domingo, noviembre 06, 2011

CERO por RODRIGO RAMOS BAÑADOS



Intentaremos reducir la cifra a cero señor Presidente, respondió Figueroa lanzando todo su cuerpo sobre el sofá gris en señal de cansancio, pero esa mezcla entre fe y sumisión que todavía le cliqueaba lo rebotó contra la esponja y regresó a la mesa como mono porfiado. Figueroa, que nunca se había considerado un pelotudo aunque todo el país dijera lo contrario, entendió -aunque no quisiera- que no quedaba oportunidad, pero de igual modo había que seguir con propuestas inútiles para anestesiar el tiempo. Por esto, Figueroa con su pera apoyada en sus puños esperó la señal del Presidente para continuar con la macroeconomía.

El Presidente se ubicó frente a una ventana donde en otros días era posible ver la plazoleta de las estatuas de sus antecesores. Ahora, en cambio, el vidrio estaba empañado por el efecto de los vapores que habían desprendido los cuerpos al hablar. Con un pañuelo desechable el Presidente intentó hacer un círculo en el vidrio. Su ojo sólo vio destellos de luces y algo de la multitud. Era más fácil escuchar los insultos. Bajo la nube de gases químicos se habían acumulado dos meses de crisis y si no caía del cielo la solución ahora, rápido, llegaría el peor panorama, dijo

Había dicho seguro el Presidente cuando comenzó la reunión.

El Presidente regresó a la mesa y como entregándole un naipe, le acercó su Iphone a Figueroa – No se sienta ofendido ministro, pero qué le parece esto-.
Ciertas imágenes punzaron a Figueroa.
-Entiendo que es broma- respondió Figueroa armando de cuajo lo que quedaba de la película en su cabeza.

-No es una broma ministro. Hacia allá vamos –afirmó con efusividad el Presidente pensando que Figueroa era su perro.

Figueroa miró a los generales como buscándole algún gesto, pero nada. Los tres tipos parecían estatuas, inmóviles y duros. No recaería en ellos el escarnio de la historia pues después de todo eran militares, si no que en él: el padre, el esposo, el hijo y otro montón de cosas puntuables para los de su clase que lo condujeron a esa mesa, asunto que era un logro y un orgullo. Sin embargo cuando finalizara la película que propuso el Presidente quedaría solo junto a éste; solos, pero el Presidente podría alegar desconocimiento y hasta demencia senil.

-Créame, es la mejor salida– la voz del Presidente le pareció asquerosa y lo que éste le dijo después le sonó a terrible falsa resignación- pero así están dadas las cosas lamentablemente. Lamentablemente le pareció eterno a Figueroa.

Pero no lo tome como una amenaza, no ministro, no. Adóptelo como un incentivo a su labor. De seguro pasará a la historia como quien le regresó la cordura a este hermoso país y quizás en un tiempo, quien sabe, esté sentado en mi lugar decidiendo que es lo mejor para nuestros compatriotas. Es una tarea difícil, pero del todo hermosa ministro. Usted es joven. Piense en sus hijos y su familia. Piense en los hijos de sus hijos, en la historia. Piense en el país –Figueroa se rascaba el cuello-. Nosotros nacimos para estar acá. Somos la cabeza. Somos quienes debemos tomar las decisiones por los nuestros aunque parezcan duras. Usted sabe cómo se maneja la hacienda ministro. Figueroa –el Presidente guardó silencio, lo miró fijo y continuó-, el país es como criar un hijo. Uno lo toma en pañales, lo ve crecer y también, claro está, debe disciplinarlo, enderezarlo, alejarlo de las malas juntas de lo contrario nuestro amado hijo se puede ir por mal camino como ahora. Escuche Figueroa. Escuche como nos putean ¿Usted es un hijo de puta? ¿Yo? Se perdió el respeto por las instituciones del país.

-Usted dio la orden- afirmó con entusiasmo el Presidente. Usted dio la orden, repitió más calmado con su sombra aplastando la humanidad de Figueroa. El resto aplaudió para oírse.

Era de noche y no había luz en gran parte de la ciudad. A varias cuadras de ahí, un hombre pequeño con traje de oficinista se desangraba en el asfalto después de los disparos de los guardias de un supermercado. Parecía condenado a la muerte. Había barricadas alrededor que impedirían el acceso de la ambulancia, pero la ambulancia no había salido de la posta por carencia de bencina. Su conductor, además, tenía otros 20 pedidos más urgentes y en consecuencia: mientras cargaba el estanque con conchos, negociaba por teléfono. Una turba corría por las calles del centro escapando de la nube lacrimógena y de la policía que actuaban sin órdenes ni precisión. De los edificios le disparaban a la policía. Un helicóptero, en tanto, le disparaban a los edificios.

Los F-16 ya habían despegado.

-Vamos Figueroa, quiero escucharlo- dijo el hombre.
Figueroa, cuyo apellido se leía en las paredes en compañía de insultos y dibujos obscenos, sin despegarle la vista a la corbata del Presidente comenzó a repetir calmadamente el mes y las cifras a favor y en contra. El país parecía ir creciendo por las cifras, pero a la vez iba decreciendo por las razones que explicaba Figueroa con la calculadora en mano.

El Presidente lo detuvo en mayo con su sonrisa plastificada -la de siempre cuando le molestaba algo-, y dijo que quienes estaban ahí no eran periodistas ni quería interiorizarse de porquerías macroeconómicas, así que fuera claro, concreto y sincero pues en estas ocasiones y mesas de trabajo todos se sinceraban –Figueroa nuevamente repasó con la vista a los generales-, y le pidió respeto, previo por favor, hacia los presentes quienes durante la reunión, recalcó el Presidente, ni siquiera habían puesto atención a sus celulares ni habían llamado a sus familias. Después el Presidente carraspeó, se ajustó por enésima vez el grueso nudo de la corbata más por nervio que comodidad y movió la cabeza.

-Lo espero ministro- afirmó el Presiente con las manos empuñadas.
El mayordomo abrió la puerta con un puntapié, los miró a todos con odio acumulado y les sirvió lo que quedaba de café. Antes de irse, les sacó una foto para asegurarse después con algo de plata.

-Figueroa usted es ingenuo o un imbécil- afirmó enrojecido el Presidente y como no logró respuesta pues ya no quedaban, retornó a la ventana a ver si esta vez podía mirar lo que venía.

Figueroa, sordo, blindado, continuó recitando cifras: año por año, mes por mes, día por día; comparando números, interpretando sobre la mesa hasta que en fracción de segundos quedó bajo ésta junto al ahora Dictador y los generales. Luego del estallido, vino el silencio. Afuera no quedó nadie.

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