sábado, agosto 18, 2012

LAS IMPRUDENTES PLEGARIAS DE POMBO EL IDOLATRA por LORD DUNSANY



Pombo el idólatra había dirigido a Ammuz una súplica sencilla, indispensable, de esas
que incluso un ídolo de marfil podía conceder con suma facilidad, y Ammuz no la había
concedido inmediatamente. Luego, Pombo había rezado a Tharma pidiendo el
derrocamiento de Ammuz, un ídolo simpático a los ojos de Tharma, y al hacerlo violó el
protocolo de los dioses. Tharma rehusó conceder la petición. Pombo suplicó
desesperadamente a todos los dioses de la idolatría, pues aunque se trataba de un
asunto sencillo, era indispensable para él. Dioses más antiguos que Ammuz
rechazaron las plegarias de Pombo, e incluso dioses más recientes y por tanto de
mayor reputación. Les suplicó uno a uno y todos rehusaron escucharle. Al principio él ni
siquiera pensó en aquel sutil protocolo divino que había violado. Se le ocurrió de
repente mientras rezaba al quincuagésimo ídolo, un diosecillo verde jade conocido de
los chinos, contra el cual se habían aliado todos los demás ídolos. Cuando Pombo
descubrió esto sintió amargamente haber nacido y se lamentó, alegando que estaba
perdido. Podía vérsele entonces en cualquier parte de Londres frecuentando tiendas de
antigüedades y otros lugares donde venden ídolos de marfil o de piedra, ya que residía
en Londres con otros de su raza aunque había nacido en Burmah y era de los que
consideran sagrado el Ganges. En las tardes lluviosas del peor noviembre podía verse
su rostro macilento en el resplandor de cualquier tienda pegado completamente al
cristal, suplicando a algún apacible ídolo cruzado de piernas, hasta que la policía le
hacía circular. Y después de la hora de cierre se iba de nuevo a su sórdida habitación,
en esa parte de nuestra capital donde raramente se habla inglés, a suplicar a pequeños
ídolos que poseía. Y cuando la sencilla e indispensable súplica de Pombo fue
igualmente rechazada por los ídolos de museos, salas de subasta y tiendas, entonces
consultó consigo mismo y compró incienso, y lo quemó en un brasero frente a sus
propios ídolos baratos, y mientras tanto tocó un instrumento como los que utilizan los
encantadores de serpientes. Y los ídolos seguían aferrándose a su protocolo.
No sé si Pombo conocía este protocolo y lo consideraba frívolo frente a su exigencia; o
si ésta, cada vez más apremiante, trastornó su mente; mas lo cierto es que Pombo el
idólatra cogió un palo y súbitamente se volvió iconoclasta.
Pombo el iconoclasta abandonó inmediatamente su casa, dejando que sus ídolos
fueran barridos por el polvo mezclándose así con el Hombre. Fue a ver a un
archiidólatra de fama que esculpía ídolos en piedras poco corrientes y le expuso su
caso. El archiidólatra, que creaba sus propios ídolos, reprochó a Pombo en nombre de
la Humanidad por haber roto sus ídolos. "Pues, ¿acaso no los ha hecho el hombre?",
dijo. Y en cuanto a los ídolos mismos habló larga y doctamente, explicándole el
protocolo divino, que Pombo había violado, por lo que ningún otro ídolo escucharía sus
súplicas. Cuando Pombo oyó esto lamentó y protestó amargamente, y maldijo a los
dioses de marfil y a los dioses de jade, y a la mano del Hombre que los había hecho,
mas sobre todo maldijo su protocolo, que había arruinado, según dijo, a un inocente.
De manera que, finalmente, aquel archiidólatra que hacía sus propios ídolos
interrumpió su trabajo de un ídolo de jaspe para un rey que estaba harto de Wosh, y
tuvo compasión de Pombo, y le dijo que, aunque ningún ídolo escucharía sus plegarias,
no muy lejos de allí actuaba cierto ídolo de mala reputación que no sabía nada de
protocolos y aceptaba plegarias que ningún otro dios respetable hubiera consentido en
escuchar. Cuando Pombo oyó esto, tomó dos puñados de la barba del archiidólatra y
los besó alegremente, y enjugó sus lágrimas y volvió a ser el mismo impertinente de
siempre. Y el que esculpía en jaspe al usurpador de Wosh explicó que en la aldea del
Fin del Mundo, en el extremo más alejado de la Ultima Calle, hay un hoyo que podría
tomarse por un pozo, rodeado por la tapia del jardín, y que, si descendía hasta su
mismo borde y buscaba a tientas con los pies, encontraría un saliente, que es el último
peldaño de un tramo de escaleras que conduce a los confines del Mundo.
–Como todos los hombres saben, esas escaleras deben tener un destino o incluso un
peldaño final –dijo el archiidólatra–; mas discutir acerca de los tramos inferiores es
perder el tiempo.
Entonces a Pombo le castañetearon los dientes, pues temía la oscuridad; mas el que
fabricaba sus propios ídolos le explicó que aquellas escaleras estaban siempre
iluminadas por el pálido crepúsculo azulado en el que el Mundo gira.
–Entonces –dijo– pasarás cerca de la Casa Solitaria y bajo el puente que conduce de la
Casa a Ninguna Parte, cuya utilidad no se adivina; desde allí dejarás atrás a Maharrion,
el dios de las flores, y a su sumo sacerdote, que no es ni pájaro ni gato; y de esa
manera llegarás al idolillo Duth, el dios de mala reputación que hará caso de tu
plegaria.
Y siguió esculpiendo su ídolo de jaspe para el rey que estaba harto de Wosh; y Pombo
le dio las gracias y se marchó cantando, pues en su vulgar mente pensaba que "tenía
consigo a los dioses".
Hay un largo trecho desde Londres al Fin del Mundo, y a Pombo no le quedaba dinero.
No obstante, en un plazo de cinco semanas estaba paseando por la Ultima Calle,
aunque no diré cómo consiguió llegar hasta allí, ya que no fue de una forma
completamente honrada. Pombo encontró el pozo al final del jardín, más allá de la
última casa de la Ultima Calle, y mientras se descolgaba del borde con las manos
cruzaron por su mente innumerables pensamientos, principalmente el que afirmaba que
los dioses se reían de él por boca del archiidólatra, su profeta, y ese pensamiento se le
metió en la cabeza hasta dolerle tanto como las muñecas... y entonces encontró el
peldaño.
Pombo bajó las escaleras. Allí estaba, efectivamente, el crepúsculo en el que el mundo
gira, y en él las estrellas brillaban débilmente a lo lejos. Mientras bajaba no había nada
ante él excepto aquel extraño y melancólico derroche de crepúsculo, con su multitud de
estrellas, y sus cometas precipitándose al exterior a través de él o volviendo a casa.
Luego divisó las luces del puente hacia Ninguna Parte y, de pronto, se encontró con el
fulgor de la reluciente ventana del salón de la Casa Solitaria, y allí oyó voces que
pronunciaban palabras, y las voces de ninguna manera eran humanas, y de no ser por
su imperante necesidad habría gritado y huido. A mitad de camino entre las voces y
Maharrion, al que ahora veía sobresaliendo del mundo, cubierto de halos irisados,
divisó a la misteriosa bestia gris que no es ni gato ni pájaro. Mientras Pombo vacilaba,
tiritando de miedo, oyó que las voces de la Casa Solitaria subían de tono, y en eso
descendió sigilosamente unos cuantos peldaños y se abalanzó contra la bestia. La
bestia observaba atentamente a Maharrion, el cual lanzaba burbujas hacia arriba, cada
una de las cuales era una estación primaveral en desconocidas constelaciones, y
llamaba a las golondrinas hacia inimaginables parajes. Le observaba sin volverse
siquiera para mirar a Pombo, y le vio caer en el Linlunlarna, el río que nace en los
confines del Mundo, cuya corriente depura el polen dorado que es arrebatado al Mundo
para convertirse en la alegría de las Estrellas. Y allí estaba delante de Pombo el idolillo
de mala reputación a quien nada importa el protocolo y el cual atiende las plegarias
rechazadas por la totalidad de los dioses respetables. No sé, ni eso le importa a
Pombo, si finalmente su visión de aquél excitó su impaciencia, o si fue su misma
necesidad, superior a cuanto podía soportar, la que le condujo escaleras abajo tan
velozmente; o si, como es más probable, pasó corriendo junto a la bestia demasiado
deprisa; mas, en todo caso, no pudo detenerse, como era su propósito, a orar a los
pies de Duth, sino que siguió bajando a la carrera los angostos peldaños, agarrándose
a las peladas y lisas rocas hasta caerse del Mundo, como caemos en sueños, cuando
nuestro corazón deja de latir y despertamos con un espantoso susto. Mas no hubo
despertar para Pombo, el cual todavía sigue cayendo hacia las indiferentes estrellas, y
su destino es el mismo que el de Slith.

NOCHE DEL INFIERNO por ARTHUR RIMBAUD



He bebido un enorme trago de veneno. ¡Bendito tres veces el consejo que ha llegado
hasta mí! Me queman las entrañas. La violencia del veneno me retuerce los miembros, me
vuelve deforme, me derriba. Me muero de sed, me ahogo, no puedo gritar. ¡Es el infierno, la
pena eterna! ¡Ved cómo se alza el fuego! Ardo como es debido. ¡Anda, demonio!
Yo había entrevisto la conversión al bien y a la felicidad, la salvación. ¡Pero cómo
describiría mi visión, si el aire del infierno no soporta los himnos! Eran millones de criaturas
encantadoras, un suave concierto espiritual, la fuerza y la paz, las nobles ambiciones, ¿qué sé
yo?
¡Las nobles ambiciones!
¡Y esto sigue siendo la vida! ¡Si la condenación es eterna! Un hombre que se quiere
mutilar está bien condenado, ¿no es así? Yo me creo en el infierno, luego estoy en él. Esto es
el catecismo realizado. Soy esclavo de mi bautismo. Padres, habéis hecho mi
desgracia y la vuestra. ¡Pobre inocente! El infierno no puede atacar a los paganos. ¡Esto sigue
siendo la vida! Más tarde, las delicias de la condenación serán más profundas. Un crimen,
pronto, y que caiga yo en la nada, según la ley humana.
¡Pero calla, cállate! ... Aquí están la vergüenza, el reproche: Satán que dice que el
fuego es innoble, que mi cólera es espantosamente estúpida. ¡Basta! ... Son errores que me
susurran, magias, perfumes falsos, músicas pueriles. -Y decir que yo poseo la verdad, que veo
la justicia: tengo un juicio sano y firme, estoy a punto para la perfección... Orgullo-. La piel
del cráneo se me deseca. ¡Piedad! Señor, tengo miedo. ¡Tengo sed, tanta sed! Ah, la infancia,
la hierba, la lluvia, el lago sobre las piedras, el claro de luna cuando en el campanario
sonaban las doce... a esa hora el diablo está en el campanario. ¡María! ¡Virgen Santa!...
Horror de mi estulticia.
Allá lejos, ¿no hay almas honestas que me quieren bien?... Venid... Tengo una
almohada sobre la boca y ellas no me oyen, son fantasmas. Además, nadie piensa nunca en
los otros. Que no se me acerquen. Es seguro que huelo a chamusquina.
Las alucinaciones son innumerables. Esto es de veras lo que me pasó siempre:
ninguna fe en la historia, olvido de todos los principios. Me lo callaré:
Poetas y visionarios se pondrían celosos. Yo soy mil veces más rico, seamos avaros como el
mar.
¡Ah, es eso! El reloj de la vida se ha detenido hace un momento. Ya no estoy en el
mundo. La teología es seria, el infierno está ciertamente abajo -y el cielo arriba-. Éxtasis,
pesadilla, sueño en un nido de llamas.
Cuántas malicias para atender los campos ... Satán, Fernando, corre con las semillas
silvestres... Jesús camina sobre las zarzas purpúreas, sin doblarlas... Jesús caminaba sobre las
aguas irritadas. La linterna nos lo mostró de pie, blanco y las crenchas brunas, en el flanco de
una ola de esmeralda ...
Voy a descorrer el velo de todos los misterios: misterios religiosos o naturales,
muerte, nacimiento, porvenir, pasado, cosmogonía, nada. Yo soy maestro en fantasmagorías.
¡Escuchad! ...
¡Yo tengo todos los talentos! Aquí no hay nadie y hay, alguien: no querría derrochar
mi tesoro. ¿Queréis cantos negros, danzas de huríes? ¿Queréis que desaparezca, que me
hunda en busca del anillo? ¿Lo queréis? Fabricaré oro, medicamentos.
Fiaos en mí, la fe consuela, guía, cura. Venid, todos, hasta los niños pequeños, para
que os consuele, para que se prodigue en vosotros su corazón, ¡el corazón maravilloso!
¡Pobres hombres, trabajadores! No pido plegarias; con sólo vuestra confianza, seré feliz.
Y pensemos en mí. Esto hace que añore poco el mundo. Tengo la suerte de no sufrir
más. Mi vida fue sólo una serie de dulces locuras, es lamentable.
¡Bah! Hagamos todas las muecas imaginables.
Decididamente, estamos fuera del mundo. No más sonido. Mi tacto desapareció. ¡Ah!
mi castillo, mi Sajonia, mi bosque de sauces. Las tardes, las mañanas, las noches, los días...
¡Si estaré cansado!
Yo debería tener un infierno para mi cólera, un infierno para mi orgullo, y el infierno
de las caricias; un concierto de infiernos.
Me muero de cansancio. Esto es la tumba, voy hacia los gusanos, ¡horror de los
horrores! Satán, farsante, tú quieres disolverme con tus hechizos. Yo reclamo. ¡Yo reclamo
un golpe de tridente, una gota de fuego!
¡Ah, subir de nuevo a la vida! ¡Poner los ojos sobre nuestras deformidades! ¡Y ese
veneno, ese beso mil veces maldito! ¡Mi flaqueza, la crueldad del mundo! ¡Dios mío, piedad,
ocultadme, me siento demasiado mal! Estoy oculto y no lo estoy.
Es el fuego que se alza con su condenado.

EL DEMONIO DE LA PESTE por H. P. LOVECRAFT





Jamás olvidaré aquel espantoso verano, hace dieciséis años, en que, como un demonio
maligno de las moradas de Eblis, se propagó el tifus solapadamente por toda Arkham.
Muchos recuerdan ese año por dicho azote satánico, ya que un auténtico terror se cernió
con membranosas alas sobre los ataúdes amontonados en el cementerio de la Iglesia de
Cristo; sin embargo, hay un horror mayor aún que data de esa época: un horror que sólo
yo conozco, ahora que Herbert West ya no está en este mundo.
West y yo hacíamos trabajos de postgraduación en el curso de verano de la Facultad de
Medicina de la Universidad Miskatonic, y mi amigo había adquirido gran notoriedad
debido a sus experimentos encaminados a la revivificación de los muertos. Tras la
matanza científica de innumerables bestezuelas, la monstruosa labor quedó suspendida
aparentemente por orden de nuestro escéptico decano, el doctor Allan Halsey; pero
West había seguido realizando ciertas pruebas secretas en la sórdida pensión donde
vivía, y en una terrible e inolvidable ocasión se había apoderado de un cuerpo humano
de la fosa común, transportándolo a una granja situada a otro lado de Meadow Hill. Yo
estuve con él en aquella ocasión, y le vi inyectar en las venas exánimes el elixir que
según él, restablecería en cierto modo los procesos químicos y físicos. El experimento
había terminado horriblemente en un delirio de terror que poco a poco llegamos a
atribuir a nuestros nervios sobreexcitados, West ya no fue capaz de librarse de la
enloquecedora sensación de que le seguían y perseguían. El cadáver no estaba lo
bastante fresco; es evidente que para restablecer las condiciones mentales normales el
cadáver debe ser verdaderamente fresco; por otra parte, el incendio de la vieja casa nos
había impedido enterrar el ejemplar. Habría sido preferible tener la seguridad de que
estaba bajo tierra.
Después de esa experiencia, West abandonó sus investigaciones durante algún tiempo:
pero lentamente recobró su celo de científico nato, y volvió a importunar a los
profesores de la Facultad pidiéndoles permiso para hacer uso de la sala de disección y
ejemplares humanos frescos para el trabajo que él consideraba tan tremendamente
importante. Pero sus súplicas fueron completamente inútiles, ya que la decisión del
doctor Halsey fue inflexible, y todos los demás profesores apoyaron el veredicto de su
superior. En la teoría fundamental de la reanimación no veían sino extravagancias
inmaduras de un joven entusiasta cuyo cuerpo delgado, cabello amarillo, ojos azules y
miopes, y suave voz no hacían sospechar el poder supranomal "casi diabólico" del
cerebro que albergaba en su interior. Aún le veo como era entonces y me estremezco.
Su cara se volvió más severa, aunque no más vieja. Y ahora Sefton carga con la
desgracia, y West ha desaparecido.
West chocó desagradablemente con el Doctor Halsey casi al final de nuestro ultimo año
de carrera, en una disputa que le reportó menos prestigio a él que al bondadoso decano
en lo que a cortesía se refiere. Afirmaba que este hombre se mostraba innecesariamente
e irracionalmente grande; una obra que deseaba comenzar mientras tenía la oportunidad
de disponer de las excepcionales instalaciones de la facultad. El que los profesores,
apegados a la tradición ignorasen los singulares resultados tenidos en animales, y
persistiesen en negar la posibilidad de reanimación, era indeciblemente indignante, y
casi incomprensibles para un joven del temperamento lógico de West. Sólo una mayor
madurez podía ayudarle a entender las limitaciones mentales crónicas del tipo "doctorprofesor",
producto de generaciones de puritanos mediocres, bondadosos, conscientes,
afables, y corteses, a veces, pero siempre rígidos, intolerantes, esclavos de las
costumbres y carentes de perspectivas. El tiempo es más caritativo con estas personas
incompletas aunque de alma grande, cuyo defecto fundamental, en realidad, es la
timidez, y las cuales reciben finalmente el castigo de la irrisión general por sus pecados
intelectuales: su ptolemismo, su calvinismo, su antidarwinismo, su antinietzaheísmo, y
por toda clase de sabbatarinanismo y leyes suntuarias que practican. West, joven a pesar
de sus maravillosos conocimientos científicos, tenía escasa paciencia con el buen doctor
Halsey y sus eruditos colegas, y alimentaba un rencor cada vez más grande,
acompañado de un deseo de demostrar la veracidad de sus teorías a estas obtusas
dignidades de alguna forma impresionante y dramática. Y como la mayoría de los
jóvenes, se entregaban a complicados sueños de venganza, de triunfo y de magnánima
indulgencia final. Y entonces había surgido el azote, sarcástico y letal, de las cavernas
pesadillescas del Tártaro. West y yo nos habíamos graduado cuando empezó, aunque
seguíamos en la Facultad, realizando un trabajo adicional del curso de verano, de forma
que aún estábamos en Arkham cuando se desató con furia demoníaca en toda la ciudad.
Aunque todavía no estábamos autorizados para ejercer, teníamos nuestro título, y nos
vimos frenéticamente requeridos a incorporarnos al servicio público, al aumentar él
número de los afectados. La situación se hizo casi incontrolable, y las defunciones se
producían con demasiada frecuencia para que las empresas funerarias de la localidad
pudieran ocuparse satisfactoriamente de ellas. Los entierros se efectuaban en rápida
sucesión, sin preparación alguna, y hasta el cementerio de la Iglesia de Cristo estaba
atestado de ataúdes de muertos sin embalsamar. Esta circunstancia no dejó de tener su
efecto en West, que a menudo pensaba en la ironía de la situación: tantísimos
ejemplares frescos, y sin embargo, ¡ninguno servía para sus investigaciones!. Estábamos
tremendamente abrumados de trabajo, y una terrible tensión mental y nerviosa sumía a
mi amigo en morbosas reflexiones. Pero los afables enemigos de West no estaban
enfrascados en agobiantes deberes. La facultad había sido cerrada, y todos los doctores
adscritos a ella colaboraban en la lucha contra la epidemia de tifus. El doctor Halsey,
sobre todo, se distinguía por su abnegación, dedicando toda su enorme capacidad, con
sincera energía, a los casos que muchos otros evitaban por el riesgo que representaban,
o por juzgarlos desesperados. Antes de terminar el mes, el valeroso decano se había
convertido en héroe popular aunque él no parecía tener conciencia de su fama, y se
esforzaba en evitar el desmoronamiento por cansancio físico y agotamiento nervioso.
West no podía por menos de admirar la fortaleza de su enemigo; pero precisamente por
esto estaba más decidido aún a demostrarle la verdad de sus asombrosas teorías. Una
noche, aprovechando la desorganización que reinaba en el trabajo de la Facultad y las
normas sanitarias municipales, se las arregló para introducir camufladamente el cuerpo
de un recién fallecido en la sala de disección, y le inyectó en mi presencia una nueva
variante de su solución. El cadáver abrió efectivamente los ojos, aunque se limitó a
fijarlos en el techo con expresión de paralizado horror, antes de caer en una inercia de la
que nada fue capaz de sacarle, West dijo que no era suficientemente fresco; el aire
caliente del verano no beneficia los cadáveres. Esa vez estuvieron a punto de
sorprendernos antes de incinerar los despojos, y West no consideró aconsejable repetir
esta utilización indebida del laboratorio de la facultad.
El apogeo de la epidemia tuvo lugar en agosto. West y yo estuvimos a punto de
sucumbir en cuanto al doctor Halsey falleció el día catorce. Todos los estudiantes
asistieron a su precipitado funeral el día quince, y compraron una impresionante corona,
aunque casi la ahogaban los testimonios enviados por los ciudadanos acomodados de
Arkham y las propias autoridades del municipio. Fue casi un acontecimiento público,
dado que el decano había sido un verdadero benefactor para la ciudad. Después del
sepelio, nos quedamos bastantes deprimidos, y pasamos la tarde en el bar de la
Comercial House, donde West, aunque afectado por la muerte de su principal
adversario, nos hizo estremecer a todos hablándonos de sus notables teorías. Al
oscurecerse, la mayoría de los estudiantes regresaron a sus casas o se incorporaron a sus
diversas publicaciones; pero West me convenció para que le ayudase a "sacar partida de
la noche". La patrona de West nos vio entrar en la habitación alrededor de las dos de la
madrugada, acompañados de un tercer hombre, y le contó a su marido que se notaba que
habíamos cenado y bebido demasiado bien. Aparentemente, la avinagrada patrona tenía
razón; pues hacia las tres, la casa entera se despertó con los gritos procedentes de la
habitación de West, cuya puerta tuvieron que echar abajo para encontrarnos a los dos
inconscientes, tendidos en la alfombra manchada de sangre, golpeados, arañados y
magullados, con trozos de frascos e instrumentos esparcidos a nuestro alrededor. Sólo la
ventana abierta revelaba que había sido de nuestro asaltante, y muchos se preguntaron
qué le habría ocurrido, después del tremendo salto que tuvo que dar desde el segundo
piso al césped. Encontraron ciertas ropas extrañas en la habitación, pero cuando West
volvió en sí, explicó que no pertenecían al desconocido, sino que eran muestras
recogidas para su análisis bacteriológico, lo cual formaba parte de sus investigaciones
sobre la transmisión de enfermedades infecciosas. Ordenó que las quemasen
inmediatamente en la amplia chimenea. Ante la policía, declaramos ignorar por
completo la identidad del hombre que había estado con nosotros. West explicó con
nerviosismo que se trataba de un extranjero afable al que habíamos conocido en un bar
de la ciudad que no recordábamos. Habíamos pasado un rato algo alegres y West y yo
no queríamos que detuviesen a nuestro belicoso compañero.
Esa misma noche presenciamos el comienzo del segundo horror de Arkham; horror
que, para mí, iba a eclipsar a la misma epidemia. El cementerio de la iglesia de Cristo
fue escenario de un horrible asesinato; un vigilante había muerto a arañazos, no sólo de
manera indescriptiblemente espantosa, sino que había dudas de que el agresor fuese un
ser humano. La víctima había sido vista con vida bastante después de la medianoche,
descubriéndose el incalificable hecho al amanecer. Se interrogó al director de un circo
instalado en el vecino pueblo de Bolton, pero este juró que ninguno de sus animales se
había escapado de su jaula. Quienes encontraron el cadáver observaron un rastro de
sangre que conducía a la tumba reciente, en cuyo cemento había un pequeño charco
rojo, justo delante de la entrada. Otro rastro más pequeño se alejaba en dirección al
bosque; pero se perdía enseguida.
A la noche siguiente, los demonios danzaron sobre los tejados de Arkham, y una
desenfrenada locura aulló en el viento. Por la enfebrecida ciudad anduvo suelta una
maldición, de la que unos dijeron que era más grande que la peste, y otros murmuraban
que era el espíritu encarnado del mismo mal. Un ser abominable penetró en ocho casas
sembrando la muerte roja a su paso... dejando atrás el mudo y sádico monstruo un total
de diecisiete cadáveres, y huyendo después. Algunas personas que llegaron a verle en la
oscuridad dijeron que era blanco y como un mono malformado o monstruo
antropomorfo. No había dejado entero a nadie de cuantos había atacado, ya que a veces
había sentido hambre. El número de víctimas ascendía a catorce; a las otras tres las
había encontrado ya muertas al irrumpir en sus casas, víctimas de la enfermedad.
La tercera noche, los frenéticos grupos dirigidos por la policía lograron capturarle en
una casa de Crane Street, cerca del campus universitario. Habían organizado la batida
con toda minuciosidad, manteniéndose en contacto mediante puestos voluntarios de
teléfono; y cuando alguien del distrito de la universidad informó que había oído arañar
en una ventana cerrada, desplegaron inmediatamente la red. Debido a las precauciones y
a la alarma general, no hubo más que otras dos víctimas, y la captura se efectuó sin más
accidentes. La criatura fue detenida finalmente por una bala; aunque no acabó con su
vida, y fue trasladada al hospital local, en medio del furor y la abominación generales,
porque aquel ser había sido humano. Esto quedó claro, a pesar de sus ojos repugnantes,
su mutismo simiesco, y su salvajismo demoníaco. Le vendaron la herida y trasladaron al
manicomio de Sefton, donde estuvo golpeándose la cabeza contra las paredes de una
celda acolchada durante dieciséis años, hasta un reciente accidente, a causa del cual
escapó en circunstancias de las cuales a nadie le gusta hablar. Lo que más repugnó a
quienes lo atraparon en Arkham fue que, al limpiarle la cara a la monstruosa criatura,
observaron en ella una semejanza increíble y burlesca con un mártir sabio y abnegado al
que habían enterrado hacia tres días: el difunto doctor Allan Halsey, benefactor público
y decano de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic.
Para el desaparecido Herbert West, y para mí, la repugnancia y el horror fueron
indecibles. Aun me estremezco, esta noche, mientras pienso en todo ello, y tiemblo más
aún de lo que temblé aquella mañana en que West murmuró entre sus vendajes:
-¡Maldita sea, no estaba bastante fresco!

PIEDRA FUNDAMENTAL por ALEJANDRA PIZARNIK



No puedo hablar con mi voz sino con mis voces.
Sus ojos eran la entrada del templo, para mí, que soy errante, que amo y muero. Y
hubiese cantado hasta hacerme una con la noche, hasta deshacerme desnuda en la
entrada del tiempo.
Un canto que atravieso como un túnel.
Presencias inquietantes,
gestos de figuras que se aparecen vivientes por obra de un lenguaje activo que las
alude,
signos que insinúan terrores insolubles.
Una vibración de los cimientos, un trepidar de los fundamentos, drenan y
barrenan,
y he sabido dónde se aposenta aquello tan otro que es yo, que espera que me calle
para tomar posesión de mí y drenar y barrenar los cimientos, los fundamentos,
aquello que me es adverso desde mí, conspira, toma posesión de mi terreno
baldío,
no,
he de hacer algo,
no,
no he de hacer nada,
algo en mí no se abandona a la cascada de cenizas que me arrasa entro de mí con
ella que es yo, conmigo que soy ella y que soy yo, indeciblemente distinta de ella.
En el silencio mismo (no en el mismo silencio) tragar noche, una noche inmensa
inmersa en el sigilo de los pasos perdidos.
No puedo hablar para nada decir, Por eso nos perdemos, yo y el poema, en la
tentativa inútil de transcribir relaciones ardientes.
¿A dónde la conduce esta escritura? A lo negro, a lo estéril, a lo fragmentado.
Las muñecas desventradas por mis antiguas manos de muñeca, la desilusión al
encontrar pura estopa (pura estepa tu memoria): el padre, que tuvo que ser
Tiresias, Ilota en el río. Pero tú, ¿por qué te dejaste asesinar escuchando cuentos
de álamos nevados?
Yo quería que mis dedos de muñeca penetraran en las teclas. Yo no quería rozar,
como una araña, el teclado. Yo quería hundirme, clavarme, fijarme, petrificarme.
Yo quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música para tener una
patria. Pero la música se movía, se apresuraba. Sólo cuando un refrán reincidía,
alentaba en mí la esperanza de que se estableciera algo parecido a una estación
de trenes, quiero decir: un punto de partida firme y seguro; un lugar desde el cual
partir, desde el lugar, hacia el lugar, en unión y fusión con el lugar. Pero el refrán
era demasiado breve, de modo que yo no podía fundar una estación pues no
contaba más que con un tren algo salido de los rieles que se contorsionaba y se
distorsionaba. Entonces abandoné la música y sus traiciones porque la música
estaba más arriba o más abajo, pero no en el centro, en el lugar de la fusión y del
encuentro. (Tú que fuiste mi única patria ¿en dónde buscarte? Tal vez en este
poema que voy escribiendo.)
Una noche en el circo recobré un lenguaje perdido en el momento que los jinetes
con antorchas en la mano galopaban en ronda feroz sobre corceles negros. Ni en
mis sueños de dicha existirá un coro de ángeles que suministre algo semejante a
los sonidos calientes para mi corazón de los cascos contra las arenas.
(Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas.)
(Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a comenzar el canto...)
Y era un estremecimiento suavemente trepidante (lo digo para aleccionar a la que
extravió en mí su musicalidad y trepida con más disonancia que un caballo azuzado
por una antorcha en las arenas de un país extranjero).
Estaba abrazada al suelo, diciendo un nombre. Creí que me había muerto y que la
muerte era decir un nombre sin cesar.
No es esto, tal vez, lo que quiero decir. Este decir y decirse no es grato. No puedo
hablar con mi voz sino con mis voces. También este poema es posible que sea una
trampa, un escenario más.
Cuando el baco alternó su ritmo y vaciló en el agua violenta, me erguí como la
amazona que domina solamente con sus ojos azules al caballo que se encabrita (¿o
fue con sus ojos azules?). El agua verde en mi cara, he de beber de ti hasta que la
noche se abra. Nadie puede salvarme pues soy invisible aun para mí que me llamo
con tu voz. ¿En dónde estoy? Estoy en un jardín.
Hay un jardín.

EL MITO DE SISIFO por ALBERT CAMUS



Los dioses habían condenado a Sísifo a rodar sin cesar una roca hasta la cima
de una montaña desde donde la piedra volvería a caer por su propio peso.
Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el
trabajo inútil y sin esperanza.
Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales.
No obstante,según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en
ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los motivos que le convirtieron
en un trabajador inútil en los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna
ligereza con los dioses. Reveló sus secretos. Egina, hija de Asopo, fue raptada
por Júpiter. Al padre le asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Éste,
que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a Asopo con la condición
de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a
los rayos celestes.
Por ello le castigaron enviándole al infierno. Homero nos cuenta también que
Sísifo había encadenado a la Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo
de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la
Muerte de manos de su vencedor. Se dice también que Sísifo, cuando estaba
a punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su
esposa. le ordenó que arrojara su cuerpo sin sepultura en medio de la plaza
pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí irritado por una obediencia tan
contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra
con objeto de castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver este mundo, a
gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y el mar, ya no quiso volver a la
sombra infernal.
Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivió
muchos años más ante la curva del golfo, la mar brillante y las sonrisas de la
tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger
al audaz por la fuerza, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los
infiernos, donde estaba ya preparada su roca. Se ha comprendido ya que
Sísifo es el héroe absurdo. Lo es en tanto por sus pasiones como por su
tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento
por la vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser dedica a no
acabar nada. Es el precio que hay que pagar por las pasiones de esta tierra.
no se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. los mitos están hechos para
que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo
el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y
ayudarla a subir una pendiente cien veces recorrida; se ve el rostro crispado, la
mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta
de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad
enteramente humana de dos manos llenas de tierra. Al final de ese largo
esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, se
alcanza la meta. Sísifo ve entonces como la piedra desciende en algunos
instantes hacia ese mundo inferior desde el que habrá de volverla a subir hacia
las cimas, y baja de nuevo a la llanura. Sísifo me interesa durante ese regreso,
esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra.
Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento
cuyo fin no conocerá. Esta hora que es como una respiración y que vuelve tan
seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia. En cada uno de
los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las
guaridas de los dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca. Si
este mito es trágico lo es porque su protagonista tiene conciencia.
¿ En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la
esperanza de conseguir su propósito?. El obrero actual trabaja durante todos
los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos absurdo.
Pero no es trágico sino en los raros momentos en se hace consciente. Sísifo,
proletario de los dioses, impotente y rebelde conoce toda la magnitud de su
condición miserable: en ella piensa durante su descenso. La clarividencia que
debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay
destino que no venza con el desprecio.
Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse
también con alegría. Esta palabra no está de mas. Sigo imaginándome a Sísifo
volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando las imágenes
de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el
llamamiento de la dicha se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza
surge en el corazón del hombre: es la victoria de la roca, la roca misma. La
inmensa angustia es demasiado pesada para poderla sobrellevar. Son
nuestras noches de Getsemaní.
Pero las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas. Así, Edipo obedece
primeramente al destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento
en que sabe.
Pero en el mismo instante, ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo
que le une al mundo es la mano fresca de una muchacha. Entonces resuena
una frase desesperada: "A pesar de tantas pruebas, mi edad avanzada y la
grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien". El Edipo de
Sófocles, como el Kirilov de Dostoievsky, da así la fórmula de la victoria
absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroismo moderno. No se
descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la dicha. "
Eh, cómo!. ¿ Por caminos tan estrechos...?". Pero no hay más que un mundo.
La dicha y lo absurdo son dos hijos de la misma tierra. Son inseparables. Sería
un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo.
Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. " Juzgo que
todo está bien", dice Edipo, y esta palabra es sagrada. Resuena en el universo
y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha sido agotado.
Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción
y afición a los dolores inútiles.
Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los
hombres. Toda la alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le
pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo el hombre absurdo, cuando
contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos.
En el universo vuelto de pronto a su silencio se alzan las mil vocecitas
maravillosas de la tierra. Lamamientos inconscientes y secretos, invitaciones
de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la victoria.
No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo
dice que sí y su esfuerzo no terminará nunca. Si hay un destino personal, no
hay un destino superior, o, por lo menos no hay más que uno al que juzga fatal
y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante
sutil en que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca,
en ese ligero giro, contempla esa serie de actos desvinculados que se
convierten en su destino, creado por el, unido bajo la mirada de su memoria y
pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano
de todo lo que es humano, ciego que desea ver y que sabe que la noche no
tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando. Dejo a Sísifo al pie
de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la
fidelidad superior que niega a los dioses y levanta las rocas. El también juzga
que todo está bien. Este universo en adelante sin amo no le parece estéril ni
fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de esta
montaña llena de oscuridad forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo
para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre.
Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.

GRITA CUANDO TE QUEMES por CHARLES BUKOWSKI



Henry se sirvió un trago y miró por el ventanal la desolada y ardiente calle de
Hollywood. Dios santo, había llevado una vida de perros, y aún estaba como al principio.
La muerte estaba al lado, la muerte siempre estuvo allí. Había cometido un tonto error y
había comprado un periódico underground, en el que aún andaban divinizando a Lenny
Bruce. Había una foto suya, muerto, justo después de estirar la pata. Sí, por supuesto, a
veces Lenny había sido ingenioso como con su «¡No puedo llegar!»..., aquélla había sido su
obra maestra. Pero en realidad, Lenny no había sido nada del otro mundo. En fin, todos
acabamos muertos. Es pura matemática. Nada nuevo. Todo consiste en esperar, ése es el
problema.
Sonó el teléfono. Era su chica.
—Oye, hijo de puta, estoy harta de tus borracheras. Ya tuve bastante con mi padre...
—Oh, vamos, no es para tanto.
—Lo es, y no voy a aguantarlo más.
—Deliras, palabra.
—No, estoy harta, me oyes, estoy harta. Te vi en la fiesta, mandando a por más
whisky, por eso me fui. Ya estoy harta, no voy a aguantar más...
Su chica colgó. Se levantó y se sirvió un whisky con agua. Se lo llevó al dormitorio;
se quitó la camisa, los pantalones, los zapatos, los calcetines. Se tumbó en la cama en
calzoncillos, con el whisky. Eran las doce menos cuarto. Sin ambición, sin talento, sin
oportunidades. Lo único que le mantenía fuera del basurero era la pura suerte, y la suerte
nunca dura. En fin, era una lástima lo de Lu, pero Lu quería un triunfador. Vació el vaso y
se incorporó. Cogió Resistencia, rebelión y muerte de Camus... Leyó unas páginas. Camus
hablaba de la angustia y el terror y de la miserable condición del Hombre, pero hablaba de
ello de un modo tan florido y agradable... su lenguaje... uno tenía la sensación de que las
cosas no le afectaban ni a él ni a su forma de escribir. En otras palabras, las cosas igual
podrían ir sobre ruedas. Camus escribía como un hombre que acabara de darse una buena
cena con bistec, patatas fritas y ensalada, todo regado con una botella de buen vino francés.
Tal vez la humanidad sufriera; él no. Tal vez fuera un sabio, pero Henry prefería a alguien
que chillara cuando se quemaba. Dejó caer el libro al suelo e intentó dormir. Lo de dormir
siempre era un problema. Se daba por satisfecho si conseguía dormir tres horas cada
veinticuatro. En fin, pensó, las paredes todavía siguen ahí; si un hombre tiene cuatro
paredes, tiene una oportunidad. Fuera, en la calle, no había nada que hacer.
Sonó el timbre.
—¡Hank! —gritó alguien—. ¡Eh, Hank!
Mierda, pensó. ¿Quién será?
—¿Sí? —preguntó, allí tumbado en calzoncillos.
—¡Eh! ¿Qué haces?
—Espera un momento...
Se levantó, cogió la camisa y los pantalones y salió al recibidor.
—¿Qué haces?
—Vistiéndome...
—¿Vistiéndote?
—Sí.
Eran las doce menos diez. Abrió la puerta. Era el profesor de Pasadena; daba clases
de literatura inglesa. Le acompañaba un bombón. El profe le presentó al bombón. Era una
editora, de una de las grandes editoriales de Nueva York.
—Qué preciosidad —dijo, y se acercó y le dio un apretón en el muslo derecho—. Te
quiero.
—Eres rápido —dijo ella.
—Bueno, ya sabes que los escritores siempre han tenido que besarles el culo a los
editores.
—Creía que era al revés.
—Nada de eso. Es el escritor el que se muere de hambre.
—Quiere ver tu novela.
—Sólo tengo un ejemplar en edición de tapa dura. No puedo dárselo.
—Dáselo. Podrían comprártela —dijo el profe.
Hablaban de su novela, Pesadilla. El supuso que lo que la chica quería era un
ejemplar gratis de la novela.
—Íbamos a Del Mar, pero Pat quería verte en persona.
—¡Qué amable!
—Hank leyó sus poemas a mis alumnos. Le dimos cincuenta dólares. Estaba cagado
de miedo y lloraba. Tuve que arrastrarle para colocarle frente a los chicos.
—Fue indignante. Sólo cincuenta dólares. A Auden le daban dos mil. No creo que
haya tanta diferencia entre él y yo. En realidad...
—Sí, sabemos lo que piensas.
Henry recogió del suelo los folletos de las apuestas hípicas atrasados, a los pies de la
editora.
—Me deben mil cien dólares. Y no hay manera de cobrar. Las revistas porno se han
puesto imposibles. He llegado a conocer ya a la chica de la oficina. Una tal Clara. «Hola,
Clara —le digo por teléfono—. ¿Qué tal el desayuno?» «¿Qué hay, Hank, ya has
desayunado?» «Claro —le digo—. Dos huevos hervidos.» «Ya sé por qué me telefoneas»,
me dice. «Por supuesto —le digo—. Por lo de siempre.» «Bueno, lo tenemos aquí, nuestra
factura 984765 por 85 dólares.» «Y hay otra, Clara. Vuestra factura 973895, por cinco
relatos, 570 dólares.» «Oh sí, bueno, procuraré que el señor Masters firme los cheques.»
«Gracias, Clara», le digo. «Oh, no hay de qué —dice ella—, vosotros os merecéis vuestro
dinero.» «Sí, claro», digo. Y entonces ella dice: «Y si no recibes el dinero, llámame otra
vez, ¿eh? Ja, ja, ja.» «Sí, Clara —le digo—, volveré a llamarte.»
El profesor y la editora se reían.
—No hay manera, maldita sea, ¿alguien quiere un trago?
No contestaron, así que Henry se sirvió uno.
—He intentado incluso hacerme rico apostando en las carreras. Empecé bien, pero
luego tuve una racha de mala suerte. Tuve que dejarlo. Sólo puedo permitirme ganar.
El profesor empezó a explicar su sistema para ganar en Las Vegas. Henry se acercó a
la editora.
—¿Por qué no nos vamos a la cama? —dijo.
—Muy ingenioso —dijo ella.
—Sí —dijo él—. Como Lenny Bruce. Pero él está muerto y yo casi.
—Sigues siendo ingenioso.
—Sí, soy el héroe. El mito. El incorruptible, el único que no se ha vendido. Mis
cartas se subastan en el Este por 250 dólares. Y no puedo comprarme ni una bolsa de pedos.
—Los escritores siempre andáis gritando «que viene el lobo».
—Puede que por fin haya llegado el lobo. No se puede vivir del alma. Con el alma no
se puede pagar el alquiler. Inténtalo y verás.
—Quizá debiera irme a la cama contigo —dijo ella.
—Vámonos, Pat —dijo el profe, levantándose—. Tenemos que ir a Del Mar.
Se encaminaron hacia la puerta.
—Me alegro mucho de haberte conocido.
—Claro —dijo Henry.
—Triunfarás.
—Claro —dijo él—. Adiós.
Volvió al dormitorio. Se desnudó y volvió a tumbarse en la cama. Quizá lograse
dormir. El sueño era como la muerte. Por fin se durmió. Estaba en el hipódromo. El tipo de
la ventanilla le daba dinero y él se lo guardaba en la cartera. Era muchísimo dinero:
—Debería comprarse usted una cartera nueva —le dijo el tipo—. Esa está rota.
—No —dijo él—. No quiero que la gente sepa que soy rico.
Sonó el timbre.
—¡Eh, Hank! ¡Hank!
—Bueno, bueno... un momento...
Se vistió otra vez y abrió la puerta. Era Harry Stobbs. Stobbs era otro escritor.
Conocía a demasiados escritores.
Stobbs entró.
—¿Tienes dinero, Stobbs?
—Demonios, no.
—Está bien, yo pagaré la cerveza. Creí que eras rico.
—No, estaba viviendo con la tía aquella en Malibú. Me vestía bien, me alimentaba.
Me puso de patas en la calle. Ahora vivo en una ducha.
—¿Una ducha?
—Sí, es magnífica. Tiene puertas correderas de cristal auténtico.
—Está bien. Vamos. ¿Tienes coche?
—No.
—Iremos en el mío.
Entraron en el Comet del 62 y enfilaron hacia Hollywood y Normandy.
—Vendí un artículo a Time. Chico, creí que pagaban muy bien. Hoy recibí el cheque.
Aún no lo he cobrado. ¿Sabes cuánto? —preguntó Stobbs.
—¿Ochocientos?
—No, ciento sesenta y cinco.
—¿Qué? ¿La revista Time? ¿Ciento sesenta y cinco dólares?
—Eso es.
Aparcaron y entraron en una pequeña tienda de licores a comprar cerveza.
—Mi chica me ha mandado a la mierda —explicó Henry a Stobbs—. Dice que bebo
demasiado. Una puñetera mentira.
Sacó dos paquetes de seis latas del refrigerador.
—Estoy en las últimas. La fiesta de anoche fue fatal. No había más que escritores
muertos de hambre y profesores a punto de perder el empleo. Charla de mercaderes.
Insoportable.
—Los escritores son como las putas —dijo Stobbs—. Los escritores son las putas del
universo.
—A las putas del universo les va mucho mejor, amigo mío.
Se acercaron a la caja.
—«Alas de canto» —dijo el tendero.
—«Alas de canto» —contestó Henry.
El tendero había leído hacía un año en Los Angeles Times un artículo sobre la poesía
de Henry y no se le olvidaba. Era su muletilla Alas de canto. A Henry al principio le
fastidiaba. Pero ahora le parecía divertido. Alas de canto, ¡santo cielo!
Volvieron al coche y enfilaron de vuelta a casa. Había pasado el cartero. Había algo
en el buzón.
—A lo mejor es un cheque —dijo Henry.
Entraron. Abrió dos cervezas. Luego abrió la carta. Decía así:
«Querido señor Chinaski: Acabo de terminar de leer su novela Pesadilla y su libro de
poemas Fotos desde el infierno y creo que es usted un gran escritor. Soy una mujer casada,
de cincuenta y dos años, y mis hijos son ya mayores. Me gustaría muchísimo tener noticias
suyas. Respetuosamente, Doris Anderson.»
La carta venía de un pueblecito de Maine.
—No sabía que aún viviera gente en Maine —le dijo a Stobbs.
—No creo que viva nadie allí —dijo Stobbs.
—Pues sí. Esta sí.
Henry echó la carta a la papelera. La cerveza estaba buena. Las enfermeras llegaban a
casa, al alto edificio de apartamentos de enfrente. Vivían allí muchas enfermeras. Casi
todas llevaban uniformes transparentes y el sol de la tarde hacía lo demás. Henry y Stobbs
se quedaron allí viéndolas salir de sus coches y cruzar la entrada acristalada, camino de sus
duchas, sus teles y sus puertas cerradas.
—Fíjate en aquélla —dijo Stobbs.
—Ufff.
—Mira la otra.
—¡Ay, Dios!
Se comportaban como chavales de quince años, pensó Henry. No merecemos vivir.
Apuesto a que Camus nunca atisbo por las ventanas.
—¿Cómo te las vas a arreglar, Stobbs?
—Bueno, mientras tenga esa ducha, no hay problema.
—¿Por qué no consigues un trabajo?
—¿Un trabajo? No digas disparates.
—Supongo que tienes razón.
—¡Mira aquélla! ¡Mira aquella otra, qué culo!
—Sí, qué barbaridad.
Se sentaron. Siguieron dándole a la cerveza.
—Masón —le dijo a Stobbs, refiriéndose a un joven poeta inédito— se ha ido a vivir
a México. Caza, tiene un arco y flechas, pesca. Tiene mujer y una sirvienta. Tiene cuatro
libros en perspectiva. Escribió incluso una novela del Oeste. El problema es que, cuando
estás fuera del país, cobrar es casi imposible. La única manera de cobrar es amenazarles de
muerte. A mí se me dan muy bien esas cartas. Pero si estás a mil kilómetros de distancia,
saben que te aplacarás antes de llegar a su puerta. Pero me gusta eso de cazar para comer.
Es mejor que acudir a la asociación de la prensa. Te imaginas que los animales son editores
y redactores. Es estupendo.
Stobbs se quedó hasta las cinco. Se lamentaron de la situación de los escritores, de las
angustias de escribir, de lo asquerosos que eran los tipos con éxito. Tipos como Mailer,
como Capote. Luego, Stobbs se fue y Henry se quitó la camisa, los pantalones, los zapatos
y los calcetines y volvió a tumbarse en la cama. Sonó el teléfono. Estaba en el suelo, junto a
la cama. Estiró el brazo y descolgó. Era Lu.
—¿Qué haces? ¿Estás escribiendo?
—Yo apenas escribo.
—¿Estás bebiendo?
—Estoy en las últimas.
—Creo que necesitas una enfermera.
—Ven conmigo esta noche al hipódromo.
—Bueno. ¿A qué hora pasarás?
—¿Vale a las seis y media?
—De acuerdo.
—Entonces adiós.
Se estiró en la cama. Bueno, estaba bien lo de volver con Lu. Le iba bien ella. Tenía
razón, bebía demasiado. Si Lu bebiese como él, no la querría. Sé justo, hombre, sé justo.
Mira lo que le pasó a Hemingway, siempre sentado con un vaso en la mano. Mira a
Faulkner, mírales a todos. En fin, una mierda.
Sonó el teléfono otra vez. Lo descolgó.
—¿Chinaski?
—¿Sí?
Era la poetisa, Janessa Teel. Tenía un cuerpo bonito, pero nunca se había acostado
con ella.
—Me gustaría que vinieras a cenar mañana.
—Estoy con Lu, sabes —dijo. Dios mío, pensó, soy leal. Dios mío, pensó, soy un
buen chico. Dios mío.
—Que venga contigo.
—¿Crees que sería adecuado?
—Por mí no hay problema.
—Oye, te llamo mañana. Ya te diré.
Colgó y volvió a echarse. Durante treinta años, pensó, quise ser escritor y ahora soy
escritor. Bueno, ¿y qué?
Sonó otra vez el teléfono. Era Doug Eshlesham, el poeta.
—Hank, chaval...
—¿Sí, Doug?
—Estoy jodido, chaval, necesito cinco dólares, sabes. Tienes que dejármelos.
—Doug, los caballos me han hundido. Estoy sin blanca, en serio.
—Vaya —dijo Doug.
—Lo siento, chaval.
—Bueno, está bien.
Doug colgó. Doug ya le debía quince. Pero él tenía esos cinco dólares. Debería
habérselos dado. Doug probablemente estuviera alimentándose con comida de perro. No
soy un buen chico, pensó. Dios santo, no lo soy, no.
Se tumbó en la cama, henchido de no gloria.

sábado, agosto 04, 2012

THE SHOOTER por EMMANUEL VIZCAYA



Este país es el silencio atrás del estallido.
Este país calla a sus muertos.
Deberé gritar,
al menos empezar con un zumbido amenazante.
Mi país me duele como duele ver un árbol hecho añicos en el lodo.
Hay que gritar y atacar y romper el tímpano del hombre
por los muertos.
Hacer volar cientos de miles de cristales
en cientos de miles de relámpagos y perpetuar el ruido
por los muertos.
Sembrar los terremotos
por los muertos.
Estoy atado al árbol de la vida.
Estoy atado al péndulo de las galaxias de la mano.
No me siento arrepentido
pero creo que deberé estallar para salvarme.
Todo mi país se desmorona bajo el hielo de una fe mecanizada.
Creo que debo desatar mis manos,
intentar moverme
y descubrir los últimos misterios antes de morirme.
Abrazado a mis rodillas cuento meses, años, siglos,
aunque tal vez ya me hayan olvidado
aquí tendido en las praderas de mi infancia.
Desconozco en dónde empieza mi memoria.
Tantos truenos,
tantos rayos,
siento más metálicas mis venas por mi gran país despedazado.
Y cargo el plomo de las balas
y el silencio de los pueblos
y el desgarro de las llamas que son gritos acallados
y el dolor del desamparo
y la violencia de mi odio,
porque aunque mi país no es mi madre ni mi padre ni mi amigo
sí es como mi hermano y ambos nos podemos tirar mierda.
Pero entonces arderán las ruinas
y no sabré hasta cuándo acabará la guerra.
Este país no puede estar más muerto.
Este país es el cascarón de donde brotan las serpientes.
Este país/caída.
Este país/derrumbe.
Este país/barranco.
Y este país es México
y México es el agujero pero de un tiro de gracia.

ENCALLADO EN LAS COSTAS DEL PACÍFICO por OLIVERIO GIRONDO



                                                                                        A Enrique Molina



CORTA los dedos momias
la yugular marina
de los algosos huéspedes que agobian tu pensativo omóplato de
lluvia
la veta de presagios que labran en tu arena los cangrejos escribas
el tendón que te amarra a tanto ritmo muerto entre gaviotas
y huye con tu terráquea estatua parpadeante
sin un mítico cuerno bajo la nieve niña recostada en tus sienes
pero con once antenas fluorescentes embistiendo el misterio.
Huye con ella en llamas del brazo de su miedo
tómala de las rosas si prefieres llagarte la corteza
pero abandona el eco de ese hipomar hidrófobo
que fofopulpoduende te dilata el abismo con sus viscosos ceros absorbentes
cuando no te trasmuta en migratorio vuelo circunflexo de nostalgias sin
rumbo.
Furiosamente aleja tu Segismunda rata introspectiva
tu telaraña hambrienta
de ese trasmundo hijastro de la lava en mística abstinencia de cactus
penitentes
y con tu dogoarcángel aureolado de moscas
y tus fieles botines melancólicos
de ensueños disecados y gritos de entrecasa color crimen
huye con ella dentro de su claustral aroma
aunque su cieloinfierno te condene a un eterno “Te quiero”.
Deja ya desprenderse el cálido follaje que brota de tus manos
junto a ese móvil tótem de muslos agua viva
flagélate si quieres con las violentas trenzas que le hurtaste al olvido
pero por más que sufras en cada cruz vacante una pasión suicida
y tu propia cisterna con semivirgen luna reclame tu cabeza
ya sin velero ocaso
ni chicha de pestañas
ni cajas donde late la agónica sequía
huye por los senderos que arrancan de tu pecho
con tu hijo entre paréntesis
tu hormiguero de espectros
tus bisabuelas lámparas
y todos los frutales recuerdos florecidos que alimentan tu siesta.
Huye con ella envuelto en su orquestal cabello
y su mirar sigilo
aunque te cruces de alas
y el averritmo herido que anida en el costado donde te sangra el tiempo
atardezca su canto entre sus senoslotos
o en sus brazos de estatua
que ha perdido los brazos en aras de vestales y faunos inhumados
y huye con tus grilletes de prófugo perpetuo
tu nimbo sin eclipses
tus desnudos complejos
y el sempiterno tajo de fluviales tinieblas que te parte los ojos
para que viertan coágulos de rancia angustia padre
impulsos prenatales
y meteóricas ansias que le muerden los crótalos
a los sueñosculebras del lecho donde boga ámbarmente desnuda
tu ninfómana estrella
mientras tu cuervo grazna un “Nunca más” de piedra.

20 AGOSTO XXXV por PABLO PICASSO



la persiana que el aire sacude mata jilgueros que vuelan les envía a golpear
y manchar de sangre la espalda del cuarto escucha pasar la blancura del
silencio que la muerte se lleva en la boca aroma de armonio su ala tira del
pozo la cuerda
los jilgueros son el aroma que golpea de su ala el café que refleja la persiana
en el fondo del pozo y escucha pasar el aire que el silencio de la blancura
de la taza
el silencio escucha pasar el reflejo que el jilguero golpea en el pozo y borra
en el silencio del café la blancura del ala
agita la cortina que se retuerce
baila el garrotín
cuando pichón entre dedos que aprietan
sacrifica
nieve que vuela en el horno
su bandera perpetua

viernes, agosto 03, 2012

The Raven (2012) - Official Trailer [HD]

CULMINACIÓN DEL DOLOR por CHARLES BUKOWSKI



Oigo incluso como ríen
las montañas
arriba y abajo de sus azules laderas
y abajo en el agua
los peces lloran
y toda el agua
son sus lágrimas.
Oigo el agua
las noches que consumo bebiendo
y la tristeza se hace tan grande
que la oigo en mi reloj
se vuelve perillas en la cómoda,
se vuelve papel sobre el suelo,
se vuelve calzador,
ticket de la lavandería,
se vuelve humo de cigarrillo
escalando un templo de oscuras enredaderas...
Poco importa
poco amor
o poca vida
no es tan malo.
Lo que cuenta
es observar las paredes
yo nací para eso.
Nací para robar rosas de las avenidas de la muerte

A PLENOS PULMOES por VLADIMIR MAIAKOVSKI


Caros
camaradas
futuros!
Revolvendo
a merda fóssil
de agora,
pesquisando
estes dias escuros,
talvez
perguntareis
por mim.
Ora,
começará
vosso homem de ciência,
afagando os porquês
num banho de sabença,
conta-se
que outrora
um férvido cantor
a água sem fervura
combateu com fervor.
Professor,
jogue fora
suas lentes de arame!
A mim cabe falar
de mim
de minha era.
Eu ? incinerador,
eu ? sanitarista,
a revolução
me convoca e me alista.
Troco pelo front
a horticultura airosa
da poesia ?
fêmea caprichosa.
Ela ajardina o jardim virgem
vargem
sombra
alfombra.
"É assim o jardim de jasmim,
o jardim de jasmim do alfenim."
Este verte versos feito regador,
aquele os baba,
boca em babador, ?
bonifrates encapelados,
descabelados vates ?
entendê-los,
ao diabo!,
quem há-de...
Quarentena é inútil contra eles
? mandolinam por detrás das paredes:
"Ta-ran-tin, ta-ran-tin,
ta-ran-ten-n-n..."
Triste honra,
se de tais rosas
minha estátua se erigisse:
na praça
escarra a tuberculose;
putas e rufiões
numa ronda de sífilis.
Também a mim
a propaganda
cansa,
é tão fácil
alinhavar
romanças, ?
Mas eu
me dominava
entretanto
e pisava
a garganta do meu canto.
Escutai,
camaradas futuros,
o agitador,
o cáustico caudilho,
o extintor
dos melífluos enxurros:
por cima
dos opúsculos líricos,
eu vos falo
como um vivo aos vivos.
Chego a vós,
à Comuna distante,
não como Iessiênin,
guitarriarcaico.
Mas através
dos séculos em arco
sobre os poetas
e sobre os governantes.
Meu verso chegará,
não como a seta
lírico-amável,
que persegue a caça.
Nem como
ao numismata
a moeda gasta,
nem como a luz
das estrelas decrépitas.
Meu verso
com suor
rompe a mole dos anos,
e assoma
a olho nu,
palpável,
bruto,
como a nossos dias
chega o aqueduto
levantado
por escravos romanos.
No túmulo dos livros,
versos como ossos,
se estas estrofes de aço
acaso descobrirdes,
vós as respeitareis,
como quem vê destroços
de um arsenal antigo,
mas terrível.
Ao ouvido
não diz
blandícias
minha voz;
lóbulos de donzelas
de cachos e bandós
não faço enrubescer
com lascivos rondós.
Desdobro minhas páginas
? tropas em parada,
e passo em revista
o front das palavras.
Estrofes estacam
chumbo-severas,
prontas para o triunfo
ou para a morte.
Poemas-canhões, rígida coorte,
apontando
as maiúsculas
abertas.
Ei-la,
a cavalaria do sarcasmo,
minha arma favorita,
alerta para a luta.
Rimas em riste,
sofreando o entusiasmo,
eriça
suas lanças agudas.
E todo
este exército aguerrido,
vinte anos de combates,
não batido,
eu vos dôo,
proletários do planeta,
cada folha
até a última letra.
O inimigo
da colossal
classe obreira,
é também
meu inimigo
mortal.
Anos
de servidão e de miséria
comandavam
nossa bandeira vermelha.
Nós abríamos Marx
volume após volume,
janelas
de nossa casa
abertas amplamente,
mas ainda sem ler
saberíamos o rumo!
onde combater,
de que lado,
em que frente.
Dialética,
não aprendemos com Hegel.
Invadiu-nos os versos
ao fragor das batalhas,
quando,
sob o nosso projétil,
debandava o burguês
que antes nos debandara.
Que essa viúva desolada,
? glória ?
se arraste
após os gênios,
melancólica.
Morre,
meu verso,
como um soldado
anônimo
na lufada do assalto.
Cuspo
sobre o bronze pesadíssimo,
cuspo
sobre o mármore viscoso.
Partilhemos a glória, ?
entre nós todos, ?
o comum monumento:
o socialismo,
forjado
na refrega
e no fogo.
Vindouros,
varejai vossos léxicos:
do Letes
brotam letras como lixo ?
"tuberculose",
"bloqueio",
"meretrício".
Por vós,
geração de saudáveis, ?
um poeta,
com a língua dos cartazes,
lambeu
os escarros da tísis.
A cauda dos anos
faz-me agora
um monstro,
antediluviano.
Camarada vida,
vamos,
para diante,
galopemos
pelo qüinqüênio afora.
Os versos
para mim
não deram rublos,
nem mobílias
de madeiras caras.
Uma camisa
lavada e clara,
e basta, ?
para mim é tudo.
Ao Comitê Central
do futuro
ofuscante,
sobre a malta
dos vates
velhacos e falsários,
apresento
em lugar
do registro partidário
todos
os cem tomos
dos meus livros militantes.






BUSQUEDA DEL PRINCIPE DEGOLLADO. por MAHFUD MASSIS



Buscad mi corazón
en la hostería de los príncipes muertos.
En mis nervios se nutre un canto de leopardos
y hay un delfín dormido
                                       al pie de las clemátides.
Pero, decidme, ¿dónde está el príncipe comido por las lianas,
su pantalón de lino, su puro
rocío devorado?
                           Yo sospecho del conde con los ojos
de distinto color, del centurión helado,
y los peces que de noche alimentaba la amortajada del pozo.


Buscad en qué cisterna, en qué podrido acuario,
como una flor de lámpara alejada de la vida
oscila, vaga y mece su cuello degollado!
¿Qué viento de lacería por los álamos brama,
quién llora por el príncipe, decídmelo, quién llora?
En sus cuencas hay espacio y caben
la sombra, el cielo, el lobo y la abubilla.
Su esqueleto se pudre en un niche de plomo, amparadle.
Yo no podría, mis manos están ocupadas en el sueño,
y el dulce Galip está lavando los viejos puñales.
Los que pasáis por este nicho, golpead la puerta.
Soy el príncipe ilota.

UN SUPERMERCADO EN CALIFORNIA por ALLEN GINSBERG


Qué cosas pienso de ti esta noche, Walt Whitman, porque caminé por las calles laterales, bajo los árboles con dolor de cabeza y consciencia de mí mismo mirando la luna llena.
En mi hambriento cansancio, y en busca de imágenes que comprar, entré al supermercado de frutas de neón, soñando con tus enumeraciones!
¡Qué melocotones y qué penumbras! ¡Familias al completo haciendo la compra por la noche! ¡Pasillos llenos de maridos! ¡Esposas donde los aguacates, bebés donde los tomates! — y tú, García Lorca, ¿qué estabas haciendo tú allá abajo junto a las sandías?
Te vi Walt Whitman, sin hijos, viejo mendigo solitario, hurgan-do entre las carnes del refrigerador y echándole el ojo a los muchachos de las verduras.
Te oí hacerles preguntas a todos: ¿Quién mató las chuletas de cerdo?  ¿Qué   valen   los   plátanos?   ¿Acaso   eres   tú   mi   Angel?
Yo anduve entrando y saliendo de entre las brillantes montañas de latas siguiéndote, perseguido en mi imaginación por el detective del almacén.
Caminamos a grandes zancadas por los abiertos corredores, juntos en nuestro solitario capricho catando alcachofas, poseyendo cada una de las exquisiteces congeladas, y sin pasar ni una sola vez por caja. 

MI VIEJO por CHARLES BUKOWSKI



       
a los 16 años
en la época de la depresión
llegué a casa borracho
y toda mi ropa
- los pantalones, las camisas,
las medias-
mi valija y las hojas con
mis relatos
estaban desperdigadas por el
jardín de adelante y por la
calle.
mi madre me esperaba
detrás de un árbol:
- "Henry, por favor, toma
esto... y
alquílate una pieza."
pero le preocupaba
que yo no terminase
la escuela secundaria
así que volví
otra vez.
una noche entró
con unas hojas
con uno de mis relatos
(que yo jamás le había
dado)
y me dijo: "este es
un relato estupendo."
yo le contesté: "¿en serio?"
y él me lo entregó
y lo leí.
era un relato sobre
un hombre rico
que se había peleado con
la mujer y había
salido adentrándose en la noche
a tomar un café
y había observado
a la camarera, los cuchillos,
los tenedores, los
saleros, los pimenteros
y el cartel de neón
de la ventana,
después había regresado,
he ido a las cuadras
para ver y acariciar a su
caballo favorito
que lo mató
de una coz en la cabeza.
por alguna razón
aquella historia
significaba algo para él
aunque
cuando la escribí
yo no tenía ni idea
de sobre que
estaba escribiendo.
así que le dije:
"está bien, viejo, puedes
quedartela."
y él la agarro,
salió,
cerró la puerta.
creo que jamás
nos sentimos tan cerca
como entonces.-
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