miércoles, octubre 12, 2011

EN BUSCA DEL YAGÉ (1953) por WILLIAM BURROUGHS



Hotel Colón, Panamá, 15 de enero de 1953




Querido Allen:
Me quedé aquí para hacerme sacar las almorranas. Calculé que no
convenía ir a meterse entre los indios con almorranas.
Bill Gains estuvo aquí y ha agotado la tintura paregórica en toda la
República de Panamá, desde Las Palmas hasta David. Antes de Gains, Panamá
era una ciudad paregórica. En cualquier farmacia se podían comprar cuatro
onzas. Ahora los boticarios no quieren saber nada y la Cámara de Diputados
estuvo a punto de dictar una Ley Gains especial, pero él tiró la esponja y
regresó a México. Yo estaba dejando el opio y Gains no hacía sino fastidiar
con aquello de para qué engañarme, opiómano una vez, opiómano siempre.
Que si dejaba el opio me convertiría en un borracho miserable o me volvería
loco tomando cocaína.
Una noche me emborraché y compré paregórico y él no hacía sino
repetir y repetir: "Yo sabía que volverías al paregórico. Lo sabía. Serás un
opiómano toda la vida" y me miraba con una sonrisita de gato. Para él, el opio
es una causa.
Fui al hospital enfermo por el opio y pasé cuatro días allí. No me
daban sino tres inyecciones de morfina y no podía dormir a causa del dolor, el
calor y la falta de opio, y además de eso en el mismo cuarto estaba conmigo
un caso de hernia, un panameño, y los amigos venían y se quedaban todo el
día y la mitad de la noche uno de ellos se quedó realmente hasta medianoche.
Recuerdo haber pasado en el corredor a1 lado de unas
norteamericanas con aire de esposas de oficiales. Una decía: "No sé por qué,
pero me es imposible comer cosas dulces". "Tiene diabetes, señora", dije. Se
volvieron rápidamente y me miraron indignadas.
Después que me dieron de alta en el hospital, pasé por la Embajada.
Frente a ella hay un terreno baldío con árboles y maleza donde los muchachos
se desvisten para nadar en las aguas sucias de la residencia acuática de una
pequeña y venenosa serpiente marina. Olor a excrementos, agua de mar y
lujuria de jóvenes machos. No había carta alguna. Hice otro alto en el camino
para comprar dos onzas de paregórico. El mismo Panamá de siempre. Putas,
putos y rufianes.
"¿Quiere linda chica?"
"¿Baile de señora desnuda?"
"¿Quiere ver como monto a mi hermana?
" No es de extrañar que los alimentos sean tan caros". Nadie quiere
quedarse en el campo. Todos quieren venir a la gran ciudad y ser rufianes.
Yo tenía el artículo de una revista que hablaba de una taberna, en las
afueras de la ciudad de Panamá, llamada "Blue Goose". "Es éste un local
donde todo puede ocurrir. Los vendedores de drogas están al acecho en el
baño de hombres con una hipodérmica cargada y lista para clavarla. Hay veces
que surgen de alguno de los retretes y se la clavan a uno en el brazo sin
esperar a que diga algo. Los homosexuales están en su gloria."
El "Blue Goose" tiene el aspecto de una de esas tabernas de los
caminos en la época de la prohibición. Un edificio bajo y largo, venido a
menos y cubierto de enredaderas. Se oía croar las ranas en el bosque y en los
pantanos que lo rodeaban. Afuera había unos pocos coches y adentro una débil
luz azulada. Me acordé de una taberna en las afueras, durante la época de la
prohibición, en mi adolescencia, y del sabor del gin en un verano del Medio
Oriente. (¡Oh, Dios mío! Y la luna de agosto en un cielo violeta y la pija de
Billy Bradshinkel. ¿Cómo puede uno ensuciarse tanto?)
Inmediatamente, dos Putas viejas se sentaron a mi mesa sin ser
invitadas y pidieron bebidas. La vuelta costaba seis dólares con noventa. La
única cosa que acechaba en el baño de hombres era el encargado de los
lavatorios, insolente y pedigüeño. Debo añadir que en Panamá, lejos de correr
la gran juerga, nunca he conseguido un muchacho. Siempre me pregunto
cómo será un chico panameño. Probablemente un castrado. Al decir que todo
puede ocurrir, se refieren al local y no a los clientes.
Me encontré por casualidad con mi viejo amigo Jones, el chofer de
taxi, y le compré un poco de C, que estaba lindamente falsificada. Casi me
ahogué tratando de aspirar lo bastante de esa porquería como para levantarme.
Eso es Panamá. No me sorprendería nada que adulterasen a las Putas con
esponjas de goma.
Los panameños deben ser los individuos más piojosos del hemisferio
—aunque tengo entendido que los venezolanos entran en la competencia— y
jamás encontré un grupo de ciudadanos que me deprima tanto como el de los
empleados públicos de la Zona del Canal. Es imposible entrar en contacto con
un funcionario a nivel de la intuición y la comprensión. Simplemente, carecen
de aparato receptor y emiten tanto como una batería muerta. Debe de haber
ondas cerebrales de una baja frecuencia especial, propias de los empleados
gubernamentales.
Los hombres de las fuerzas armadas no parecen jóvenes. No tienen
entusiasmo ni conversación.
En realidad rehuyen la compañía de civiles. El único elemento con el
cual estoy en contacto en Panamá es el de abajo, y todos son unos vivillos.



Cariños


Bill





P.S. Billy Bradshinkel llegó a fastidiarme tanto que finalmente tuve
que matarlo:
La primera vez fue en mi Ford A, después del Baile de los Graduados, en
primavera. Billy tenía los pantalones bajos, a la altura de los tobillos, y
conservaba puesta la camisa del smocking, y todo el asiento del coche estaba
lleno de semen. Después me encontró sosteniéndole por el brazo mientras él
vomitaba a la luz de los faros del coche, con su aire juvenil y petulante, los
rubios cabellos desordenados por el tibio viento de primavera. Luego
volvimos al coche, apagamos las luces y yo dije: "Vamos de nuevo".
Y él dijo: "No, no deberíamos".
Y yo dije: "¿Por qué no?", y para ese entonces él estaba ya excitado, de modo
que lo hicimos de nuevo, y yo pasé las manos sobre su espalda por debajo de
la camisa del smocking y lo apreté contra mí y sentí la larga pelusa de bebé de
sus mejillas suaves contra la mía y él se durmió allí y estaba empezando a
aclarar cuando volvimos a casa.
Después de ésa, lo hicimos varias veces más en el coche, y una vez
que su familia estaba ausente nos quitamos toda la ropa y luego lo estuve
mirando dormir como un bebé con la boca entreabierta.
Ese verano Billy tuvo tifoidea y yo iba a verlo todos los días y su
madre me servía limonada y una vez su padre me sirvió una botella de cerveza
y me convidó con un cigarrillo. Cuando Billy mejoró solíamos ir con el coche
al Lago Creve Coeur, alquilábamos un bote y nos íbamos a pescar y nos
acostábamos en el fondo del bote, abrazados, sin hacer nada. Un sábado
exploramos una vieja cantera y descubrimos una cueva y nos quitamos los
pantalones en la mohosa oscuridad.
Recuerdo que la última vez que vi a Billy fue en octubre de ese año.
Uno de esos días azules y brillantes que se dan en los Ozarks en otoño.
Habíamos salido al campo con el coche para cazar ardillas con mi escopeta del
22, y caminamos por el bosque de otoño sin descubrir nada que cazar y Billy
estaba silencioso y hosco; nos sentamos en un tronco y Billy se miraba los
zapatos hasta que por fin me dijo que no podría verme de nuevo (observa que
te estoy ahorrando las hojas muertas).
"Pero, ¿por qué Billy? ¿Por qué?
"Si tú no lo sabes yo no puedo explicártelo. Volvamos al coche."
Hicimos el viaje de regreso en silencio y cuando llegamos a su casa,
abrió la portezuela y bajó. Durante un segundo me miró como si fuese a
decirme algo, luego se volvió bruscamente y avanzó por el sendero de las lajas
hacia la casa. Yo me quedé allí sentado un minuto mirando la puerta cerrada.
Después, atontado, me fui a casa.
Una vez que el coche estuvo en el garage apoyé la cabeza en el
volante, y lloré restregando la mejilla contra los rayos de acero. Por último mi
madre gritó desde la ventana de arriba si pasaba algo y por qué no entraba a la
casa. Me sequé las lágrimas de la cara, entré y dije que me sentía mal y me fui
arriba a la cama. Mi madre me llevó un plato de torrijas a la cama pero yo no
podía comer y lloré toda la noche.
Después de eso, llamé varias veces por teléfono a Billy pero él
siempre colgaba al oír mi voz. Y le escribí una carta larga que nunca me
contestó. Tres meses más tarde cuando leí en el diario que había muerto en un
accidente de automóvil, mi madre dijo:
"Oh, ése es el hijo de los Bradshinkel. Antes solían ser ustedes muy amigos,
¿verdad?".
Yo respondí: "Sí, madre", sin sentir absolutamente nada. Y me conseguí un
barril de whisky falsificado. Otra rutina: Un hombre que fabrica recuerdos a
pedido. De la clase que se quiera y con la garantía de que uno creerá que las
cosas ocurrieron exactamente así... (A decir verdad, casi acabo de venderme a
mí mismo a Billy Bradshinkel). Algunas palabras del Duende del sueño
japonés que servirían como moraleja de un cuento:
"Apenas un viejo ropavejero que trueca sueños viejos por nuevos". Pero, ¡qué
diablos! Pásaselo a Truman Capote. Otro recuerdo pero legítimo. Todos los
domingos a la hora del almuerzo mi abuela desenterraba a su hermano, muerto
cincuenta años antes cuando al pasar la escopeta a través de una empalizada se
hizo volar los pulmones. "Siempre me acuerdo de mi hermano, tan lindo
muchacho. Detesto ver a los muchachos con escopetas."
De modo que todos los domingos, al almuerzo, ahí estaba el
muchacho tirado junto a la empalizada de madera y la sangre sobre la arcilla
roja y helada de Georgia, empapando el rastrojo de invierno.
Y la pobre señora Collins que aguardaba que sus cataratas
madurasen para que pudieran operarla. ¡Oh Dios ¡El almuerzo del domingo
en Cincinati!

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