sábado, enero 21, 2012

CUANDO SE HABLA DE SOLEDAD por EDUARDO J. FARIAS ALDERETE




De la soledad se ha escrito mil y un tratados a lo largo de la historia de la humanidad, y se ha retratado en las personales como un leitmotiv interminable. Una idea abstracta. Nacimos solos morimos solos, del vientre ensangrentados y a llanto a todo pulmón y a la muerte de un millar de formas , pero de todas maneras, solos.

El 23 de Enero del 2009, conocimos , algunos, una nueva esfera de la soledad , una etapa distinta una dimensión diferente, si bien es cierto, todos hemos perdido a un ser querido, lo que define a la partida de Eduardo Díaz Espinoza, es una soledad atmosféria...por decir algo, por retratar lo inefable.

Cada cual que le conoció puede dar un testimonio.En lo personal conocí la soledad ya no como una compañera ladina, sino como una atmosfera fría en la ausencia de una voz física, material y la de una voz poética, ya que esa es una forma distinta de escuchar una voz , mentalmente se puede revestir el verso de una voz distinta de la propia, la del autor o aquella que mora en nosotros diferente a la cotidiana.

Eduardo se ha ido , Eduardo se fue hace tres años , hace tres siglos , hace tres minutos... y aún no asumo esa partida... de esa retirada atroz de la vida, en que aquella voz va en mil escenas que se diluyen un viernes alrededor de las siete de la mañana, algo se detuvo , fue un golpe de aquellos que logran que dejes atrás una adolescencia eterna e insulza, para enfrentarte a la realidad con esa madurez de los hombres que ven a la muerte ya no como una idea teórica y arcana.

Luego recuerdo las "pompas fúnebres" los conocidos, los amigos, los cercanos y la familia, Carlitos Gardel cantando cada día mejor, Chavela Vargas llenando la atmósfera con esos recuerdos de tertulias "interminables" que llegaban a su fin.

Creo y quiero creer que lo que subsistió en aquella etapa cruel del cáncer terminal , era una fe en sus hijos literarios... los mismos que aparecían acongojados cada cierto tiempo y recibían de don Eduardo una palabra de afecto o una amonestación justa, jamás faltaba la risa después, en esos ojos de hombre sabio y amable o la mira adusta y severa. Que vengan los retractores a decírmelo a la cara. Hoy la soledad se viste de un recuerdo amargo y de postales antiguas.

Tiempo hace en que ví un film en que terminaba con un epígrafe "TAMBIEN SOMOS LO QUE HEMOS PERDIDO" y el sentido toma un revuelo más poderoso mientras más corre el tiempo, el mismo que consume nuestros momentos para alcanzar metas y sobrevivir...

HOY todos los que te quisimos con el alma somos tú, Eduardo, donde quieras que estés, nuestra piedra angular , nuestra memoria y nuestra ruta...

Cuando hablo de soledad...sólo hablo de tu ausencia.

domingo, enero 15, 2012

DESAPARICIONES 1. por PAUL AUSTER



1.
A partir de la soledad, él empieza de nuevo
como si fuera la última vez
que respirase,
y por lo tanto es ahora
cuando respira por primera vez
más allá del control
de lo singular.
Él está vivo, y por lo tanto no es
sino no lo que se ahoga en el insondable hueco
de su ojo,
y lo que ve
es todo lo que él no es: una ciudad
de lo indescifrable,
y por lo tanto, un lenguaje de piedras,
pues sabe que en el total de la vida
una piedra
dará cabida a otra piedra
para hacer un muro
y que todas esas piedras
formarán la monstruosa suma
de pormenores.

sábado, enero 14, 2012

QUINCE CENTÍMETROS por CHARLES BUKOWSKI



Los primeros tres meses de mi matrimonio con Sara fueron aceptables, pero luego
empezaron los problemas. Era una buena cocinera, y yo empecé a comer bien por primera
vez en muchos años. Empecé a engordar. Y Sara empezó a hacer comentarios.
—Ay, Henry, pareces un pavo engordando para el Día de Acción de Gracias.
—Tienes razón, mujer, tienes razón —le decía yo.
Yo trabajaba de mozo en un almacén de piezas de automóvil y apenas si me llegaba
la paga. Mis únicas alegrías eran comer, beber cerveza e irme a la cama con Sara. No era precisamente una vida majestuosa, pero uno ha de conformarse con lo que tiene. Sara era suficiente. Respiraba SEXO por todas partes. La había conocido en una fiesta de Navidad
de los empleados del almacén. Trabajaba allí de secretaria. Me di cuenta de que ninguno se acercaba a ella en la fiesta y no podía entenderlo. Jamás había visto mujer tan guapa y además no parecía tonta. Sin embargo, tenía algo raro en la mirada. Te miraba fijamente
como si entrara en ti y daba la impresión de no parpadear. Cuando se fue al lavabo me
acerqué a Harry, al camionero.
—Oye Harry —le dije—. ¿Cómo es que nadie se acerca a Sara?
—Es que es bruja, hombre, una bruja de verdad. Ándate con ojo.
—Vamos, Harry, las brujas no existen. Está demostrado. Las mujeres aquellas que
quemaban en la hoguera antiguamente, era todo un error horrible, una crueldad. Las brujas
no existen.
—Bueno, puede que quemaran a muchas mujeres por error, no voy a discutírtelo.
Pero esta zorra es bruja, créeme.
—Lo único que necesita, Harry, es comprensión.
—Lo único que necesita —me dijo Harry— es una víctima.
—¿Cómo lo sabes? .
—Hechos —dijo Harry—. Dos empleados de aquí. Manny, un vendedor, y Lincoln,
un dependiente.
—¿Qué les pasó?
—Pues sencillamente que desaparecieron ante nuestros propios ojos, sólo que muy
lentamente... podías verles irse, desvanecerse. ..
—¿Qué quieres decir?
—No quiero hablar de eso. Me tomarías por loco.
Harry se fue. Luego salió Sara del water de señoras. Estaba maravillosa.
—¿Qué te dijo Harry de mí? —me preguntó.
—¿Cómo sabes que estaba hablando con Harry?
—Lo sé —dijo ella.
—No me dijo mucho.
—Pues sea lo que sea, olvídalo. Son mentiras. Lo que pasa es que le he rechazado y
está celoso. Le gusta hablar mal de la gente.
—A mí no me importa la opinión de Harry —dije yo.
—Lo nuestro puede ir bien, Henry —dijo ella.
Vino conmigo a mi apartamento después de la fiesta y te aseguro que nunca había
disfrutado tanto. No había mujer como aquélla. Al cabo de un mes o así nos casamos. Ella dejó el trabajo inmediatamente, pero yo no dije nada porque estaba muy contento de tenerla. Sara se hacía su ropa, se peinaba y se cortaba el pelo ella misma. Era una mujer notable, muy notable.
Pero como ya dije, hacia los tres meses, empezó a hacer comentarios sobre mi peso.
Al principio eran sólo pequeñas observaciones amables, luego empezó a burlarse de mí.
Una noche llegó a casa y me dijo:
—¡Quítate esa maldita ropa!
—¿Cómo dices, querida?
—Ya me oíste, so cabrón. ¡Desvístete!
No era la Sara que yo conocía. Había algo distinto. Me quité la ropa y las prendas
interiores y las eché en el sofá. Me miró fijamente.
—¡Qué horror! —dijo—. ¡Qué montón de mierda!
—¿Cómo dices, querida?
—¡Digo que pareces una gran bañera llena de mierda!
—Pero querida, qué te pasa... ¿Estás en plan de bronca esta noche?
—¡Calla! ¡Toda esa mierda colgando por todas partes!
Tenía razón. Me había salido un michelín a cada lado, justo encima de las caderas.
Luego cerró los puños y me atizó fuerte varias veces en cada michelín.
—¡Tenemos que machacar esa mierda! Romper los tejidos grasos, las células...
Me atizó otra vez, varias veces.
—¡Ay! ¡Que duele, querida!
—¡Bien! ¡Ahora, pégate tú mismo!
—¿Yo mismo?
—¡Sí, venga, condenado!
Me pegué varias veces, bastante fuerte. Cuando terminé los michelines aún seguían
allí, aunque estaban de un rojo subido.
—Tenemos que conseguir eliminar esa mierda —me dijo.
Yo supuse que era amor y decidí cooperar...
Sara empezó a contarme las calorías. Me quitó los fritos, el pan y las patatas, los
aderezos de la ensalada, pero me dejó la cerveza. Tenía que demostrarle quién llevaba los
pantalones en casa.
—No, de eso nada —dije—, la cerveza no la dejaré. ¡Te amo muchísimo, pero la
cerveza no!
—Bueno, de acuerdo —dijo Sara—. Lo conseguiremos de todos modos.
—¿Qué conseguiremos?
—Quiero decir, que conseguiremos eliminar toda esa grasa, que tengas otra vez
unas proporciones razonables.
-¿Y cuáles son las proporciones razonables? —pregunté.
—Ya lo verás, ya.
Todas las noches, cuando volvía a casa, me hacía la misma pregunta.
—¿Te pegaste hoy en los lomos?
—¡Si, mierda, sí!
—¿Cuántas veces?
—Cuatrocientos puñetazos de cada lado, fuerte.
Iba por la calle atizándome puñetazos. La gente me miraba, pero al poco tiempo
dejó de importarme, porque sabía que estaba consiguiendo algo y ellos no...
La cosa funcionaba. Maravillosamente. Bajé de noventa kilos a setenta y ocho.
Luego de setenta y ocho a setenta y cuatro. Me sentía diez años más joven. La gente me comentaba el buen aspecto que tenía. Todos menos Harry el camionero. Sólo porque
estaba celoso, claro, porque no había conseguido nunca bajarle las bragas a Sara.
Una noche di en la báscula los setenta kilos.
—¿No crees que hemos bajado suficiente? —le dije a Sara—. ¡Mírame!
Los michelines habían desaparecido hacía mucho. Me colgaba el vientre. Tenía la
cara chupada.
—Según los gráficos —dijo Sara—, según los gráficos, aún no has alcanzado el
tamaño ideal.
—Pero oye —le dije—, mido uno ochenta, ¿cuál es el peso ideal?
Y entonces Sara me contestó en un tono muy extraño:
—Yo no dije «peso ideal», dije «tamaño ideal». Estamos en la Nueva Era, la Era
Atómica, la Era Espacial, y, sobre todo, la Era de la Superpoblación. Yo soy la Salvadora del Mundo. Tengo la solución a la Explosión Demográfica. Que otros se ocupen de la
Contaminación. Lo básico es resolver el problema de la superpoblación; eso resolverá la Contaminación y muchas cosas más.
—¿Pero de qué demonios hablas? —pregunté, abriendo una botella de cerveza.
—No te preocupes —contestó—. Ya lo sabrás, ya.
Empecé a notar entonces, en la báscula, que aunque aún seguía perdiendo peso
parecía que no adelgazaba. Era raro. Y luego me di cuenta de que las perneras de los
pantalones me arrastraban... y también empezaban a sobrarme las mangas de la camisa. Al coger el coche para ir al trabajo me di cuenta de que el volante parecía quedar más lejos.
Tuve que adelantar un poco el asiento del coche.
Una noche me subí a la báscula.
Sesenta kilos.
—Oye Sara, ven.
—Sí, querido...
—Hay algo que no entiendo.
—¿Qué?
—Parece que estoy encogiendo.
—¿Encogiendo?
—Sí, encogiendo.
—¡No seas tonto! ¡Eso es increíble! ¿Cómo puede encoger un hombre? ¿Acaso
crees que tu dieta te encoge los huesos? Los huesos no se disuelven! La reducción de
calorías sólo reduce la grasa. ¡No seas imbécil! ¿Encogiendo? ¡Imposible!
Luego se echó a reír.
—De acuerdo —dije—. Ven aquí. Coge el lápiz. Voy a ponerme contra esta pared.
Mi madre solía hacer esto cuando era pequeño y estaba creciendo. Ahora marca una raya
ahí en la pared donde marca el lápiz colocado recto sobre mi cabeza.
—De acuerdo, tontín, de acuerdo —dijo ella.
Trazó la raya.
Al cabo de una semana pesaba cincuenta kilos. El proceso se aceleraba cada vez
más. —Ven aquí, Sara.
—Sí, niño bobo.
.—Vamos, traza la raya.
Trazó la raya.
Me volví.
—Ahora mira, he perdido diez kilos y veinte centímetros en la última semana.
¡Estoy derritiéndome! Mido ya uno cincuenta y cinco. ¡Esto es la locura! ¡La locura! No aguanto más. Te he visto metiéndome las perneras de los pantalones y las mangas de las camisas a escondidas. No te saldrás con la tuya. Voy a empezar a comer otra vez. ¡Creo
que eres una especie de bruja!
—Niño bobo...
Fue poco después cuando el jefe me llamó a la oficina.
Me subí en la silla que había frente a su mesa.
—¿Henry Markson Jones II?
—Sí señor, dígame.
—¿Es usted Henry Markson Jones II?
—Claro señor.
—Bien, Jones, hemos estado observándole cuidadosamente. Me temo que ya no
sirve usted para este trabajo. Nos fastidia muchísimo tener que hacer esto... quiero decir, nos fastidia que esto acabe así, pero...
—Oiga, señor, yo siempre cumplo lo mejor que puedo.
—Le conocemos, Jones, le conocemos muy bien, pero ya no está usted en
condiciones de hacer un trabajo de hombre.
Me echó. Por supuesto, yo sabía que me quedaba la paga del desempleo. Pero me
pareció una mezquindad por su parte echarme así...
Me quedé en casa con Sara. Con lo cual, las cosas empeoraron: ella me alimentaba.
Llegó un momento en que ya no podía abrir la puerta del refrigerador. Y luego me puso
una cadenita de plata.
Pronto llegué a medir sesenta centímetros. Tenía que cagar en una bacinilla. Pero
aún me daba mi cerveza, según lo prometido.
—Ay, mi muñequito —decía—. ¡Eres tan chiquitín y tan mono!
Hasta nuestra vida amorosa cesó. Todo se había achicado proporcionalmente. La
montaba, pero al cabo de un rato me sacaba de allí y se echaba a reír.
—¡Bueno, ya lo intentaste, patito mío!
—¡No soy un pato, soy un hombre!
—¡Oh mi hombrecín, mi pequeño hombrecito!
Y me cogía y me besaba con sus labios rojos...
Sara me redujo a quince centímetros. Me llevaba a la tienda en el bolso. Yo podía
mirar a la gente por los agujeritos de ventilación que ella había abierto en el bolso. Ahora bien, he de decir algo en su favor: aún me permitía beber cerveza. La bebía con un dedal.
Un cuarto me duraba un mes. En los viejos tiempos, desaparecía en unos cuarenta y cinco minutos. Estaba resignado. Sabía que si quisiera me haría desaparecer del todo. Mejor
quince centímetros que nada. Hasta una vida pequeña se estima mucho cuando está cerca
el final de la vida. Así que entretenía a Sara. Qué otra cosa podía hacer. Ella me hacía ropita y zapatitos y me colocaba sobre la radio y ponía música y decía:
—¡Baila, pequeñín! ¡Baila, tontín mío, baila! ¡Baila, baila!
En fin, yo ya no podía siquiera recoger mi paga del desempleo, así que bailaba
encima de la radio mientras ella batía palmas y reía.
Las arañas me aterraban y las moscas parecían águilas gigantes, y si me hubiese
atrapado un gato me habría torturado como a un ratoncito. Pero aún seguía gustándome la vida. Bailaba, cantaba, bebía. Por muy pequeño que sea un hombre, siempre descubrirá que puede serlo más. Cuando me cagaba en la alfombra, Sara me daba una zurra. Colocaba
trocitos de papel por el suelo y yo cagaba en ellos. Y cortaba pedacitos de aquel papel para limpiarme el culo. Raspaba como lija. Me salieron almorranas. De noche no podía dormir.
Tenía una gran sensación de inferioridad, me sentía atrapado. ¿Paranoia? Lo cierto es que cuando cantaba y bailaba y Sara me dejaba tomar cerveza me sentía bien. Por alguna
razón, me mantenía en los quince centímetros justos. Ignoro cuál era la razón. Como casi todo lo demás, quedaba fuera de mi alcance.Le hacía canciones a Sara y las llamaba así: Canciones para Sara:
sí, no soy más que un mosquito, no hay problema mientras no me pongo caliente, entonces no tengo dónde meterla, salvo en una maldita cabeza de alfiler.
Sara aplaudía y se reía.
si quieres ser almirante de la marina de la reina no tienes más que hacerte del servicio secreto, conseguir quince centímetros de altura
y cuando la reina vaya a mear atisbar en su chorreante coñito...
Y Sara batía palmas y se reía. En fin, así eran las cosas. No podían ser de otro
modo...
Pero una noche pasó algo muy desagradable. Estaba yo cantando y bailando y Sara
en la cama, desnuda, batiendo palmas, bebiendo vino y riéndose. Era una excelente
representación. Una de mis mejores representaciones. Pero, como siempre, la radio se
calentó y empezó a quemarme los pies. Y llegó un momento en que no pude soportarlo.
—Por favor, querida —dije—, no puedo más. Bájame de aquí. Dame un poco de
cerveza. Vino no. No sé como puedes beber ese vino tan malo. Dame un dedal de esa
estupenda cerveza.
—Claro, queridito —dijo ella—. Lo has hecho muy bien esta noche. Si Manny y
Lincoln lo hubiesen hecho tan bien como tú, estarían aquí ahora. Pero ellos no cantaban ni bailaban, no hacían más que llorar y cavilar. Y, peor aún, no querían aceptar el Acto Final.
—¿Y cuál es el Acto Final? —pregunté.
—Vamos, queridín, bébete la cerveza y descansa. Quiero que disfrutes mucho en el
Acto Final. Eres mucho más listo que Manny y Lincoln, no hay duda. Creo que podremos
conseguir la Culminación de los Opuestos.
—Sí, claro, cómo no —dije, bebiendo mi cerveza—. Llénalo otra vez. ¿Y qué es
exactamente la Culminación de los Opuestos?
—Saborea la cerveza, monín, pronto lo sabrás.
Terminé mi cerveza y luego pasó aquella cosa repugnante, algo verdaderamente
muy repugnante. Sara me cogió con dos dedos y me colocó allí, entre sus piernas; las tenía abiertas, pero sólo un poquito. Y me vi ante un bosque de pelos. Me puse rígido, presintiendo lo que se aproximaba. Quedé embutido en oscuridad y hedor. Oí gemir a Sara.
Luego Sara empezó a moverme despacio, muy despacio, hacia adelante y hacia atrás.
Como dije, la peste era insoportable, y apenas podía respirar, pero en realidad había aire allí dentro... había varias bolsitas y capas de oxígeno. De vez en cuando, mi cabeza, la parte superior de mi cabeza, pegaba en El Hombre de la Barca y entonces Sara lanzaba un gemido superiluminado.
Y empezó a moverme más deprisa, más deprisa, cada vez más y empezó a arderme
la piel, y me resultaba más difícil respirar; el hedor aumentaba. Oía sus jadeos. Pensé que cuanto antes acabase la cosa menos sufriría. Cada vez que me echaba hacia adelante arqueaba la espalda y el cuello, arremetía con todo mi cuerpo contra aquel gancho curvo, zarandeaba todo lo posible al Hombre de la Barca.
De pronto, me vi fuera de aquel terrible túnel. Sara me alzó hasta su cara.
—¡Vamos, condenado! ¡Vamos! —exigió.
Estaba totalmente borracha de vino y pasión. Me sentí embutido otra vez en el
túnel. Me zarandeaba muy deprisa arriba y abajo. Y luego, de pronto, sorbí aire para
aumentar de tamaño y luego concentré saliva en la boca y la escupí... una, dos veces, tres, cuatro, cinco, seis veces, luego paré... El hedor resultaba ya increíble, pero al fin me vi otra vez levantado en el aire.
Sara me acercó a la lámpara de la mesita y empezó a besarme por la cabeza y por
los hombros.
—¡Oh querido mío! ¡Oh mi linda pollita! ¡Te amo! —me dijo.
Y me besó con aquellos horribles labios rojos y pintados. Vomité. Luego, agotada
de aquel arrebato de vino y pasión, me colocó entre sus pechos. Descansé allí, oyendo los latidos de su corazón. Me había quitado la maldita correa, la cadena de plata, pero daba igual. No era más libre. Uno de sus gigantescos pechos había caído hacia un lado y parecía como si yo estuviese tumbado justo encima de su corazón: el corazón de la bruja. Si yo era la solución a la Explosión Demográfica, ¿por qué no me había utilizado ella como algo más que un objeto de diversión, un juguetito sexual? Me estiré allí, escuchando aquel corazón. Decidí que no había duda, que ella era una bruja. Y entonces alcé los ojos.
¿Sabéis lo que vi? Algo sorprendente. Arriba, en la pequeña hendidura que había debajo de la cabecera de la cama. Un alfiler de sombrero. Sí, un alfiler de sombrero, largo, con uno de esos chismes redondos de cristal púrpura al extremo. Subí entre sus pechos, escalé su cuello, llegué a su barbilla (no sin problemas), luego caminé quedamente a través de sus labios, y entonces ella se movió un poco y estuve a punto de caer y tuve que agarrarme a una de las ventanas de la nariz. Muy lentamente llegué hasta el ojo derecho (tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia la izquierda) y luego conseguí subir hasta la frente, pasé la sien, y alcancé el pelo... me resultó muy difícil cruzarlo. Luego, me coloqué en posición segura y estiré el brazo... estiré y estiré hasta conseguir agarrar el alfiler. La bajada fue más rápida, pero más peligrosa. Varias veces estuve a punto de perder el equilibrio con aquel alfiler. Una caída hubiese sido fatal. Varias veces se me escapó la risa: era todo tan ridículo. El resultado de una fiesta para los chicos del almacén, Feliz Navidad.
Por fin llegué de nuevo a aquel pecho inmenso. Posé el alfiler y escuché otra vez.
Procuré localizar el punto exacto de donde brotaba el rumor del corazón. Decidí que era un punto situado exactamente debajo de una pequeña mancha marrón, una marca de
nacimiento. Entonces, me incorporé. Cogí el alfiler con su cabeza de cristal color púrpura, tan bella a la luz de la lámpara, y pensé, ¿resultará? Yo medía quince centímetros y calculé que el alfiler mediría unos veintidós. El corazón parecía estar a menos de veintidós
centímetros.
Alcé el alfiler y lo clavé. Justo debajo de la mancha marrón.
Sara se agitó. Sostuve el alfiler. Estuvo a punto de tirarme al suelo... lo cual en
relación a mi tamaño hubiese sido una altura de trescientos metros o más. Me habría
matado. Seguía sujetando con firmeza el alfiler. De sus labios brotó un extraño sonido.
Luego toda ella pareció estremecerse como si sintiese escalofríos.
Me incorporé y le hundí los siete centímetros de alfiler que quedaban en el pecho
hasta que la hermosa cabeza de cristal púrpura chocó con la piel.
Entonces quedó inmóvil. Escuché.
Oí el corazón, uno, dos, uno dos, uno dos, uno dos, uno...
Se paró.
Y entonces, con mis manitas asesinas, me agarré a la sábana y me descolgué hasta
el suelo. Medía quince centímetros y era un ser real y aterrado y hambriento. Encontré un agujero en una de las ventanas del dormitorio que daba al Este, me agarré a la rama de un matorral, y descendí por ella al interior de éste. Sólo yo sabía que Sara estaba muerta, pero desde un punto de vista realista no significaba ninguna ventaja. Si quería sobrevivir, tenía que encontrar algo que comer. De todos modos, no podía evitar preguntarme qué decidirían los tribunales sobre mi caso. ¿Era culpable? Arranqué una hoja e intenté comerla. Inútil. Era intragable. Entonces vi que la señora del patio del sur sacaba un plato de comida de gato para su gato. Salí del matorral y me dirigí al plato, vigilando posibles movimientos, animales. Jamás había comido algo tan asqueroso, pero no tenía elección.
Devoré cuanto pude... peor sabía la muerte. Luego, volví al matorral y me encaramé en él.
Allí estaba yo, quince centímetros de altura, la solución a la Explosión
Demográfica, colgando de un matorral con la barriga llena de comida de gato.
No quiero aburriros con demasiados detalles de mis angustias cuando me vi
perseguido por gatos y perros y ratas. Percibiendo que poco a poco mi tamaño aumentaba.
Viéndoles llevarse de allí el cadáver de Sara. Cómo entré luego y descubrí que era aún demasiado pequeño para abrir la puerta de la nevera.
El día que el gato estuvo a punto de cazarme cuando le comía su almuerzo. Tuve
que escapar.
Ya medía entonces entre veinte y veinticinco centímetros. Iba creciendo. Ya
asustaba a las palomas. Cuando asustas a las palomas puedes estar seguro de que vas
consiguiéndolo. Un día sencillamente corrí calle abajo, escondiéndome en las sombras de los edificios y debajo de los setos y así. Y corriendo y escondiéndome llegué al fin a la entrada de un supermercado y me metí debajo de un puesto de periódicos que hay junto a la entrada. Entonces vi que entraba una mujer muy grande y que se abría la puerta eléctrica y me colé detrás. Una de las dependientas que estaba en una caja registradora alzó los ojos cuando yo me colaba detrás de la mujer.
—¿Oiga, qué demonios es eso?
—¿Qué —preguntó una cliente.
—Me pareció ver algo —dijo la dependienta—, pero quizá no. Supongo que no.
Conseguí llegar al almacén sin que me vieran. Me escondí detrás de unas cajas de
legumbres cocidas. Esa noche salí y me di un buen banquete. Ensalada de patatas, pepinos, jamón con arroz, y cerveza, mucha cerveza. Y seguí así, con la misma rutina. Me escondía en el almacén y de noche salía y hacía una fiesta. Pero estaba creciendo y cada vez me era más difícil esconderme. Me dediqué a observar al encargado que metía el dinero todas las noches en la caja fuerte. Era el último en irse. Conté las pausas mientras sacaba el dinero cada noche. Parecía ser: siete a la derecha, seis a la izquierda, cuatro a la derecha, seis a la izquierda, tres a la derecha: abierta. Todas las noches me acercaba a la caja fuerte y probaba. Tuve que hacer una especie de escalera con cajas vacías para llegar al disco. No había modo de abrir, pero seguí intentándolo. Todas las noches. Entretanto, mi crecimiento se aceleraba. Quizá midiese ya noventa centímetros. Había una pequeña sección de ropa y tenía que utilizar tallas cada vez mayores. El problema demográfico volvía. Al fin una noche se abrió la caja. Había veintitrés mil dólares en metálico. Tenía que llevármelos de noche, antes de que abrieran los bancos. Cogí la llave que utilizaba el encargado para salir sin que se disparase la señal de alarma. Luego enfilé calle abajo y alquilé una habitación por una semana en el Motel Sunset. Le dije a la encargada que trabajaba de enano en las películas. Sólo pareció aburrirla.
—Nada de televisión ni de ruidos a partir de las diez. Es nuestra norma.
Cogió el dinero, me dio un recibo y cerró la puerta.
La llave decía habitación 103. Ni siquiera vi la habitación. Las puertas decían
noventa y ocho, noventa y nueve, cien, 101, y yo caminaba rumbo al norte, hacia las
colinas de Hollywood, hacia las montañas que había tras ellas, la gran luz dorada del Señor
brillaba sobre mí, crecía.

CARTA DE CHARLES BUKOWSKI PARA ANN BAUMAN




A Ann Bauman, 2 de mayo de 1963.

estoy escribiendo esto después de nuestra conversación telefónica, y tú no tienes plata, y deberías tener, y sin embargo también hace bien no tener, fuiste un sonido desde la oscuridad, y te amo por eso, hay algo bueno en ti, puede que no lo sepas, pero existe, y olvídate de todas las comas y de esta charla estilo libre... es tan raro escuchar un sonido en la locura. no me siento cómodo hablando por teléfono. no me siento cómodo hablando.

aunque digo cosas pequeñas y tontas, es sólo por vergüenza y carencia de habilidad y de corazón y por todas las carencias que me impiden expresar lo que quisiera, y cuando cuelgo el teléfono siempre siento que fracasé. no un fracaso ordinario, sino un fracaso que afecta a todo: a mí mismo, a ti, a nuestra próxima mañana, a todas las maneras en que se enrosca el humo. Ann, creo que tienes que saber esto: no soy básicamente un poeta, odio a los putos poetas que se complican la vida contra el mundo quejoso, y los poetas son malos, y el mundo es malo, y nosotros estamos acá!, sí. lo que quiero decir es que la poesía, la que yo escribo, es sólo una décima parte de mí. las otras nueve partes están asomadas a un acantilado sobre el mar escupiendo maldiciones baratas. me gustaría sufrirá la manera clásica y tallar un mármol que dure siglos después de este perro que escucho tras mi ventana de 1963, pero estoy maldecido y abofeteado y malgastado hasta la nulidad en mis brazos y ojos y dedos y esta carta esta noche, 1 o 2 de mayo de 1963, luego de escuchar tu voz en el teléfono.

merezco morir. espero la muerte como a un halcón engalanado que con su pico su canto
y sus púas busca mi sangre enjaulada. suena lindo, pero no lo es. la poesía que es parte de mí, la realidad aparente, lo que escribo, es bosta y basura y saliva y viejas naves de combate que se hunden. sé que cuando el mundo --que es barato y sin clase ¿y qué más? ¿qué más?-- olvide la poca poesía que escribí, no ser del todo culpa del mundo, porque yo no pienso en escribir, y sólo el filo del cuchillo, con el que unto la manteca o corto la cebolla, tiene un poco de práctica en los versos de mi mente.

no sabés lo importante que fue tu llamada para mí, aunque te debo haber parecido torpe y atolondrado y estúpido, pero me gustaría que no me volvieras a llamar porque sé cómo te están yendo las cosas (no muy bien) y no quiero que la poca buena gente del mundo sea herida por bukowski el vomitador. todo esta bien ahora, pero yo no sé si vendrá¡ o cuando vendrá el próximo ataque, lo cual es un punto de vista cobarde, y todos los hombres son cobardes al ahogarse, escúchalos gritar, ¿y qué es la vida? ¿qué? hundiéndose en el agua, y no es la falta de aire y luz y pulmones y ojos y amor lo que cuenta: es esta picazón que pusieron en nosotros y que nos hace preguntarnos por qué carajo estamos acá¡. por esas pocas cosas. como una llamada desde Sacramento a las 7.30 de la noche. no sé, no sé, y eso es tan triste. si las cosas se arreglaran con mi llanto, todos nos ahogaríamos en mis lágrimas enfermas. pero no sé qué hacer. tomo demasiado. o no lo suficiente. hago apuestas. hago el amor con mujeres que sólo viven dentro de sus cuerpos y miro los copos de sus ojos y sé que les miento y que me miento porque no soy más que un perro, y el amor o su acto deberían contener algo más que dos pedazos de carne friéndose en una sartén o todo est¡ perdido como pasto del jardín o caracoles pisados y aplastados, abandonados a una suerte de viscosidad viviente, a una vida triturada para siempre.

este asunto de la poesía es el peor de esos pisotones. te debilita. y si un hombre ya es débil antes de escribir poesía, entonces se convierte, finalmente, a través de los golpes de sombras y quejas, en lo que es: sólo otro muchachito rosado que hace su puto trabajo de la manera más frágil y vomitiva.
tienes que entender que hay otros modos de enfrentar la vida que no son la máquina de
escribir. quienes lo hicieron así quizá¡ no sean el mejor ejemplo. nunca tomes al Arte como un espejo sagrado. lo justo siempre es poco, y eso incluye a todos los siglos. los países más honorables no sobreviven por coraje, ni las épocas sobreviven a los buenos artistas. todo es azar y mierda y el golpe de los vientos. por favor perdóname las malas palabras. si hay algo que odio es una palabra vil dicha vilmente o un chiste verde o el sexo y la vida de un hombre y una mujer que quieren la cosa así como está. quizás yo esté perfectamente loco y vos deberías saberlo (una nota más sombría con chillidos dorados) y no tengo intenciones de agarrarmelas con tus obras de teatro... algunas están bien... Racine, etc., y uno sólo se puede reír de eso cuando no da o intenta, y yo digo adelante:
versos o llamadas telefónicas o tarjetas de crédito o muerte o amor o enormes balnearios en playas de sonido y golpes y momentos de medianoche, te agradezco por seguir y yo, también, mientras tanto, sigo un poquito más.









p.d.: no me odies por sentir más de lo (quizás) necesario. puede que sea mejor que las ranas perdidas y el aire quemado de nylon y neón... puede q ue sea mejor que nos
convirtamos en criaturas de gestos en vez de realidad, y el matrimonio es una realidad de la vida y muy pocos de nosotros pueden soportar el matrimonio o la realidad o la vida.


charles bukowski

viernes, enero 13, 2012

"Leave A Light On" - Duran Duran - Directed by paul for Genero.TV




So come the evening
I'm out on the dunes
Looking for a token, something to prove
All I remember, is more than a flame
In my fantasy fire

Whatever I've done to receive
Whatever I need to redeem
Whatever you say
Even if I wait a lifetime

CHORUS
I know, I swear
If you leave a light on, if you leave a light on for me
I'll come there
You can leave a light on for me

In comes the morning
I'm stirred in my track
Looking at the reasons for me to head back
So unexpected
The kindness you've shown
That I will not forget it

Whatever I've done to receive
Whatever I need to redeem
Whatever you say
Even if I wait a lifetime

CHORUS
I know, I swear
If you leave a light on, if you leave a light on for me
I'll come there
You can leave a light on for me

You breathe the will into the weak
And coax the caged bird to fly free. You ease the lost cause out of me
With your sweet hand to bring me home

I'm not alone

Oh, Oh-Oh-Oh-Oh-Oh
Oh, Oh-Oh-Oh-Oh-Oh
Oh, Oh-Oh-Oh-Oh-Oh
Oh, Oh-Oh-Oh-Oh-Oh

CHORUS
I know, I swear
If you leave a light on, if you leave a light on for me
I'll come there
You can leave a light on for me


Así que venga el atardecer
Estoy fuera, en las dunas
Busca una señal, algo que demostrar
Todo lo que recuerdo es más que una llama
en mi fantasía, fuego

Todo lo que he hecho para recibir
Lo que tenga que rescatar
Lo que tu digas
Incluso si espero toda una vida

Lo sé, lo juro
Si dejas una luz encendida,
si dejas una luz encendida para mí
Voy a ir allí
Puedes dejar una luz encendida para mí

la mañana viene
Estoy de pie en mi camino
viendo las razones para tornar mi cabeza
Tan inesperada, la bondad que has mostrado
Eso no lo olvidaré

tu aliento se debilitará
Y tienta la jaula para que el ave vuele libre
alivias la causa perdida de mí
Con tu mano dulce me llevas a casa

No estoy solo, oh, oh, oh

lunes, enero 09, 2012

RIMBAUD por GONZALO ROJAS



No tenemos talento, es que
no tenemos talento, lo que nos pasa
es que no tenemos talento, a lo sumo
oímos voces, eso es lo que oímos: un
centelleo, un parpadeo, y ahí mismo voces. Teresa
oyó voces, el loco
que vi ayer en el Metro oyó voces.
¿Cuál Metro si aquí no hay Metro? Nunca
hubo aquí Metro, lo que hubo
fueron al galope caballos
si es que eso, si es que en este cuarto
de tres por tres hubo alguna vez caballos
en el espejo.
Pero somos precoces, eso sí que somos, muy precoces, más
que Rimbaud a nuestra edad; ¿más?,
¿todavía más que ese hijo de madre
que lo perdió todo en la apuesta?
Viniera y nos viera así todos sucios,
estallados en nuestro átomo mísero,
viejos de inmundicia y gloria.
Un puntapié nos diera en el hocico.

FINAL por VLADIMIR MAIAKOVSKI



Recibe en tu inmenso seno,
nuevamente,
a este desamparado.
¿Y ahora cómo está el cielo?
¿Cuál es mi estrella?
Miles de iglesias,
bajo mis pies,
elevaron su voz,
y entonaron en el mundo:
"¡Descansa en paz!"

ITACA por CONSTANTINO KAVAFIS



Cuando emprendas el viaje hacia Itaca,
ruega que tu camino sea largo
y rico en aventuras y descubrimientos.
No temas a lestrigones, a cíclopes o al fiero
Poseidón;
no los encontrarás en tu camino
si mantienes en alto tu ideal,
si tu cuerpo y alma se conservan puros.
Nunca verás los lestrigones, los cíclopes o a
Poseidón,
si de ti no provienen,
si tu alma no los imagina.
Ruega que tu camino sea largo,
que sean muchas las mañanas de verano,
cuando, con placer, llegues a puertos
que descubras por primera vez.
Ancla en mercados fenicios y compra cosas bellas:
madreperla, coral, ámbar, ébano
y voluptuosos perfumes de todas clases.
Compra todos los aromas sensuales que puedas;
ve a las ciudades egipcias y aprende de los sabios.
Siempre ten a Itaca en tu mente;
llegar allí es tu meta; pero no apresures el viaje.
Es mejor que dure mucho,
mejor anclar cuando estés viejo.
Pleno con la experiencia del viaje
no esperes la riqueza de Itaca.
Itaca te ha dado un bello viaje.
Sin ella nunca lo hubieras emprendido;
pero no tiene más que ofrecerte,
y si la encuentras pobre, Itaca no te defraudó.
Con la sabiduría ganada, con tanta experiencia,
habrás comprendido lo que las itacas significan.
1911

domingo, enero 08, 2012

CANCIÓN PARA CORRER EL SOMBRERO por NICANOR PARRA



En su granja de Iásnaia Poliana
vivió muchos años el conde León Nicolaievich Tolstoy
no se afeitaba jamás - andaba siempre descalzo
Dios lo tenga en su santo reino
sólo comía zanahorias crudas
Ustedes se preguntarán quién soy yo
con esta barba blanca tolstoiana
pidiendo limosna en la vía pública
ay!... yo soy uno de sus nietos legítimos
La Revolución ha sido dura conmigo
para qué voy a decir una cosa por otra
que cada cual me dé lo que pueda
(aquí se empieza a correr el sombrero)
todo me sirve aunque sea un kopek
Ay! ... si yo les contara todos mis sufrimientos
imaginen el nieto de un Conde
pidiendo limosna en la vía pública:
¡es para poner los pelos de punta!
Además mi mujer se fue con otro
me dejó por un capitán de ejército
so pretexto de que soy paralítico
no negaré que soy paralítico
-¡tiemblo como una hoja en la tormenta! -
pero me parece que no se puede romper
un sacramento de la Santa Madre Iglesia Católica
como quien rompe globos de colores:
hay señoras mujeres en el siglo XX
que se debieran desmayar de vergüenza
Compadézcanse de este pobre cornudo
no dispongo de otra fuente de ingresos
Para qué voy a decir una cosa por otra
sufro de una enfermedad incurable
contraída en la más tierna infancia:
tengo todo el lado derecho paralizado
me puedo morir en cualquier momento
Mi enfermedad se llama encefalitis letárgica

Para colmo de males
acaban de operarme de la vesícula
si les parece les muestro la cicatriz
Ay! ... no tengo paz en ninguna parte
para qué voy a decir una cosa por otra
los pelusas del barrio me persiguen tirándome piedras
hay que ser bien caído del catre
para reírse de un pobre viejo zarrapastroso
que no tiene ni dónde caerse muerto
Si mi querido abuelo estuviera vivo
yo no tendría que andar pidiendo limosna
¡otro gallo muy diferente me cantaría!
Dicho sea de paso tengo que juntar 17 dólares
antes que me venga el ataque
para pagar mi dosis de heroína
a buen entendedor pocas palabras
si no me dan por la buena
van a tener que darme por la mala
para qué vamos a decir una cosa por otra
yo soy bien hombrecito en mis cosas
arriba las manos maricones de mierda
vamos saltando o les saco la chucha!

CRUZ BALDADA por MAHFUD MASSIS



Vida, has puesto sobre mí tu cruz baldada.
Sobre el madero, soy un triste caballo crucificado.
He pateado el hocico azul de los doce apóstoles,
vida, estoy cansado.
El corazón de la abubilla se pudrió sobre mi corazón
y yo, el mago,
gasté mis manos frotando la lámpara.


Y aquí estoy, arrastrando mi cadáver por la greda,
agujereado como una estatua de cobalto,
husmeando las sienes de un cocodrilo,
atado a mis intestinos como a un hongo de fuego.


Todo está perdido. Mi viejo colchón, mi almohada,
hechos con pegajosas cabelleras de muertos.
¡Todo está perdido! Mi gloria trepa sobre fúnebres íconos
de estiércol, de cenotafios cubiertos de nieve y sangre maldita.
Mi voz se marchará absorbida por las ventosas
de algún puño divino,
y mi olor incitará a los jabalíes a levantar la tierra;
y meterán su hocico en el hueco de mis ojos,
por donde solía mirar el cielo.


Pienso: sólo el gusano verá al diluvio, él es eterno.
¿Cuando devorará a Dios?

SOBRE UNA CIVILIZACION EXHAUSTA por E.M. CIORAN



El que pertenece orgánicamente a una civilización no sabría identificar la naturaleza del mal que la mina. Su diagnóstico apenas cuenta; el juicio que formula sobre ella le concierne; la trata con miramientos por egoísmo.
Más despegado, más libre, el recién llegado la examina sin cálculo y capta mejor sus desfallecimientos. Si está perdida, él aceptará la necesidad de perderse también, de constatar sobre ella y sobre sí mismo los afectos del fatum. En cuanto a remedios, ni posee ni propone ninguno. Como sabe que no se puede curar el destino, no se erige como saludador de nadie. Su única ambición: estar a la altura de lo Incurable...

Ante la acumulación de sus éxitos, los países de Occidente no necesitaron mucho trabajo para exaltar la historia, para atribuirle una significación y una finalidad. Les pertenecía, eran sus agentes: debía pues seguir una marcha racional... De este modo, la colocaron alternativamente bajo el patronazgo de la Providencia, de la Razón y del Progreso. El sentido de la fatalidad les faltaba; comenzaron finalmente a adquirirlo, aterrados por la ausencia que les acecha, por la perspectiva de su eclipse. De ser sujetos han pasado a objetos, desposeídos para siempre de esa irradiación, de esa admirable megalomanía, que hasta ahora los había cerrado a lo irreparable. Son hoy tan conscientes de esto, que miden la estupidez de un espíritu por su grado de apego a los acontecimientos. ¿Qué hay de más normal, dado que los acontecimientos pasan en otra parte? Uno no se sacrifica más que si conserva la iniciativa. Pero por poco que se guarde el recuerdo de una antigua supremacía, aún se sueña con sobresalir, aunque no sea no más que en el azoro.
Francia, Inglaterra, Alemania, tienen su período de expansión y de locura tras ellas. Es el fin de lo insensato, el comienzo de las guerras defensivas. Ya no más aventuras colectivas, no más ciudadanos, sino individuos lívidos y desengañados, capaces todavía de responder a una utopía, a condición, sin embargo, de que venga de fuera, y de que no deba tomarse la molestia de concebirla. Si antaño morían por el sinsentido de la gloria, ahora se abandonan a un frenesí reivindicador; la «felicidad» les tienta; es su último prejuicio, del cual ese pecado de optimismo que es el marxismo toma su energía. Cegarse, servir, entregarse al ridículo o a la estupidez de una causa, otras tantas extravagancias de las que ya no son capaces. Cuando una nación comienza a deslucirse, se orienta hacia la condición de masa. Aunque dispusiese de mil Napoleones seguiría rehusándose a comprometer su reposo o el de los otros. Con reflejos claudicantes, ¿a quién aterrorizar y cómo? Si todos los pueblos estuviesen en el mismo grada de fosilización o de cobardía se entenderían fácilmente: sucedería a la inseguridad la permanencia de un pacto de cobardes... Apostar a la desaparición de los instintos guerreros, creer en la generalización de la decrepitud o del idilio, el ver lejos, demasiado lejos: la utopía es presbicia de los pueblos viejos. Los pueblos jóvenes, a los que repugna buscarse la escapatoria de una ilusión, ven las cosas bajo el prisma de la acción: su perspectiva es proporcionada a sus empresas. Sacrifican la comodidad a la aventura, la dicha a la eficacia, y no admiten la legitimidad de ideas contradictorias, la coexistencia dc posiciones antinómicas: ¿qué otra cosa quieren sino disminuir nuestras inquietudes por medio de... el terror y revigorizarnos triturándonos? Todos sus éxitos les vienen de su salvajismo, pues lo que cuenta en ellos no son sus sueños, sino sus impulsos. ¿Que se inclinan a una ideología? Aviva su furor, hace valer su trasfondo bárbaro y les mantiene despiertos. Cuando los pueblos viejos adoptan una, les embota, mientras les dispensa esa pizca de fiebre que les permite creerse vivos de algún modo: ligero empujón de lo ilusorio...
Una civilización no existe ni se afirma más que por actos de provocación. ¿Que comienza a sentar cabeza? Entonces, se pulveriza. Sus momentos son momentos temibles, durante los cuales, lejos de almacenar sus fuerzas, las prodiga. Ávida de extenuarse, Francia se atareó en derrochar las suyas; lo consiguió, ayudada por su orgullo, su celo agresivo (¿acaso no ha hecho, en mil años más guerras que ningún otro país?). Pese a su sentido del equilibrio incluso sus excesos fueron felices no podía acceder a la supremacía más que con detrimento de su sustancia. Agotarse: hizo de ello cuestión de honor. Enamorada de la fórmula, de la idea explosiva, del estrépito ideológico, puso su genio y su vanidad al servicio de todos los acontecimientos ocurridos en estos diez últimos siglos. Y, tras haber sido la vedette, hela aquí resignada, temerosa, rumiando pesares y aprehensiones y descansando de su esplendor, de su pasado. Huye de su rostro, tiembla delante del espejo... Las arrugas de una nación son tan visibles como las de un individuo.
Cuando se ha hecho una gran revolución, ya no se hace estallar otra de la misma importancia. Si se ha sido durante largo tiempo árbitro del gusto, una vez perdido el puesto ni siquiera se trata de reconquistarlo. Cuando se desea el anonimato, se harta uno de servir de modelo, de ser seguido e imitado: ¿de qué sirve mantener todavía la fachada para entregarse al universo?
Francia conoce demasiado bien estas perogrulladas como para repetírselas. Nación del gesto, nación teatral, gustaba tanto de su papel como su público. Pero ya está harta, quiere retirarse del escenario, y no aspira más que a los decorados del olvido.
De que ha gastado su inspiración y sus dones no cabe duda, pero sería injusto reprochárselo: tanto daría acusarla de haberse realizado cumplidamente. Las virtudes que hacían de ella una nación privilegiada las ha embotado, a fuerza de cultivarlas, de hacerlas valer, y no es por falta de ejercicio por lo que sus talentos palidecen hoy y se borran. Si el ideal del bien vivir (manía de las épocas declinantes) la acapara, la obsesiona, la solicita únicamente, es que ya no es más que un hombre para una totalidad de individuos, una sociedad más bien que una voluntad histórica. Su asco por sus antiguas ambiciones de universalidad y de omnipresencia alcanza tales proporciones que sólo un milagro puede salvarla de un destino provinciano.
Desde que ha abandonado sus designios de dominio y conquista, la murria, hastío generalizado, la mina. Azote de las naciones en franca defensiva, devasta su vitalidad; mejor que precaverse de ella, la sufren y se habitúan hasta el punto de no poder pasarse sin ella. Entre la vida y la muerte, encontrarán siempre suficiente espacio para escamotear una y otra, para evitar vivir y para evitar morir. Caídas en una catalepsia, soñando con un statu quo eterno, ¿cómo reaccionarán contra la oscuridad que las asedia, contra el avance de las civilizaciones opacas?

Si queremos saber lo que ha sido un pueblo y por qué es indigno de su pasado, no tenemos más que examinar las figuras que más lo marcaron. Lo que fue Inglaterra, los retratos de sus grandes hombres lo dicen suficientemente. ¡Qué arrobo contemplar, en la National Gallery, esas cabezas viriles, a veces delicadas, la más a menudo monstruosas, la energía que se desprende de ellas, la originalidad de los rasgos, la arrogancia y la solidez de la mirada! Después, al pensar en la timidez en el buen sentido, en la corrección de los ingleses de hoy, comprendemos porqué no saben ya interpretar a Shakespeare, porqué lo vuelven soso y lo emasculan. Están tan alejados de él como deberían estarlo de Esquilo los griegos tardíos. Ya no hay nada de isabelismo en ellos: emplean lo que les queda de «carácter» en salvar las apariencias, en cuidar la fachada. Siempre se paga caro haber tomado la «civilización» en serio, haberla asimilado excesivamente.
Quién ayuda a la formación de un imperio? Los aventureros, los brutos los bribones, todos los que carecen del prejuicio del «hombre». Al salir de la Edad Media, Inglaterra, desbordante de vida, era feroz y triste; ninguna preocupación de honorabilidad venía a turbar su afán de expansión. Emanaba de ella esa melancolía de la fuerza tan característica de los personajes shakesperianos. Pensemos en Hamlet, ese pirata soñador: sus dudas no alteran su fogosidad: nada hay en él de la debilidad de un razonador. ¿Sus escrúpulos? Los crea por derroche de energía, por gusto del éxito, por la tensión de una voluntad inagotablemente enferma. Nadie fue más liberal, más generoso con sus propios tormentos, ni los prodigó tanto. ¡Lujuriantes ansiedades! ¿cómo los ingleses actuales se alzarían hasta ellas? Por lo demás, tampoco lo pretenden. Su ideal es el hombre como es debido: se acercan a él peligrosamente. Aquí tenemos a la única nación, poco más o menos, que en un universo desmelenado se obstina todavía en tener «estilo». La ausencia de vulgaridad toma allí dimensiones alarmantes: ser impersonal constituye un imperativo, hacer bostezar al otro, una ley. A fuerza de distinción y de sosería. El inglés se hace más y más impenetrable y desconcierta por el misterio que se le supone a despecho de la evidencia.
Reaccionando contra su propio fundamento, contra sus maneras de antaño, minado por la prudencia y la modestia, se ha forjado un comportamiento, una regla de conducta que debía apartarla de su genio. ¿Dónde están sus manifestaciones de descaro y de soberbia, sus desafíos, sus arrogancias de antaño? El romanticismo fue el último sobresalto de su orgullo. Después, circunspecto y virtuoso, permite que se desperdigue la herencia de cinismo y de insolencia de la que se le suponía tan orgulloso. En vano se buscarían las huellas del bárbaro que fue: todos sus instintos están yugulados por su decencia. En lugar de azotarle, de estimular sus locuras, sus filósofos le han empujado hacia el callejón sin salida de la felicidad. Decidido a ser feliz, acaba por serlo. Y de su felicidad, exenta de plenitud, de riesgo, de toda sugestión trágica, ha hecho esa mediocridad envolvente de la que gozará para siempre. ¿Hay que asombrarse de que se haya convertido en el personaje que imitó el norte, un modelo, un ideal para vikingos marchitos? Mientras era poderoso, se le detestaba y se le temía; ahora, se le comprende; pronto se le amará... Ya no es una pesadilla para nadie. Se prohíbe el exceso y el delirio, se ve en ellos una aberración o una descortesía. ¡Qué contraste entre sus antiguos desbordamientos y la sabiduría que hoy frecuenta! Sólo a precio de grandes abdicaciones llega un pueblo a ser normal.

«Si el sol y la luna se pusiesen a dudar, se apagarían de inmediato» (Blake). Europa duda desde hace mucho..., si su eclipse nos turba Americanos y Rusos lo contemplan, ora con serenidad, ora con alegría.
América se yergue ante el mundo como una nada impetuosa, como una fatalidad sin sustancia. Nada la preparaba para la hegemonía; tiende, sin embargo, hacia ella, no sin alguna vacilación. Al revés que otras naciones, que tuvieron que pasar por toda una serie de humillaciones y derrotas, no ha conocido hasta ahora más que la esterilidad de una suerte ininterrumpida. Si, en lo futuro, todo le sale igual de bien su aparición habrá sido un accidente sin trascendencia. Los que presiden sus destinos, los que se toman a pecho sus intereses, deberían prepararla malos días; para dejar de ser monstruo superficial, una prueba de envergadura le es necesaria. Quizá no está ya lejos. Tras haber vivido hasta ahora fuera del infierno, se dispone a descender a él. Si se busca un destino, lo encontrará más que en la ruina de todo lo que fue su razón de ser.
En lo que respecta a Rusia no se puede examinar su pasado sin experimentar un estremecimiento un espanto de calidad. Pasado sordo, lleno de espera, de ansiedad subterránea, pasado de topos iluminados. La irrupción de los rusos hará temblar a las naciones; por el momento, han introducido ya el absoluto en política. Es el desafío que arrojan a una humanidad recomida de dudas y a la que no dejarán de dar el golpe dc gracia. Si nosotros ya no tenemos alma, ellos tienen para dar y tomar. Cerca de sus orígenes, de ese universo afectivo en el que el espíritu se adhiere aún al suelo, a la sangre, a la carne, ellos sienten lo que piensan; sus verdades, como sus errores, son sensaciones, estimulantes, actos. De hecho, no piensan: estallan. Todavía en el estadio en que la inteligencia no atenúa ni disuelve las obsesiones, ignoran los efectos nocivos de la reflexión, como son puntos extremos de la conciencia en que ésta se convierte en factor de desarraigamiento y de anemia. Pueden, pues, arrancar tranquilamente. ¿Con qué tienen que enfrentarse, más que con un mundo linfático? Nada ante ellos, nada vivo con lo que puedan chocar, ningún obstáculo: ¿acaso no fue uno de ellos quien fue el primero en emplear, en pleno siglo XIX, la palabra «cementerio», a propósito de Occidente? Pronto llegarán en masa para visitar su carroña. Sus pasos son ya perceptibles para los oídos delicados. ¿Quién podría oponer, a sus supersticiones en marcha, aunque no fuera más que un simulacro de certeza?
Desde el siglo de las Luces, Europa no ha dejado de zapar sus ídolos en nombre de la idea de tolerancia; al menos, mientras era poderosa, creía en esa idea y peleaba en su defensa. Sus mismas dudas no eran sino convicciones disfrazadas; como atestiguaban su fuerza, tenía el derecho de reclamarse de ellas y el medio de infligirlas; ahora ya no son más que síntomas de enervamiento, vagos sobresaltos de instinto atrofiado.
La destrucción de los ídolos arrastra la de los prejuicios. Pues bien, los prejuicios aficiones orgánicas de una civilización aseguran su duración y conservan su fisonomía. Debe respetarlos, si no todos, por lo menos los que le son propios y los cuales, en el pasado, tenían para ella la importancia de una superstición o un rito. Si los tiene por puras convenciones, se desprenderá de ellos más y más, sin poder reemplazarlos por sus propios medios, ¿Que dedicó un culto al capricho, a la libertad, al individuo? Conformismo de buena ley. Que cese de plegarse a él y capricho, libertad e individuo se convertirán en letra muerta.
Un mínimo de inconsciencia es indispensable si quiere uno mantenerse en la historia. Actuar es una cosa; saber que se actúa, otra. Cuando la clarividencia informa el acto se deshace y, con él, el prejuicio, cuya función consiste precisamente en subordinar, en someter la conciencia al acto. Quien desenmascara sus ficciones, renuncia a sus resortes y como a sí mismo. También aceptará otros que le negarán, porque no habrán surgido de su propio fondo. Ninguna persona preocupada por su equilibrio debería ir más allá de un cierto grado de lucidez y análisis. ¡Cuánto más cierto es esto de una civilización, que se tambalea a poco que denuncie los errores que permitieron su crecimiento y su brillo, por poco que ponga en cuestión sus verdades!
No se abusa sin riesgo de la facultad de dudar. Cuando cl escéptico no extrae de sus problemas y sus interrogaciones ninguna virtud activa, se aproxima a su desenlace, ¿qué digo? lo busca, corre hacia él: ¡que otro zanje sus incertidumbres, que otro le ayude a sucumbir! No sabiendo qué uso hacer de sus inquietudes y de su libertad, piensa con nostalgia en el verdugo, incluso le llama. Los que no han encontrado respuesta a nada soportan mejor los efectos de la tiranía que los que han encontrado respuesta a todo. Y así sucede que, para morir, los diletantes arman menos jaleo que los fanáticos. Durante la Revolución, más de uno de los primeros afrontó el cadalso con la sonrisa en los labios; cuando llegó el turno de los jacobinos subieron a él preocupados y sombríos: morían en nombre de una verdad, de un prejuicio. Hoy, miremos hacia donde miremos, no vemos más que sucedáneos de verdad, de prejuicio; aquellos a los que falta hasta ese sucedáneo, parecen más serenos, pero su sonrisa es maquinal: un pobre, un último reflejo de elegancia...

Ni rusos ni americanos estaban lo bastante maduros, ni intelectualmente lo bastante corrompidos para «salvar» a Europa o rehabilitar su decadencia. Los alemanes, contaminados de otro modo, hubieran podido prestarle un simulacro de duración, un tinte de porvenir. Pero, imperialistas en nombre de un sueño obtuso y de una ideología hostil a todos los valores surgidos en el Renacimiento, debían cumplir su misión al revés y echarlo a perder todo para siempre. Llamados a regir el continente, a darle una apariencia de ímpetu, aunque no fuera más que por unas cuantas generaciones (el siglo XX hubiera debido ser alemán, en el sentido en que el XVIII fue francés), se le arreglaron tan torpemente que apresuraron su desastre. No contentos de haberlo zarandeado y puesto patas arriba, se lo regalaron, además, a Rusia y América, pues es para éstas para quien supieron tan bien guerrear y hundirse. De este modo, héroes por cuenta de otros, autores de un trágico zafarrancho, han fracasado en su tarea, en su verdadero papel. Después de haber meditado y elaborado los temas del mundo moderno, y producido a Hegel y Marx, hubiera sido su deber ponerse al servicio de una idea universal, no de una visión de tribu. Y, sin embargo, esta misma visión, por grotesca que fuese, testimoniaba a su favor ¿acaso no revelaba que sólo ellos, en Occidente, conservaban algunos restos de barbarie, y que eran todavía capaces de un gran designio o de una vigorosa insanía? Pero ahora sabemos que no tienen ya el deseo ni la capacidad de precipitarse hacia nuevas aventuras, que su orgullo, al haber perdido su lozanía, se debilita como ellos, y que, ganados a su vez por el encanto del abandono, aportarán su modesta contribución al fracaso general.
Tal cual es, Occidente no subsistirá indefinidamente: se prepara para su fin, no sin conocer un período de sorpresas ... Pensemos en lo que ocurrió entre los siglos V y X. Una crisis mucho más grave le espera; otro estilo se dibujará, se formarán pueblos nuevos. Por el momento, afrontemos el caos. La mayoría ya se resigna a él. Invocando la historia con la idea de sucumbir a ella, abdicando en nombre del futuro, sueñan, por necesidad de esperar contra sí mismos, con verse remozados, pisoteados, «salvados»... Un sentimiento semejante había llevado a la antigüedad a ese suicidio que era la promesa cristiana.
El intelectual fatigado resume las deformidades y los vicios de un mundo a la deriva. No actúa: padece; si se vuelve hacia la idea de tolerancia, no encuentra en ella el excitante que necesita. Es el terror quien se lo proporciona, lo mismo que las doctrinas de las que es desenlace. ¿Que él es la primera víctima? No se quejará. Sólo le sucede la fuerza que le tritura. Querer ser libre es querer ser uno mismo; pero él ya está harto de ser él mismo, de caminar en lo incierto, de errar a través de las verdades. «Ponedme las cadenas de la Ilusión», suspira, mientras dice adiós a las peregrinaciones del Conocimiento. Así se lanzará de cabeza en cualquier mitología que le asegure la protección y la paz del yugo. Declinando el honor de asumir sus propias ansiedades, se comprometerá en empresas de las que obtendrá sensaciones que no sabría conseguir de sí mismo, de suerte que los excesos de su cansancio reforzarán las tiranías. Iglesias, ideologías, policías, buscad su origen en el horror que alimenta por su propia lucidez mejor que en la estupidez de las masas. Este aborto se transforma, en nombre de una utopía de pacotilla, en enterrador del intelecto y, persuadido de hacer un trabajo útil, prostituye el «estupidizaos» , divisa trágica de un solitario.
Iconoclasta despechado, de vuelta de la paradoja y de la provocación, en busca de la impersonalidad y de la rutina, semi prosternado, maduro para el tópico, abdica de su singularidad y se une de nuevo a la turba. Ya no tiene nada que derribar, más que a sí mismo: último ídolo para combatir... Sus propios restos le atraen. Mientras los contempla, modela la figura de nuevos dioses o yergue de nuevo los antiguos, bautizándolos con un nuevo nombre. A falta de poder mantener todavía la dignidad de ser difícil, cada vez menos inclinado a sopesar las verdades, se contenta con las que se le ofrecen. Subproducto de su yo, va demoledor reblandecido a reptar ante los altares o lo que ocupe su lugar. En el templo o en el mitin, su sitio está donde se canta, donde se tapa la voz, ya no se oye. ¿Parodia de creencia? Poco le importa, ya que él tampoco aspira a nada más que a desistir de sí mismo. ¡Su filosofía desemboca en un estribillo, su orgullo se hunde en un Hosanna!
Seamos justos: en el punto en que están las cosas ¿qué otra cosa podría hacer? El encanto y la Originalidad de Europa residen en la acuidad de su espíritu crítico, en su escepticismo militante, agresivo; este escepticismo ha concluido su época. De este modo el intelectual, frustrado de sus dudas, se busca las compensaciones del dogma. Llegado a los confines del análisis, aterrado de la nada que allí descubre, vuelve sobre sus pasos e intenta agarrarse a la primera certidumbre que pasa; pero le falta ingenuidad para adherirse a ella plenamente; a partir de entonces, fanático sin convicciones, ya no es más que un ideólogo, un pensador híbrido, como se encuentran en todos los períodos de transición. Participando de dos estilos diferentes es, por la forma de su inteligencia, tributario de lo que desaparece, y, por las ideas que defiende, de lo que se perfila. A fin de comprenderle mejor, imaginémonos un San Agustín convertido a medias, flotando y zigzagueando, y que no hubiera tomado del cristianismo más que el odio al mundo antiguo. ¿Acaso no estamos en una época simétrica de la que vio nacer La Ciudad de Dios? Difícilmente puede concebirse libro más actual. Hoy como entonces, los espíritus necesitan una verdad sencilla, una respuesta que los libre de sus interrogantes, un evangelio, una tumba.
Los momentos de refinamiento recelan un principio de muerte: nada más frágil que la sutileza. El abuso de ella lleva a los catecismos, conclusión de los juegos dialécticos, debilitamiento de un intelecto al que el instinto ya no asiste. La filosofía antigua, enmarañada en sus escrúpulos, había pese a ella misma abierto el camino a los simplismos barriobajeros; las sectas religiosas proliferaban; a las escuelas sucedieron los cultos. Una derrota análoga nos amenaza: ya hacen estragos las ideologías, mitologías degradadas que van a reducirnos, a anularnos. El fasto de nuestras contradicciones no nos será posible mantenerlo ya largo tiempo. Son numerosos los que se disponen a venerar cualquier ídolo y a servir a cualquier verdad, siempre que una y otra les sean infligidas y que no deban aportar el esfuerzo de elegir su vergüenza o su desastre.
Sea cual sea el mundo futuro, los occidentales desempeñarán en él el papel de los graeculi en el imperio romano. Buscados y despreciados por el nuevo conquistador, no tendrán, para imponerse a él, más que los malabarismos de su inteligencia y el maquillaje de su pasado. Ya se distinguen en el arte de sobrevivir. Síntomas de acabamiento por doquiera: Alemania ha dado su medida en la música: ¿cómo creer que descollará en ella todavía? Ha gastado los recursos de su profundidad, como Francia los de su elegancia. Una y otra y, con ellas, toda esa parte del mundo están en quiebra, la más prestigiosa desde la antigüedad. Vendrá después la liquidación: perspectiva no desdeñable, respiro cuya duración no se deja evaluar fácilmente, período de facilidad en el que cada uno, ante la liberación finalmente llegada, estará feliz de tener tras de sí las torturas de la esperanza y de la espera.

En medio de sus perplejidades y sus apatías, Europa guarda, sin embargo, una convicción, sólo una, de la que por nada del mundo consentiría separarse la de tener un porvenir de víctima, de sacrificada. Firme e intratable por una vez, se cree perdida, quiere estarlo y lo está. Por otra parte ¿acaso no le han enseñado desde hace mucho que nuevas razas vendrían a reducirla y humillarla? En el momento en que parecía en pleno auge, en el siglo XVIII, el abate Galiani constataba ya que estaba en su declive y se lo anunciaba. Rousseau, por su parte, vaticinaba: «Los tártaros se convertirán en nuestros amos: esta revolución me parece infalible». Decía la verdad. Por lo que respecta al siglo siguiente, es conocida la célebre frase de Napoleón sobre los cosacos y las angustias proféticas de Tocqueville, de Michelet o de Renán. Estos presentimientos han tomado cuerpo, estas intuiciones pertenecen ahora a las pertenencias de lo vulgar. No se abdica de un día para otro: es precisa una atmósfera de retroceso cuidadosamente fomentada, una leyenda de derrota. Esta atmósfera está creada, como la leyenda. Y lo mismo que los precolombinos, preparados y resignados a sufrir la invasión de los conquistadores lejanos, debían resquebrajarse cuando estos llegaron, igualmente los occidentales, demasiado instruidos, demasiado penetrados de su servidumbre futura, no emprenderán, sin duda, nada para conjurarla. No tendrían, por otra parte, ni los medios ni el deseo, ni la audacia. Los cruzados, convertidos en jardineros, se han desvanecido de esa posteridad casera en la que ya no queda ninguna huella de nomadismo. Pero la historia es nostálgica del espacio y horror del hogar, sueño vagabundo y necesidad de morir lejos..., por la historia es precisamente lo que ya no vemos en torno nuestro.
Existe una saciedad que instiga al descubrimiento, a la invención de mitos, mentiras instigadoras dc acciones: es ardor insatisfecho, entusiasmo mórbido que se transforma en sano en cuanto se fija en un objetivo existe otra que disociando al espíritu de sus poderes y a la vida de sus resurtes, empobrece y reseca. Hipóstasis caricaturesca del hastío, deshace los mitos o falsea su empleo. Una enfermedad, en resumen. Quien quiera conocer sus síntomas y su gravedad, se equivocaría en ir a buscarlos lejos: que se observe a sí mismo, que descubra hasta qué punto de Oeste le ha marcado ...

Si la fuerza es contagiosa, la debilidad no lo es menos: tiene sus atractivos; no es fácil resistírsele. Cuando los débiles son legión, os encantan os aplastan: ¿cómo luchar contra un continente de abúlicos? Dado que el mal de la voluntad es además agradable, uno se entrega a él gustoso. Nada más dulce que arrastrarse al margen de los acontecimientos; y nada más razonable. Pero sin una fuerte dosis de demencia, no hay iniciativa alguna, ni empresa, ni gesto. La razón: herrumbre de nuestra vitalidad. Es el loco que hay en nosotros el que nos obliga a la aventura; si nos abandona, estamos perdidos: todo de ende de él, incluso nuestra vida vegetativa; es él quien nos invita a respirar, quien nos fuerza a ello, y es también él quien empuja a la sangre a pasearse por nuestras venas. ¡Si se retira, nos quedamos solos! No se puede ser normal y vivo a la vez. Si me mantengo en posición vertical y me dispongo a ocupar el instante venidero, si, en suma, concibo un futuro, es a causa de un afortunado desarreglo de mi espíritu. Subsisto y actúo en la medida en que desvarío, en que llevo a bien mis divagaciones. En cuanto me vuelvo sensato, todo me intimida: me deslizo hacia la ausencia, hacia manantiales que no se dignan afluir, hacia esa postración que la vida debió conocer antes de concebir el movimiento, accedo a fuerza de cobardía al fondo de las cosas, completamente arrinconado hacia un abismo en el que nada puedo hacer, ya que me aísla del futuro. Un individuo, tal como un pueblo o un continente, se extingue cuando le repugnan los designios y los actos irreflexivos, cuando, en lugar de arriesgarse, y precipitarse hacia el ser, se refugia en él, retrocede a él: ¡metafísica de la regresión, del más acá, retroceso hacia lo primordial! En su terrible ponderación, Europa se rechaza a sí misma, el recuerdo de sus impertinencias y sus bravatas, y hasta esa pasión de lo inevitable último honor de la derrota. Refractaria a toda forma de exceso, a toda forma de vida, deliberará siempre, incluso después de haber dejado de existir: ¿acaso no hace ya el efecto de un conciliábulo de espectros?
Recuerdo a un pobre diablo que, todavía acostado a una hora avanzada de la mañana, se dirigía a si mismo, en un tono imperativo: «¡Quiere! ¡Quiere!». La comedia se repetía todos los días: se imponía una tarea que no podía cumplir. Por lo menos, actuando contra el fantasma que era, despreciaba las delicias de su letargia. No podría decirse otro tanto de Europa: habiendo descubierto, en el límite de sus esfuerzos, el reino del no querer, se llena de júbilo, porque ahora sabe que su pérdida encubre un principio de voluptuosidad y se propone aprovecharse de él. El abandono la embriaga y la colma. ¿Que el tiempo continúa fluyendo? Ella no se alarma; que se ocupen los otros; es asunto suyo: no adivinan qué alivio puede hallarse en arrellanarse en un presente que no conduce a ninguna parte ...
Vivir aquí es la muerte; en otra parte el suicidio. ¿A dónde ir? La única parte del planeta en que la existencia parecía tener alguna justificación ha sido alcanzada por la gangrena. Estos pueblos archicivilizados son nuestros proveedores de desesperación. Para desesperarse basta, en efecto, mirarles, observar los procesos de su espíritu y la indigencia de sus apetencias menguadas y casi apagadas. Después de haber pecado durante tan largo tiempo contra su origen y desdeñado al salvaje y la horda su punto de partida , forzoso le es constatar que ya no hay en ellos una sola gota de sangre una.
El historiador antiguo que decía de Roma que no podía soportar ni sus vicios ni los remedios para éstos, más que definir su época, anticipaba la nuestra. Grande era, sin duda, la fatiga del Imperio, pero, desordenada e inventiva, sabía todavía, como contrapartida, cultivar el Cinismo, el fasto y la ferocidad, mientras que la que ahora contemplamos no posee, en su rigurosa mediocridad, ninguno de los prestigios que ilusionan. Demasiado flagrante, demasiado cierta, evoca un mal cuyo ineluctable automatismo tranquilizase paradójicamente al paciente y al médico: agonía en la forma correcta y debida, exacta como un contrato, agonía estipulada, sin caprichos ni desgarramientos, a la medida de pueblos que, no contentos con haber rechazado los perjuicios que estimulan la vida, rechazan además el que la justifica y la funda: el prejuicio del porvenir.
¡Entrada colectiva en la vacuidad! Pero no nos engañemos: esta vacuidad, completamente diferente de la que el budismo califica de «sede de la verdad», no es ni realizamiento ni liberación, ni positividad expresada en términos negativos, ni tampoco esfuerzo de meditación, voluntad de despojamiento y de desnudez, conquista de salvación, sino deslizamiento sin nobleza y sin pasión. Originada por una metafísica anémica, no sabría ser la recompensa de una investigación o el coronamiento de una inquietud. El Oriente avanza hacia la suya florece en ella y triunfa, mientras que nosotros nos enfangamos en la nuestra y perdemos, en ella, nuestros últimos recursos. Decididamente, todo se degrada y se corrompe en nuestras conciencias: incluso el vacío es en ellas impuro.

Tantas conquistas, adquisiciones, ideas, ¿dónde se perpetuarán? ¿En Rusia? ¿En América del Norte? Una y otra han sacado ya las consecuencias de lo peor de Europa... ¿América Latina? ¿África del Sur? ¿Australia? Parece que es por este lado por donde debe esperarse el relevo. Relevo caricaturesco.
El futuro pertenece a las barriadas periféricas del globo.

Si, en el orden del espíritu, queremos ponderar los éxitos desde el Renacimiento hasta nosotros, los de la filosofía no nos entretendrán, pues la filosofía occidental en nada prevalece sobre la griega, la hindú o la china. Todo lo más vale tanto como ellas en algunos puntos. Como no representa mas que una variedad del esfuerzo filosófico en general podría uno en rigor, pasarse sin ella y oponerle las meditaciones de un Sankara, de un Lao tsé, de un Platón. No sucede lo mismo con la música, esa gran excusa del mundo moderno, fenómeno sin paralelo en ninguna otra tradición: ¿dónde encontrar en otra parte el equivalente de un Monteverdi, de un Bach, de un Mozart? Gracias a ella, Occidente revela su fisonomía y alcanza su profundidad. Si bien no ha creado ni una sabiduría ni una metafísica que le fueran absolutamente propias, ni siquiera una poesía de la que pueda decirse que es incomparable, ha proyectado como contrapartida, en sus producciones musicales, toda su fuerza de originalidad, su sutileza, su misterio y su capacidad de lo inefable. Ha podido amar la razón hasta la perversidad; su verdadero genio fue, sin embargo, un genio afectivo. ¿El mal que más le honra? La hipertrofia del alma.
Sin la música no hubiera producido más que un estilo vulgar de civilización, previsto... Cuando presente su balance, sólo ella testimoniará que no se ha derrochado en vano, que había verdaderamente algo que perder.

A veces, le sucede al hombre el escaparse de las persecuciones del deseo, de la tiranía del instinto de conservación. Halagado por la perspectiva de decaer, zapa su voluntad, se ejerce en la apatía, se yergue contra sí mismo y llama en su auxilio a su genio malo. Atareado, presa de mil actividades que lo dañan, descubre un dinamismo cuyo atractivo no había sospechado, el dinamismo de la descomposición. Se siente muy orgulloso: por fin va a poder renovarse a sus expensas.
En lo más íntimo de los individuos, como de las colectividades, habita una energía destructora que les permite desplomarse con cierto brío: ¡exaltación ácida, euforia del aniquilamiento! Entregándose a él, esperan, sin duda, curarse de esa enfermedad que es la conciencia. De hecho, todo estado consciente nos desazona, nos extenúa, conspira en nuestro desgaste; cuanto más dominio adquiere sobre nosotros, más nos gustaría reintegrarnos a la noche que precedía nuestras vigilias, hundirnos en la modorra que precedía a las maquinaciones, al atentado del Yo. Aspiración de espíritus exhaustos y que explica por qué, en ciertas épocas, el individuo, exasperado de tropezar siempre consigo mismo, de remachar su diferencia, se vuelve hacia esos tiempos en los que, unido con el mundo, no había abandonado todavía a los restantes seres ni degenerado en hombre. Avidez y horror de la conciencia, la historia traduce juntamente el deseo de un animal lisiado de cumplir su vocación y el temor de lograrlo. Temor justificado: ¡qué desgracia le espera al final de su aventura! ¿Acaso no vivimos en uno de esos momentos en los que, sobre un espacio dado, nos hace asistir a su última metamorfosis?

Cuando paso revista a los méritos de Europa, me enternezco con ella y me reprocho hablar mal de ella; si, por el contrario, enumero sus desfallecimientos, la rabia me estremece. Me gustaría entonces que se dislocase lo antes posible y que su recuerdo desapareciese. Pero, otras veces, evocando sus títulos y sus vergüenzas, no sé de qué lado inclinarme: la amo con pesar, la amo con ferocidad, y no le perdono haberme forzado a sentimientos entre los que no me está permitido elegir. ¡Si al menos pudiera contemplar con indiferencia la delicadeza, los prestigios de sus llagas! Como un juego, he aspirado a hundirme con ella y he sido atrapado por el juego. Ningún esfuerzo me parece demasiado grande para apropiarme esa gracia que fue suya y de la que aún conserva algunos vestigios, para revivirla, para perpetuar su secreto.
¡Vano intento! Un hombre de las cavernas embarazado por los encajes...

El espíritu es un vampiro. ¿Que ataca a una civilización? La deja postrada, deshecha, sin aliento, sin el equivalente espiritual de la sangre, la despoja de su sustancia, así como de ese impulso que la arrastraba a actos y escándalos de envergadura. Comprometida en un proceso de deterioro del que nada la distrae, nos ofrece la imagen de nuestros peligros y la mueca de nuestro futuro: es nuestro vacío, es nosotros; y encontramos en ella nuestras insuficiencias y nuestros vicios, nuestra voluntad insegura y nuestros instintos pulverizados. ¡El miedo que nos inspira es miedo de nosotros mismos! Y si, al igual que ella, yacemos postrados, deshechos, sin aliento, es porque hemos conocido y sufrido, nosotros también, el vampirismo del espíritu.

Aunque nunca hubiera adivinado lo irreparable, una ojeada sobre Europa hubiera bastado para darme su escalofrío. Preservándome de lo vago, justifica, atiza y halaga mis terrores, y cumple para mí la función asignada al cadáver en la meditación del monje.
En su lecho de muerte, Felipe II hizo venir a su hijo y le dijo: «He aquí dónde acaba todo, incluso la monarquía.» En la cabecera de esta Europa, no se qué voz me advierte: «He aquí dónde acaba todo, incluso la civilización».

¿De qué sirve polemizar con la nada? Ya es hora de serenarnos, de triunfar sobre la fascinación de lo peor. No todo está perdido: quedan los bárbaros. ¿De dónde surgirán? No importa. Por el momento, bástenos saber que su arrancada no se hará esperar, que mientras se preparan para festejar nuestra ruina meditan sobre los medios para volver a erguirnos, para poner punto final a nuestros raciocinios y a nuestras frases. Al humillarnos, al pisotearnos, nos prestarán la suficiente energía para ayudarnos a morir o a renacer. Que vengan a azotar nuestra palidez, a revigorizar nuestras sombras que nos traigan de nuevo la savia que nos ha abandonado. Marchitos, exangües, no podemos reaccionar contra la fatalidad: los agonizantes no se agremian ni se amotinan. ¿Cómo contar, pues, con el despertar, con las cóleras de Europa? Su suerte, y hasta sus rebeliones, se decretan en otra parte. Cansada de durar, de dialogar consigo misma, es un vacío hacia el que se movilizarán pronto las estepas... otro vacío, un vacío nuevo.

CULMINACION DEL DOLOR por CHARLES BUKOWSKI


oigo incluso como ríen
las montañas
arriba y abajo de sus azules laderas
y abajo en el agua
los peces lloran
y toda el agua
son sus lágrimas.
oigo el agua
las noches que consumo bebiendo
y la tristeza se hace tan grande
que la oigo en mi reloj
se vuelve perillas en la cómoda,
se vuelve papel sobre el suelo,
se vuelve calzador,
ticket de la lavandería,
se vuelve humo de cigarrillo
escalando un templo de oscuras enredaderas...
poco importa
poco amor
o poca vida
no es tan malo.
lo que cuenta
es observar las paredes
yo nací para eso.
nací para robar rosas de las avenidas de la muerte
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