martes, noviembre 29, 2011

SOBRE EL PROLETARIADO LITERARIO por CESAR VALLEJO



París, marzo de 1928


MIENTRAS EN la Cámara de Diputados se discute
la ley de los seguros sociales, un periódico de París
ha formulado la siguiente pregunta, relativa al
estatuto económico del escritor contemporáneo:
"¿Los escritores viven actualmente de su pluma?"
Pregunta demasiado generosa para los interesados
y harto escabrosa para la sociedad en que éstos
viven. Porque todos estamos convencidos de que,
hoy como ayer, raro es el escritor que vive de su
pluma. Raro es el gran escritor, el auténtico, el de
primer calibre, que come y bebe del precio de su
creación. Existe y existirá, hasta nueva orden, la
corona de espinas para todo frontal sobresaliente
y la esponja amarga para toda laringe irregular.
La filosofía marxista interpretada y aplicada por
Lenin, tiende una mano alimenticia al escritor,
mientras con la otra tarja y corrige según las con-
veniencias políticas, toda la producción intelectual.
Al menos, éste es el resultado práctico de Rusia.
El creador sólo opera golpeando y la sociedad
no cotiza los golpes que recibe. Es fuerza, pues,
que a una verdad de tres filos, clavada por un crea-
dor entre los hombres, respondan éstos con una
inmensa secreción de hiél. Sólo cuando la verdad
carece de filos (que las hay así) o cuando se trata
de un filo sin luz, sustituye a la pedrada contra el
genio, la ración comestible para los mediocres.
Juan Gris, uno de los más austeros maestros
del cubismo, me decía, pocos días antes de su muer-
te: "Si yo no hago pintura cotizable en cualquier
plaza, no es porque yo no quiera, sino porque no
puedo". El propio Baudelaire se propuso hacer pe-
queños poemas en prosa para ganarse con ellos la
vida y pereció de hambre. En cambio, Lesage quiso
un día comer de su pluma y, componiendo piezas
teatrales para escenas foráneas, ganó mucho di-
nero. Ejemplos son éstos que nos enseñan a dis-
tinguir al artista puro por naturaleza, de cuya vo-
luntad no depende mantenerse incorruptible, del
artista cuya pureza depende de su voluntad y con-
veniencias. Esta última pureza, intermitente y
convencional, no pasa de una chifladura adoles-
cente o de un resorte manuable de arribismo.
En la conciencia general está el hecho de que
casi la totalidad de los escritores franceses de hoy
participan de esa dócil pureza a que nos referimos.
Tarde o temprano han bajado de la cruz y se han
sentado a la mesa de Heliogábalo.
Se sabe que, antes de ser traducidos a todos
los idiomas del mundo, han sido puros y se han
muerto de hambre muchos días. La mayoría, de
ver que la literatura pura y noble como ellos la
ejercían entonces, no da para la cocina, han prefe-
rido ejercer, por la necesidad, un segundo oficio.
Georges Duhamel ejercía la medicina; Jean Girau-
doux trabajaba en el Quai d'Orsay; Panait Istrati
era fotógrafo ambulante; Jules Romains enseñaba
filosofía en Lille; Paul Valéry era empleado de una
agencia comercial de informaciones; Charles Vil-
drac dirigía una galería de pintura en Bordeaux;
Pierre Benoit era dentista; Henri Béraund era pa-
nadero; Pierre Mac Orlan era pintor de brocha
gorda; Joseph Delteil llevaba la contaduría de un
restaurante en su pueblo; Tristán Deréme era co-
brador de contribuciones en Picardía; Cocteau era
corredor de vinos..., etcétera, etcétera.
Pero la literatura, al fin y al cabo, se hizo
para ellos más dúctil y ha acabado por hacerlos
ricos, y hasta banqueros. Cocteau es ahora due-
ño de un banco en París.
Sin embargo, la tradición baudelariana sigue
perpetuándose, no ya sólo entre los pintores, co-
mo Gris, sino entre los mismos escritores. Pierre
Reverdy, que con Apollinaire enseñó a escribir de
nuevo a los poetas d'après-guerre, se gana la vida
corrigiendo pruebas en la redacción de L'lntran.
El miserable salario apenas le permite habitar
una humilde buhardilla en Montmartre, como un
pobre amanuense distrital. Un artista puro. Un
héroe, acaso más noble y trascendental que tantos
aviadores ápteros. Reverdy querría de buena gana
comer mejor; pero a diferencia de sus contem-
poráneos, no puede hacer poemas comestibles.
Sin duda, hay todavía quienes son impoten-
tes para caer, como hay quienes son impotentes
para subir.

Mundial, N° 409, Lima, 13 de abril de 1928.

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