿un hotel? ¡las trajisteis vosotros !
esto, por supuesto, lo considerábamos un insulto.
los carceleros eran serviles, los carceleros eran tontos y malos, los carceleros tenían miedo, lo sentía por ellos.
por fin, nos colocaron a Taylor y a mí en celdas distintas y fumigaron la nuestra.
me encontré con Taylor en el patio.
me han metido con un chaval, dijo Taylor, un infeliz, es tonto, no sabe nada, es insoportable.
a mí me metieron con un viejo que no hablaba inglés y que se pasaba el día sentado en el water diciendo, ¡TARA BUBBA COMER TARA BUBBA CAGAR! lo decía sin parar, su vida consistía en comer y cagar, creo que hablaba de alguna figura mitológica de su tierra natal, quizá Taras Bulba... no sé. el viejo me rasgó la sábana de mi jergón la primera vez que fui al patio y se hizo con ella una cuerda para tender la ropa, y colgó allí los calcetines y los calzoncillos y yo entré y todo goteaba, el viejo no salía nunca de la celda, ni siquiera para ducharse, decían que no había cometido ningún delito, que simplemente quería estar allí y le dejaban, ¿un acto de bondad? a mí me volvía loco porque no me gusta que las mantas de lana me rocen la piel, tengo una piel muy delicada.
¡viejo de mierda, le grité, ya he matado a un hombre, y si no miras lo que haces, serán dos!
pero él seguía allí sentado riéndose de mí y diciendo ¡TARA BUBBA COMER, BUBBA CAGAR!
tuve que dejarlo, pero he de reconocer, de todos modos, que nunca tuve que fregar el suelo, su maldito hogar estaba siempre húmedo y fregado, teníamos la celda más limpia de Norteamérica, del mundo, le encantaba aquella comida extra de la noche. le entusiasmaba.
el FBI decidió que yo era inocente de tentativa deliberada de eludir el servicio militar y me llevaron al centro de reclutamiento, nos llevaron a muchos, y pasé el examen físico y luego entré a ver al psiquiatra.
¿cree usted en la guerra? me preguntó.
no.
¿quiere usted ir a la guerra?
sí.
(tenía la loca idea de salir de la trinchera y avanzar hacia las ametralladoras hasta que me mataran.)
estuvo un rato callado escribiendo en un papel, luego, alzó los ojos.
por cierto, el próximo miércoles por la noche haremos una fiesta para médicos, artistas y escritores, deseo invitarle, ¿vendrá?
no.
de acuerdo, dijo, no tiene que ir.
¿ir adonde?
a la guerra.
le miré.
no creyó usted que lo entenderíamos, ¿verdad?
no.
déle este papel al hombre de la mesa siguiente.
fue un largo paseo, el papel estaba doblado y pegado a mi carnet con un clip, alcé el borde y miré: «...oculta una sensibilidad extrema bajo una cara de póquer...» qué risa, pensé, ¡por amor de Dios! yo ¡¡sensible!!
y así fue lo de Myamensing. y así fue como gané la guerra.

DE PROFUNDIS CLAMAVI por CHARLES BAUDELAIRE



Yo imploro tu piedad, Tú, la única que amo,
Desde el oscuro abismo que hundió a mi corazón.
Es un triste universo de horizonte plomizo
Donde en la noche nadan blasfemia y horror;
Un sol frío se cierne allí encima seis meses,
Y los otros seis meses noche cubre la tierra;
Es país más desnudo que la tierra polar;
– ¡Ni animales, ni arroyos, ni verdores, ni bosques!
Pues no hay en este mundo horror que sobrepase
A la fría crueldad de ese astro de hielo
Y a esa noche inmensa semejante al Caos viejo;
Celos me da la suerte del más vil animal
Que puede sumergirse en un dormir estúpido,
¡Mientras, lenta madeja, el tiempo se devana!




DE PROFUNDIS CLAMAVI
J’implore ta pitié, Toi, l’unique que j’aime,
Du fond du gouffre oscur où mon coeur est tombé.
C’est un univers morne à l’horizon plombé,
Où nagent dans la nuit l’horreur et le blasphème;
Un soleil sans chaleur plane au-dessus six mois,
Et les six autres mois la nuit couvre la terre;
C’est un pays plus nu que la terre polaire;
– Ni bêtes, ni ruisseaux, ni verdure, ni bois!
Or il n’est pas d’horreur au monde qui surpasse
La froide cruauté de ce soleil de glace
Et cette immense nuit semblable au viex Chaos;
Je jalouse le sort des plus vils animaux
Qui peuvent se plonger dans un sommeil stupide,
Tant l’écheveau du temps lentement se dévide!

POEMA DE LAS MANOS MUERTAS por MAHFUD MASSIS



Toma mi mano, este hueso que estará un día podrido.
Apriétala, ponla sobre tu corazón mientras dura la noche.
Con ella escribo esta estrofa muerta, reviento una mariposa cada mañana.
Con ella te digo adiós, pájaro viejo.
Mira mis manos. Sólo así comprenderás mi tristeza.
Si te rompieran el corazón, si te comieran el cerebro, tendrías estas mismas manos
coronadas de aire invisible, de pámpanos muertos. Con ellas beberías
la sopa enlutada del invierno, rodeado de escarabajos y de hijos.
Perro nuestro que estás en los cielos, ¡defiéndeme estas manos !
Que no se cubran de gusanos sino en la hora
en que los hurones levantan sus patas al tardecer, otras
manos escriban : “fue un extraño salvaje en la tierra”.
Encontrarás mi mano sobre el velador alguna noche,
rodeada de carbón, incapaz de abrazar tu cintura,
agarrando la sombra, el tabaco
del cigarro funeral en el viento.
En mi rostro -despiadado y distantehallarás
sólo una pagoda de hueso, el resto
de una verdad enterrada.

DELIRIOS II Alquimia del verbo por ARTHUR RIMBAUD




A mí. La historia de una de mis locuras.
Llevaba largo tiempo alardeando de poseer todos los paisajes
posibles y encontrando irrisorias todas las celebridades de
la pintura y de la poesía moderna.
Me gustaban las pinturas idiotas, dinteles, decorados, telones
de saltimbancos, emblemas, estampas populares; la literatura
pasada de moda, latín de iglesia, libros eróticos sin ortografía,
novelas de nuestras abuelas, cuentos de hadas, libritos
infantiles, óperas viejas, estribillos bobos, ritmos ingeniosos.
Soñaba cruzadas, viajes de exploración cuyo relato no tenemos,
repúblicas sin historia, guerras de religión sofocadas, revoluciones
de costumbres, desplazamientos de razas y continentes:
creía en todos los encantamientos.
¡Inventé el color de las vocales! — A, negra; E, blanca; I,
roja; O, azul; U, verde. — Ajusté la forma y el movimiento de
cada consonante y, con ritmos instintivos, me precié de inventar
un verbo poético accesible, algún día, a todos los sentidos.
Me reservaba la traducción.
Fue al principio un estudio. Escribía silencios, noches, acotaba
lo inexpresable. Fijaba vértigos.
Lejos de los pájaros, de los rebaños, de las aldeanas,
¿qué bebía yo, de rodillas en el brezal
rodeado de tiernos bosques de avellanos,
en una neblina de tarde fría y verde?
¿Qué podía beber, en este joven Oise,
— ¡olmos sin voz, césped sin flores, cielo cubierto! —
beber de los odres amarillos, lejos de mi choza
querida? Algún licor sudorífico.
Yo era un equívoco letrero de albergue.
— Una tempestad vino a ahuyentar el cielo. Al atardecer
el agua de los bosques se perdía en las arenas vírgenes,
el viento de Dios arrojaba carámbanos en las charcas;
llorando, veía oro — y no pude beber.—
_________________
A las cuatro de la mañana, en verano,
el dormir del amor dura aún.
Bajo los sotos se evapora
el olor de la noche festejada.
Allá, en su vasto taller,
al sol de las Hespérides,
ya se agitan — en mangas de camisa —
los Carpinteros.
En sus Desiertos de musgo, tranquilos,
preparan los artesonados preciosos
donde la ciudad
pintará falsos cielos.
Para los obreros encantadores
vasallos de un rey de Babilonia,
¡Venus, deja un momento a los Amantes
con el alma en corona!
¡Oh Reina de los Pastores!
Lleva a los trabajadores el aguardiente,
que sus fuerzas estén en paz
en espera del baño de mar de las doce.
_________________
La antigualla poética tenía gran importancia en mi alquimia
del verbo.
Me acostumbré a la alucinación sencilla: veía muy
abiertamente una mezquita en lugar de una fábrica, una escolanía
de tambores integrada por ángeles, calesas en los
caminos del cielo, un salón en el fondo de un lago; los
monstruos, los misterios; un título de vaudeville hacía que
ante mí se alzaran espantos.
¡Luego expliqué mis sofismas mágicos con la alucinación
de las palabras!
Acabé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu.
Estaba ocioso, presa de pesada fiebre: envidiaba la beatitud
de los animales, — las orugas, que representan la inocencia
de los limbos, los topos, ¡el sueño de la virginidad!
Se me agriaba el carácter. Decía adiós al mundo de una
especie de romances:
Canción Desde La Torre Más Alta
Que venga ya, que venga
el tiempo que enamore.
Tuve tanta paciencia,
que para siempre olvido;
miradas y sufrimientos
al cielo se marcharon.
Y la sed malsana
me oscurece las venas.
Que venga ya, que venga
el tiempo que enamore.
Igual la pradera
al olvido entregada,
agradada y florida
de incienso y cizaña,
ante el hosco zumbido
de las sucias moscas.
Que venga ya, que venga
el tiempo que enamore.
Amé el desierto, los vergeles calcinados, las tiendas mustias,
las bebidas entibiadas. Me arrastraba por las callejas malolientes
y, con los ojos cerrados, me ofrecía al sol, dios del
fuego.
«General, si todavía asoma un viejo cañón por tus murallas
en ruinas, bombardéanos con bloques de tierra seca. ¡A las vidrieras
de los espléndidos almacenes! ¡A los salones! Haz que
la ciudad se trague su propio polvo. Oxida las atarjeas. Llena
los camarines de arenilla de rubí ardiente…»
¡Oh! ¡El insecto beodo en el meadero del albergue, enamo45
rado de la borraja, y que un rayo disuelve!
Hambre
Si a algo tengo afición, no será más
que a la tierra y a las piedras.
Yo siempre almuerzo aire,
roca, carbones, hierro.
Hambres mías, girad. Pastad, hambres,
del prado de los sonidos.
Atraed el alegre veneno
de las corregüelas.
Comeos los guijarros que otros rompen,
las viejas piedras de iglesia;
los cantos rodados de los viejos diluvios,
panes sembrados en los valles grises.
_________________
El lobo gritaba bajo las hojas
escupiendo las bellas plumas
de su yantar de corral:
como él yo me consumo.
Las verduras, las frutas
sólo aguardan la cosecha;
pero la araña del seto
no come más que violetas.
¡Que duerma ya! Que hierva
en los altares de Salomón.
El caldo fluye sobre la herrumbre,
y se mezcla con el Cedrón.
Por último, oh felicidad, oh razón, separé del cielo el azul, que
es negro, y viví, centella dorada de la luz natural. En mi alegría,
adopté las expresiones más bufas y más extraviadas que
pude hallar.
¡Ha vuelto a aparecer!
— ¿Qué? — ¡La eternidad!
Es el mar mezclado
con el sol.
Eterna alma mía,
observo tu voto
a pesar de la noche sola
y del día en llamas.
¡Así, pues, te desprendes
de los humanos sufragios,
de los comunes impulsos!
Vuelas según…
— Nunca la esperanza,
ningún orietur.
Ciencia y paciencia,
el suplicio es seguro.
No queda mañana,
brasas de satén,
vuestro ardor
es el deber.
¡Ha vuelto a aparecer!
— ¿Qué? — ¡La Eternidad!
Es el mar mezclado
con el sol.
_________________
Me convertí en una ópera fabulosa: vi que todos los seres tienen
una fatalidad de dicha: la acción no es la vida, sino una
manera de echar a perder cierta fuerza: un enervamiento. La
moral es la debilidad del cerebro.
Pensaba que a cada ser se le debía otras muchas existencias.
Ese señor no sabe lo que hace: es un ángel. Esa familia es
una camada de perros. Ante muchos hombres, charlé en voz
alta con un momento de sus otras vidas. — Así, amé a un
cerdo.
Ninguno de los sofismas de la locura, —la locura de atar —
dejé en el olvido: podría decirlos todos otra vez, porque conservo
el método.
Mi salud se vio amenazada. El terror se acercaba. Caía en
sueños de muchos días y, levantado, continuaba los sueños
más tristes. Estaba maduro para el fin, y por un camino de peligros
mi debilidad de me conducía a los confines del mundo y
de cimeria, patria de la sombra y de los torbellinos.
Tuve que viajar, distraer los encantos congregados sobre mi
cerebro. Del mar, al que amaba como si le hubiese tocado lavarme
de alguna inmundicia, veía elevarse la cruz consoladora.
Me había condenado el arco iris. La Felicidad era mi fatalidad,
mi remordimiento, mi gusano: mi vida sería siempre
demasiado inmensa para consagrarla a la fuerza y a la belleza.
¡La felicidad! Su sabor, en que la muerte se complace, me
avisaba al cantar el gallo, — ad matutinum, en el Christus
venit, — en las ciudades más sombrías:
¡Oh estaciones, oh castillos!
¿Qué alma no tiene defecto!
He hecho el mágico estudio
de la felicidad, que nadie elude.
Salud a ti, cada vez
que canta el gallo galo.
¡Ah! No tendré más deseos:
él se ha hecho cargo de mi vida.
Este encanto ha tomado alma y cuerpo,
dispersando los esfuerzos.
¡Oh estaciones, oh castillos!
La hora de su huida, ¡ay!
será la de óbito.
¡Oh estaciones, oh castillos!
Pasó todo aquello. Hoy sé saludar a la belleza.

EL GRAN POETA por CHARLES BUKOWSKI



          Fui a verle. Era el gran poeta. El mejor poeta narrativo desde Jeffers; aún no había cumplido los setenta y ya era famoso en todo el mundo. Sus dos libros más conocidos quizá fuesen Mi pena es mejor que la tuya, ¡ja! y El chicle que murió de tristeza. Había enseñado en varias universidades, había ganado todos los premios, incluido el Nobel. Bernard Stachman.
          Subí las escaleras de la YMCA. El señor Stachman vivía en la habitación 223. Llamé. «¡PASE, COÑO, PASE!», gritó alguien desde dentro. Abrí la puerta y entré. Bernard Stachman estaba en la cama. Flotaba en el aire un olor a vómito, vino, orines, mierda y alimentos podridos. Sentí náuseas. Corrí al cuarto de baño, vomité; luego salí.
          —Señor Stachman —dije—. ¿Por qué no abre una ventana?
          —Buena idea. Y nada de «señor Stachman», mierda, me llamo Barney.
          Estaba impedido. Tras un gran esfuerzo, logró incorporarse en la cama y aposentarse en la silla que había al lado.
          —Ahora, listo para una buena charla —dijo—. Era lo que estaba esperando.
          Junto a su codo, en la mesa, había una jarra de un galón de tinto italiano llena de cenizas de cigarrillos y polillas muertas. Aparté la vista, luego miré otra vez. Tenía la jarra en la boca, pero la mayor parte del vino se le derramaba por la camisa y los pantalones. Bernard Stachman posó la jarra.
          —Exactamente lo que necesitaba.
          —Debía utilizar un vaso —dije—. Es más cómodo.
          —Sí, creo que tiene razón.
          Miró a su alrededor. Había unos cuantos vasos sucios y me pregunté cuál escogería. Escogió el que le quedaba más cerca. El fondo del vaso estaba cubierto por una sustancia amarillenta, endurecida. Parecían restos de pollo con fideos. Escanció el vino. Luego, alzó el vaso y lo vació.
          —Sí, esto es mucho mejor. Veo que ha traído una cámara. Supongo que querrá hacerme fotos.
          —Sí —dije.
          Me acerqué a la ventana, la abrí y respiré aire fresco. Llevaba días lloviendo y el aire estaba límpido y fresco.
          —Oiga —dijo—, hace horas que tengo ganas de mear. Tráigame una botella vacía.
          Había varias botellas vacías. Le acerqué una. El pantalón no tenía cremallera, sino botones, y sólo tenía abrochado el de más abajo, porque no le cabía en el cuerpo. Hurgó en la bragueta, se sacó el pajarito y puso el capullo en la boca de la botella. En cuanto empezó a orinar, el pajarito se tensó y empezó a cabecear, esparciendo la orina por todas partes... por la camisa, los pantalones y la cara; increíblemente, el último chorro fue a darle en la oreja izquierda.
          —Es una mierda esto de no poder valerse —dijo.
          —¿Cómo fue? —pregunté.
          —¿Cómo fue el qué?
          —El quedarse así, impedido.
          —Mi mujer. Me pasó por encima, con el coche.
          —¿Cómo? ¿Por qué?
          —Dijo que no podía soportarme más.
          No dije nada. Tomé un par de fotos.
          —Tengo fotos de mi mujer. ¿Quiere ver fotos de mi mujer?
          —Sí, claro.
          —El álbum de fotos está allá, encima de la nevera.
          Me acerqué, lo cogí, me senté. Sólo había fotografías de zapatos de tacón alto y esbeltos tobillos de mujer, piernas cubiertas de medias de nylon, ligueros, pantys y toda clase de piernas. En algunas páginas había pegados anuncios del mercado de carne: Redondo de ternera, 69 centavos la libra. Cerré el álbum.
          —Cuando nos divorciamos —dijo—, me los dio.
          Bernard buscó bajo la almohada de la cama y sacó un par de zapatos de tacón alto, unos zapatos de largos tacones de aguja. Los había hecho cubrir con una capa de bronce. Los colocó en la mesita de noche. Se sirvió otro trago.
          —Duermo con esos zapatos —dijo—. Hago el amor con ellos y luego los lavo.
          Tomé algunas fotos más.
          —Oiga, ¿quiere una foto? Esta es una buena foto.
          Se desabrochó el único botón de la bragueta. No llevaba calzoncillos. Cogió el tacón del zapato y se lo metió por el trasero.
          —Así. Saque una así.
          Hice la foto.
          Le resultaba difícil mantenerse en pie, pero lo logró apoyándose en la mesita.
          —¿Sigue escribiendo, Barney?
          —Yo escribo siempre, coño.
          —¿Y sus admiradoras no le interrumpen en su trabajo?
          —Bueno, sí, a veces, las mujeres me encuentran. Pero no se quedan mucho.
          —¿Se venden sus libros?
          —Hombre, recibo cheques por mis derechos  de autor.
          —¿Qué aconseja usted a los escritores jóvenes?
          —Que beban mucho, que jodan mucho y que fumen muchos cigarrillos.
          —¿Y qué aconseja a los escritores de más edad?
          —Si siguen aún con vida, no necesitan consejos.
          —¿Cuál es el impulso que le mueve a crear un poema?
          —¿Y usted, por qué caga?
          —¿Qué piensa usted de Reagan y del paro?
          —No pienso en Reagan ni en el paro. Todo eso me aburre. Como los viajes espaciales. Y la liga de béisbol.
          —¿Cuáles son sus preocupaciones, entonces?
          —Las mujeres modernas.
          —¿Las mujeres modernas?
          —No saben vestir. Llevan unos zapatos espantosos.
          —¿Qué piensa usted del movimiento de liberación de la mujer?
          —Si ellas están dispuestas a trabajar lavando coches, empujando el arado, cazando a dos tipos que acaben de asaltar una licorería, o limpiando alcantarillas, si están dispuestas a dejar que les rebanen las tetas de un tiro en el ejército, yo estoy dispuesto a quedarme en casa fregando los platos y a aburrirme quitando pelusilla de la alfombra.
          —¿Pero no cree usted que tienen cierta razón en sus reivindicaciones?
          —Por supuesto.
          Stachman se sirvió otro trago. Incluso bebiendo del vaso, parte del vino se le derramaba por la barbilla y le bajaba hasta la camisa. Olía como un hombre que llevara meses sin bañarse.
          —Mi esposa —dijo—, aún estoy enamorado de ella. Déme el teléfono, por favor.
          Le di el teléfono. Marcó un número.
          —¿Claire? ¿Oye, Claire...? —Colgó.
          —¿Qué pasó? —pregunté.
          —Lo de siempre. Colgó. Oiga, vámonos de aquí, vámonos a un bar. Llevo demasiado tiempo en esta maldita habitación. Necesito salir.
          —Pero es que está lloviendo. Hace una semana que está lloviendo. Las calles están inundadas.
          —Eso a mí no me importa. Quiero salir. Lo más probable es que en este momento, ella esté jodiendo con un tipo. Probablemente tenga puestos los zapatos de tacón. Yo no le dejaba nunca quitárselos.
          Ayudé a Bernard Stachman a enfundarse un viejo abrigo marrón. Le faltaban todos los botones. Estaba tieso de mugre. No era un abrigo de Los Angeles. Era grueso y pesado, debía proceder de Chicago o de Denver, y debía datar de los años treinta.
          Luego, cogimos las muletas y bajamos laboriosamente la escalera. Bernard llevaba una botella de moscatel en un bolsillo. Llegamos a la entrada y me aseguró que podía cruzar solo la acera y subir al coche. Mi coche estaba aparcado a cierta distancia del bordillo.
          Cuando corría dando la vuelta al coche para entrar por el otro lado, oí un grito y a continuación un chapoteo. Estaba lloviendo, llovía mucho. Di otra vez corriendo la vuelta; Bernard se las había arreglado para caerse y quedar encajado en el suelo entre el coche y el bordillo. El agua le corría por encima. Estaba sentado y el agua le desbordaba, le cubría los pantalones, le daba en los costados; las muletas flotaban torpemente en su regazo.
          —No se preocupe —dijo—. Váyase y déjeme.
          —Pero, por Dios, Barney.
          —En serio. Váyase. Déjeme. Mi mujer no me quiere.
          —No es su mujer, Barney. Están divorciados.
          —A otro perro con ese hueso.
          —Vamos, Barney, le ayudaré a levantarse.
          —No, no. No se moleste. Se lo digo en serio. Usted váyase. Emborráchese sin mí.
          Le levanté, abrí la portezuela y le coloqué en el asiento delantero. Estaba empapado. El agua le caía a chorros. Luego rodeé el coche y me coloqué al volante, a su lado. Barney destapó la botella de moscatel, bebió un trago y me la pasó. Bebí un trago. Luego, puse el coche en marcha y salí, mirando por el parabrisas, entre la lluvia, buscando un bar en el que pudiéramos entrar y no vomitar en cuanto le echáramos una ojeada al hediondo urinario.

UN COÑO BLANCO por CHARLES BUKOWSKI



Es un bar que queda cerca de la estación de ferrocarril, ha cambiado de dueño seis veces en un año. pasó de bar top-less a restaurante chino, después a mejicano y luego a varias cosas más, pero a mí me gustaba sentarme allí a mirar el reloj de la estación por una puerta lateral que siempre dejan entornada, es un bar bastante aceptable: no hay mujeres que molesten, sólo un grupo de comedores de mandioca y jugadores del volante que me dejan en paz. están siempre allí sentados viendo la aburrida retransmisión de un partido de algo en la tele, se está mejor en el cuarto de uno, por supuesto, pero hemos aprendido con los años de trinque que si bebes solo entre cuatro paredes, las cuatro paredes no sólo te destruyen sino que les ayudan a ELLOS a destruirte. No hay por qué darles victorias fáciles. Saber mantener el equilibrio justo entre soledad y gente, ésa es la clave, ésa es la táctica, para no acabar en el manicomio.
así que estoy allí sentado muy serio cuando se sienta a mi lado el mejicano de la Sonrisa Eterna.
—necesito tres verdes, ¿puedes dármelos?
—los muchachos dicen que «no»... por ahora, ha habido muchos problemas últimamente.
—pero lo necesito.
—todos lo necesitamos, págame una cerveza.
la Sonrisa Mejicana Eterna me paga una cerveza.
a) está tomándome el pelo.
b) está loco.
c) quiere liarme.
d) es un poli.
e) no sabe nada.
—quizá pueda conseguirte tres verdes —le digo.
—ojalá, perdí a mi socio, él sabía cómo agujerear una caja fuerte, sabía encontrarle el punto débil y aplicar la presión necesaria hasta que la plancha saltaba, todo perfecto, sin un ruido, ahora le han cazado, y yo tengo que usar el martillo, sacar la combinación y dinamitar el agujero, muy anticuado y muy ruidoso, pero necesito tres verdes hasta que me salga un asunto.
me cuenta todo esto muy bajo, acercándose, para que nadie oiga, apenas puedo oírle.
—¿cuánto hace que eres policía? —le pregunto.
—te equivocas conmigo, soy estudiante, de la escuela nocturna, estudio trigonometría superior.
—¿y para eso necesitas robar cajas fuertes?
—claro, y cuando acabe yo también tendré cajas fuertes y una casa en Beberly Hills, donde no lleguen los motines.
—mis amigos me dicen que la palabra es Rebelión, no Motín.
—-¿qué clase de amigos tienes?
—de todas clases, y de ninguna, quizá cuando llegues al cálculo superior, entiendas mejor lo que quiero decir, creo que te queda mucho por delante.
—por eso necesito tres verdes.
—un préstamo de tres verdes significa cuatro verdes dentro de treinta y cinco días.
—¿cómo sabes que no voy a largarme?
—nunca lo ha hecho nadie, tú ya me entiendes.
tomamos otras dos cervezas, mientras veíamos el partido.
—¿cuánto hace que eres policía? —volví a preguntarle.
—me gustaría que dejases eso. ¿te importa que te pregunte yo algo?
—bueno —dije.
—te vi por la calle una noche hace unas dos semanas, hacia la una, con la cara llena de sangre, y también la camisa, una camisa blanca, quise ayudarte pero parecías no saber dónde estabas, me asustaste: no te tambaleabas pero era como si anduvieras en sueños, luego vi cómo entrabas en una cabina de teléfonos y más tarde te recogió un taxi.
—bueno —dije.
—¿eras tú?
—supongo.
—¿qué pasó?
—tuve suerte.
—¿qué?
—claro, sólo me tocaron un poco, estamos en la Década Loca de los Asesinos. Kennedy. Oswald. el doctor King. Che G. Lumumba. olvido varios, seguro, tuve suerte, no era lo bastante importante para un asesinato.
—¿y quién te hizo aquello?
—todos.
—¿todos?
—claro.
—¿qué piensas del asunto de King?
—una chorrada, como todos los asesinatos desde Julio César.
—¿crees que los negros tienen razón?
—no creo que yo merezca morir a manos de un negro, pero creo que hay algunos blancos enfermos de fantasías que sí, quiero decir ELLOS quieren morir a manos de un negro, pero creo que una de las cosas mejores de la Revolución Negra es que ellos están INTENTÁNDOLO, la mayoría de nosotros los lindos blanquitos hemos olvidado ya esto, incluido yo. ¿pero qué tiene eso que ver con los tres verdes?
—bueno, a mí me dijeron que tenías contactos y necesito pasta, pero creo que estás un poco loco.
—FBI.
—¿cómo?
—¿eres del FBI?
—¿estás paranoico? —pregunta él.
—por supuesto, ¿qué hombre sano no?
—¡tú estás loco! —parece fastidiado y echa hacia atrás la silla y se va. Teddy, el nuevo propietario, llega con otra cerveza.
—¿quién era? —pregunta.
—un tío que quería liarme.
—¿sí?
—sí. así que le lié yo.
Teddy se alejaba nada impresionado pero así son los de los bares, termino la cerveza, salgo y bajo hasta el bar mejicano grande de la baranda de bronce, querían matarme allí dentro, yo era mal actor estando borracho, era agradable ser blanco y estar loco y ser tan desenvuelto, ella se acerca, la camarera, recuerdo la cara, la banda empieza «Vuelven los días felices», quieren engañarme, esto activa la navaja automática.
—necesito recuperar mis llaves.
ella busca en el delantal (le sienta bien ese delantal; a las mujeres siempre les sientan bien los delantales; algún día joderé a una que no tenga más que el delantal, quiero decir encima de ELLA) y coloca las llaves sobre la barra, allí estaban: las llaves del coche, las del apartamento, las llaves para llegar al interior de mi cráneo.
—anoche dijiste que volvías.
miro alrededor, hay por allí, por la barra, dos o tres, groguis. revolotean las moscas sobre sus cabezas, sin carteras, el asunto olía a droga en la bebida, en fin, ellos se lo merecen, yo no. pero los mejicanos eran fríos: nosotros les robamos su tierra pero ellos siguieron tocando sus trompetas, y yo digo:
—se me olvidó volver.
—la consumición es por mi cuenta.
—oye, ¿crees que soy Bob Hope contando chistes navideños a los soldados? un whisky con droga, fuerte.
se echa a reír y va a mezclar el veneno, vuelvo la cabeza para facilitarle las cosas, se sienta frente a mí.
—me gusta —dice—. quiero que jodamos otra vez. haces buenos trucos para ser un viejo.
—gracias, es por esa peluca blanca que llevas, soy un chiflado: me gustan las jóvenes que se fingen viejas, y las viejas que se fingen jóvenes, me gustan los ligueros, los tacones altos, las braguitas rosa, todo ese rollo picante.
—hago una escena en que me tiño el coño de blanco.
—perfecto.
—bebe tu veneno.
—oh sí, gracias.
—no hay de qué.
bebí el whisky con droga, pero les engañé, salí inmediatamente y tuve la suerte de ver un taxi allí mismo en Sunset, al sol, entré y cuando llegué a casa apenas pude pagar, abrir la puerta y cerrarla, luego quedé paralizado, un coño blanco, sí, ella no quería joder conmigo, quería joderme. conseguí llegar al sofá y quedar paralizado allí, salvo en el pensamiento, oh sí, tres verdes, ¿quién no lo aceptaría? al diablo el interés y la cláusula de penalización final, treinta y. cinco días, ¿cuántos hombres han tenido treinta y cinco días libres en sus vidas? y luego, se puso oscuro, así que no pude contestarme mi propia pregunta.
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