viernes, octubre 07, 2011

EL SUICIDADO POR LA SOCIEDAD por ANTONIN ARTAUD



Me apasionó durante largo tiempo la pintura lineal pura, hasta que descubrí a Van Gogh. Enlugar de líneas y formas, él pintaba cosas de la naturaleza inerte que parecían movidas porconvulsiones. E inerte. Como bajo el espantoso ataque de ese impulso de inercia al que todos hacen alusión con medias palabras, y que jamás ha sido tan turbia como desde que la totalidad de la tierra y de la
vida actual se confabularon para aclararla. Pero son mazazos, verdaderos mazazos los que sin cesardispensa Van Gogh a todas las formas de la naturaleza y a los objetos.
Los paisajes cardados por el punzón de Van Gogh, exponen a la vista su carne hostil, el rencor desus entrañas reventadas, que, por lo demás, no se sabe qué insólita fuerza está metamorfoseando. Unaexposición de pinturas de Van Gogh siempre es un acontecimiento relevante en la historia, no en la historia de las cosas pintadas sino en la historia misma histórica.
Ya que no hay epidemia, terremoto, hambre, irrupción volcánica, guerra, que separen las nómadas de la atmósfera, que tuerzan el pescuezo a la torva cara de fama fatum, el destino neurótico de las cosas,como un cuadro de Van Gogh -expuesto a la luz del día, puesto directamente anta la vista, el oído, el aroma, el tacto, en las paredes de una exposición-, disparada por fin como novedosa en la actualidad cotidiana, puesta en circulación otra vez.
En el palacio de L'Orangerie durante la última exposición no se exhibieron todas las telas de mayor formato del desdichado pintor. Pero entre las que figuraban había suficientes desfiles dando vueltas, salpicados con penachos de plantas de carmín, senderos desiertos coronados por un tejo, soles azulinos
girando sobre parvas de trigo de oro puro, y también el "Tío Tranquilo", y autorretratos de Van Gogh, para no olvidar de qué sencillez elemental de objetos, elementos, personas, materiales, obtuvo Van Gogh esas calidades de acordes de órgano, esos fuegos de artificio, esos climas de epifanías, esa "Gran Obra", en fin, de una constante e intempestiva transformación.
Los cuervos pintados dos días antes de morir no le abrieron, más que sus otras pinturas, la puerta de cierta gloria póstuma, pero a la pintura pintada, o más precisamente a la naturaleza no pintada, le abren la puerta secreta de un más allá posible, de una constante realidad posible, a través de la puerta
abierta por Van Gogh hacia un misterioso y temerario más allá.
No es algo que suceda a menudo que un hombre, con la bala del fusil que lo mató en el vientre, pinte cuervos negros y una especie de llanura debajo de ellos, posiblemente lívida, vacía de todos modos, en la que la tonalidad de borra de vino de la tierra se contrasta furiosamente con el amarillo sucio del trigo.
Pero, aparte de Van Gogh, ningún otro pintor hubiera podido encontrar, para pintar sus cuervos, ese negro de trufa, ese negro de "banquete fastuoso" y al mismo tiempo excremencial, de las alas de los cuervos asustados por los fulgores declinantes del crepúsculo. ¿Y la tierra, allí, de qué se queja, bajo las
alas de los dichosos cuervos, dichosos sin duda sólo para Van Gogh, y ostentoso presagio, además, de un mal que ya no ha de incumbirle?
Ya que hasta entonces nadie como él había transformado la tierra en ese trapo mugriento
empapado en sangre y retorcido hasta extraer vino. En la tela hay un cielo muy bajo, aplanado, violáceo como los bordes del rayo. La inusitada franja tétrica del vacío se eleva en relámpago.
A escasos centímetros de la parte alta y como viniendo de la parte baja de la tela. Van Gogh soltó los cuervos como si soltara los microbios negros de su bazo de suicida, siguiendo la grieta negra del trazo donde el aletear de su suntuoso plumaje hace pesar la amenaza de una sofocación desde lo alto sobre los preparativos de la tormenta terrestre.
Sin embargo, toda la pintura es espléndida. Pintura espléndida, suntuosa y serena.
Acompañamiento digno para aquél que, mientras vivió, hizo girar tantos soles embriagados sobre tantas parvas resistentes al exilio y que, con una bala en el vientre, desesperado, no pudo dejar de ahogar con sangre y vino un paisaje, inundando la tierra con una última emulsión resplandeciente y tétrica a la vez, que tiene gusto a vinagre pasado y vino agrio. Por eso la tonalidad de la última pintura de Van Gogh, quien nunca sobrepasó los límites de la pintura, evoca la entonación bárbara y
abrupta del drama isabelino más tenebroso, apasionado y pasional.
Lo que más me asombra en Van Gogh, el pintor de todos los pintores, es que, sin escapar de lo que se llama y, es pintura, sin dejar de lado el tubo, el pincel, el encuadre del motivo y de la tela, sin apelar a la anécdota, a la narración, al drama, a la acción con imágenes, a la belleza propia del tema y
del objeto, logró infundir pasión a la naturaleza y a los objetos en tal grado que cualquier cuento fantástico de Edgar Allan Poe, de Herman Melville, de Nathaniel Hawthorne, de Gerard de Nerval, de Achim Von Arnim o de Hoffmann, no aventajan en nada, dentro del terreno psicológico y dramático, a sus telas de dos centavos, sus telas, por otro lado, casi todas de dimensiones sobrias, como respondiendo a un fin predeterminado.
Una vela sobre una silla, un sillón de paja verde trenzada, un libro sobre el sillón, y el drama se esclarece. ¿Quién está por llegar?
¿Tal vez Gauguin o algún fantasma?
Sobre el sillón de paja verde, la vela encendida pareciera delinear el límite luminoso que separa las dos individualidades antagónicas de Van Gogh y Gauguin.
El motivo estético de su controversia perdería interés si fuera relatado, pero resultaría útil para mostrar una básica escisión humana entre las personalidades de Van Gogh y Gauguin.
En mi opinión, Gauguin creía que le artista debía buscar el origen, el símbolo, elevar las cosas de la vida hasta la dimensión del mito, en tanto que Van Gogh creía que hay que partir del mito y deducir de él las cosas más pedestres de la vida, y en mi opinión, carajo que tenía razón.
Pues la realidad es sobradamente superior a cualquier relato, a cualquier fábula, a cualquier divinidad, a cualquier suprarrealidad.
Sólo se necesita el genio de saber interpretarla. Lo que ningún pintor había logrado, antes del pobre Van Gogh, lo que ningún pintor después de él volverá a hacer, pues creo que esta vez ahora mismo, hoy, en este mes de febrero de 1947, es la realidad misma, el mito de la pura realidad, la realidad mítica misma, la que está en camino de incluirse.
Es así que, después de Van Gogh, nadie ha sabido agitar el gran címbalo, el timbre suprahumano, eternamente suprahumano de acuerdo al orden rechazado que hace vibrar los objetos de la vida real, cuando se ha aprendido a afinar el oído lo necesario como para advertir la hinchazón de su macareo. De esta manera la luz de la vela se hace oír, la luz de la vela encendida sobre el sillón de paja verde se hace
oír como la respiración de un cuerpo apasionado frente al cuerpo de un enfermo dormido.
Resuena como una extraña crítica, un juicio concienzudo y asombroso, del cual es probable que Van Gogh, más adelante, nos permita presumir el fallo, mucho más adelante, el día en que la luz violeta del sillón de paja haya logrado teñir totalmente la tela. Y no es posible dejar de notar esa rajadura
de la luz lila que ciñe los travesaños del gran sillón torvo, del vetusto sillón esparrancado de paja verde, aunque no se lo advierta a la primera mirada. Ya que el foco está situado en otro ángulo, y su fuente es extrañamente sombría, como si fuese un secreto del cual sólo Van Gogh habría conservado la clave. No necesito acudir a la Gran Plañidera para que me revele de qué supremas obras maestras
se hubiera enriquecido la pintura si Van Gogh no hubiese muerto a los 37 años, ya que no puedo decidirme a creer que Van Gogh hubiese pintado un cuadro más, después de "Los cuervos".
Pienso que murió a los 37 años porque, ay, había llegado a la culminación de su luctuosa y penosa historia de oprimido por un espíritu maléfico. Pues Van Gogh no abandonó la vida por sí mismo, por efecto de su propia locura. Fue por la coacción, dos días antes de su muerte, de ese espíritu maléfico conocido como Dr. Gachet, psiquiatra profano, causa eficiente, directa y suficiente de esa muerte.
Después de leer las cartas de Van Gogh a su hermano, he llegado a la franca y segura certeza de que el doctor Gachet, "psiquiatra", aborrecía, en verdad, a Van Gogh, pintor, y que lo aborrecía como pintor, pero sobre todo como genio. Es inútil intentar ser a la vez médico y hombre honrado, pero es humillantemente imposible ser psiquiatra sin estar a la vez marcado a fuego por la más incuestionable insania: la de no poder oponerse a ese antiguo reflejo atávico de la turba que hace que cualquier hombre de ciencia, atrapado en la turba, se convierta en una especie de enemigo nato e innato de todo genio.
El origen de la medicina es el mal, si es que no se ha originado de la enfermedad, y por tanto, ha causado y creado toda la enfermedad para procurarse una razón de ser; pero la psiquiatría ha tenido como origen la turba plebeya de los seres que han querido preservar el mal en la fuente de la enfermedad, y que han extirpado así de su propia nada una especie de guardia suizo para arrancar de raíz el impulso de rebelión reivindicatorio que está en el germen de todo genio. Hay en el alienado un genio incomprendido que resguarda en su mente una idea que causa pavor, y que sólo el
delirio le permite encontrar una salida a las opresiones que la vida le depara. El doctor Gachet no le decía a Van Gogh que estaba allí para modificar su pintura (como le oí decir al doctor Gastón Perdiere, médico jefe del asilo de Rodez, que estaba allí para modificar mi poesía), pero lo mandaba a pintar del natural, a sumergirse en un paisaje para evitarle el tormento de pensar.
Pero ni bien Van Gogh giraba la cabeza, el doctor Gachet le apagaba el conmutador del
pensamiento. Como quien no quiere la cosa, pero usando uno de esos desdeñosos y fútiles
fruncimientos de nariz en los que todo el inconsciente burgués de la tierra ha dejado la huella de la antigua fuerza mágica de un pensamiento cien veces reprimido. Al hacer esto, el doctor Gachet no impedía solamente los perjuicios del problema, sino el cultivo azufrado, el martirio del punzón que da vueltas en la garganta del único paso, con el que Van Gogh tetanizado. Van Gogh detenido en el abismo del aliento, pintaba.
Ya que Van Gogh era una sensibilidad pavorosa. Para persuadirse es suficiente con dedicar una mirada a su rostro siempre jadeante, y desde cierto punto, también hechizante, de carnicero. Como el de un viejo carnicero sosegado, retirado ahora del comercio, ese rostro en penumbras me persigue. Van Gogh se mostró a sí mismo en un buen número de telas, y a pesar de estar tan bien iluminadas,
tuve siempre la lamentable impresión de que lo obligaron a mentir acerca de la luz, que arrebataron a Van Gogh una luz imprescindible para cavar y marcar su camino dentro de sí.
Y el doctor Gachet no era, sin lugar a dudas, el más dotado para indicarle ese camino. Y no ignoro que el doctor Gachet, que atendía a Van Gogh, y que terminó por suicidarse en su casa, ha dejado en la historia la impresión de haber sido su último amigo en la tierra, una especie de consolador providencial.
Sin embargo estoy convencido de que es al doctor Gachet, de Auvers-sur-Oise, a quien Van Gogh debe, el día que se suicidó en Auvers-sur-Oise, debe, insisto, el haber abandonado la vida; ya que Van Gogh era una de esas naturalezas dotadas de una lucidez especial, que les permite, en cualquier situación, ver más allá, infinita y peligrosamente más allá de la apariencia real e inmediata de los
hechos.
Es decir, más allá de la conciencia que la conciencia conserva comúnmente de los hechos.
En la profundidad de sus ojos, como rasurados, de carnicero, Van Gogh se entregaba sin pausa a una de esas maniobras de oscura alquimia que toman a la naturaleza como objeto y al cuerpo humano por olla o vasija. Y sé que el doctor Gachet decía que esas cosas fatigaban a Van Gogh. Lo que no significaba el resultado de una llana preocupación médica, sino la manifestación de celos tan conscientes como negados.
Porque Van Gogh había llegado a ese estado de iluminación durante el cual el pensamiento en caos fluye renovado ante las descargas invasoras de la materia, donde pensar ya no es consumirse y ni siquiera es, donde no queda más que juntar cuerpos, mejor dicho, acumular cuerpos.


ACUMULAR CUERPOS
El mundo que de este modo se recupera, no es el astral sino el de la creación directa, más allá de la conciencia y del cerebro. Y nunca vi que un cuerpo sin cerebro fatigara por lienzos inertes. Esos puentes, esos girasoles, esas cosechas de olivas, esas siegas de heno son lienzos de lo inerte. Ya no se mueven. Están congelados. Pero quién podría soñarlos más férreos bajo la incisión seca que descubre su impenetrable estremecimiento.
No, doctor Gachet, un lienzo nunca ha fatigado a nadie. Son furiosas energías en reposo, que no producen agitación. Yo también, como el pobre Van Gogh, he dejado de pensar, pero organizo, cada día, extraordinarias ebulliciones internas, y sería interesante ver que un médico cualquiera viniera a reprocharme que me fatigara. Alguien adeudaba cierta suma de dinero a Van Gogh, la historia nos
dice que Van Gogh se preocupaba desde hacía varios días.
Las naturalezas superiores-situadas siempre un peldaño por encima de lo real- tienen la tendencia a
interpretar todo por el influjo de una conciencia maléfica, a creer que nada está librado al azar, y que todo lo malo que ocurre se debe a una voluntad maléfica, inteligente, consciente y predeterminada. Cuestión en la que los psiquiatras no creen jamás. Cuestión en la que los genios creen
siempre. Cuando me enfermo, es porque me hechizaron, y no puedo considerarme enfermo, si no admito, por otro lado, que alguien tiene interés en quitarme la salud y obtener de eso algún beneficio. Van Gogh también creía estar hechizado y lo manifestaba.
En mi opinión creo fuertemente que lo estuvo, y un día diré cómo y dónde ocurrió. El doctor Gachet fue el ridículo cancerbero, el sanioso y pustulento cancerbero, de camisa azul y tela almidonada, colocado ante el pobre Van Gogh para robarle sus sanas ideas. Pues si tal punto de vista, que es sano, se propagara universalmente, la sociedad ya no podría vivir, pero yo sé cuáles héroes de la tierra lograrían su libertad.
Van Gogh no pudo sacarse a tiempo de encima esa suerte de vampirismo de la familia, que
prefería que el genio de Van Gogh pintor se restringiera a pintar, sin reclamar, al mismo tiempo, la revolución necesaria para el desarrollo corporal y físico de su carácter de iluminado. Y entre el doctor Gachet y Theo, el hermano de Van Gogh, se produjeron muchos de esos malolientes conciliábulos entre la familia y los médicos jefes de los asilos de alienados, referidas al enfermo que tienen entre manos.
"Téngalo vigilado para que no se le ocurran esa clase de ideas". "Te das cuenta, lo ha dicho el doctor, tienes que librarte de esa clase de ideas". "No te hace bien pensar siempre en lo mismo; estarás internado toda la vida". "Pero, señor Van Gogh, sólo se trata de casualidades, tiene que convencerse; además no es algo bueno querer indagar así los secretos de la providencia. Yo conozco al señor fulano de tal, es una persona excelente; su ideas persecutorias los llevan a creer que él practica la magia clandestinamente". "Prometieron devolverle esa suma y se la devolverán. No
puede mantenerse en esa obstinación de atribuir ese retraso a mala voluntad".
Todas ésas son tiernas charlas de psiquiatra bonachón, aparentemente inofensivas, pero que trazan
en el corazón algo así como la huella de una lengüita negra anodina de una salamandra venenosa. Y algunas veces eso es suficiente para inducir a un genio a suicidarse.
Se suceden días en que el corazón sufre tanto la falta de salida, que lo desconcierta, como un mazazo en la cabeza, la certeza de que ya no podrá seguir adelante.
Justamente fue después de una conversación con el doctor Gachet que Van Gogh, como si nada ocurriera, entró en su habitación y se suicidó. Yo mismo permanecí en un asilo de alienados durante nueve años y nunca tuve la idea del suicidio, pero sé que cada entrevista con un psiquiatra por la mañana, me despertaba el deseo de ahorcarme, al darme cuenta de que no podría acogotarlo.
Theo desde el punto de vista material tal vez era muy bueno con su hermano, pero de todos modos lo consideraba un delirante, un alucinado, un iluminado, y en lugar de acompañarlo en su delirio se empecinaba en apaciguarlo. Que después haya muerto de pesar, no cambia en nada los hechos. Lo que más le importaba a Van Gogh en el mundo era su idea de pintor, su idea terrible, fanática, apocalíptica de iluminado.
El mundo debía responder al mandato de su propia matriz; recuperar su ritmo apretado,
antipsíquico de festival clandestino en lugar público, y delante de todos, ser puesto otra vez en la vasija recalentada. Es decir que el apocalipsis, la consumación de un apocalipsis se incuba ahora en las pinturas del viejo Van Gogh sacrificado, y que la tierra lo necesita para dar patadas con pies y
cabeza.
Cualquiera que haya escrito, pintado, esculpido, construido, modelado, inventado, lo ha hecho sólo para escapar del infierno. Y para escapar del infierno elijo las naturalezas de ese convulsionario afable, y no las inquietantes composiciones de Brueghel el Viejo o de Jerónimo Bosch que son sólo artistas frente a Van Gogh, allí donde él no es más que un pobre ignorante empecinado en no engañarse.
Pero cómo hacer para que un sabio comprenda que en el cálculo diferencial hay algo
decididamente desordenado, la teoría de los quanta o las impúdicas y tan torpemente litúrgicas ordalías del cortejo de los equinoccios, frente a ese cobertor de un tono rosado de camarones que Van Gogh hace bullir tan levemente en un sitio elegido de su cama, ante la mínima sublevación de un verde veronés o de un azul que salpica esa barca ante la cual una lavandera de Auvers-Sur-Oise se eleva después del trabajo, también frente a ese sol amurado detrás del ángulo gris del campanario del
pueblo, en ángulo, allá en el fondo de esa inmensa masa de tierra que, en el primer plano de la melodía, va detrás de la ola donde congelarse.
O VIO PROFE
O VIO PROTO
O VIO LOTO
O THETHE.
¡Para qué describir una pintura de Van Gogh! Ninguna descripción que quienquiera que sea haya intentado se podrá equiparar al sencillo orden de objetos naturales y de tintas en las que se entrega el mismo Van Gogh, tan grandioso escritor como pintor y que en relación a la obra que describe transmite el impacto de la más desconcertante autenticidad.
23 de julio de 1890
"Tal vez veas ese boceto del jardinero de Daubigny -es una de las telas en las que trabajé con más empeño-, y agrego un boceto de viejas chozas, y los bocetos de dos telas de 30 que representan grandes extensiones de trigo después de la lluvia... "El jardín de Daubigny con hierbas verde y rosa en primer plano. Un matorral verde y lila y una cepa de planta con follaje blanquecino a la izquierda. Un macizo de rosas en el centro, un vallado a la derecha, un muro y por sobre e1 muro un nogal de follaje violeta. Después una mata de lilas, una hilera de redondeados tilos amarillos, la casa
rosada en el fondo, con tejados azulinos. Tres sillas y un banco, una silueta negra con sombrero amarillo, y un gato negro en el primer plano. Cielo verde pálido.
8 de septiembre de 1888
"En mi pintura "Café por la noche", intenté mostrar que el café es un lugar donde uno puede arruinarse, cometer crímenes, enloquecer. Busqué, en síntesis, por medio de contrastes de rosa suave y rojo sangre y excreciones de vino, de verde tenue Luis XV y Veronés en contraste con verdes amarillentos y verdes blancuzcos duros, todo reunido en un clima de horno infernal de azufre lavado, mostrar algo así como la energía tenebrosa de una taberna. Y no obstante todo eso, adoptando una apariencia de jolgorio japonés unido a la inocencia de un Tartarín... ¿Qué significa dibujar? ¿Cómo
se llega a hacer? Es el movimiento de abrirse camino a través de un muro de hierro invisible que parece interponerse entre lo que se siente y lo que es posible hacer. De qué manera atravesar ese muro, ya que de nada sirve golpear con fuerza contra él; para conseguirlo hay que corroerlo despacio y pacientemente con una lima, eso es lo que pienso”.
Qué fácil parece escribir de ese modo. ¡Y bien! Prueben, entonces, y díganme si no siendo el autor de una pintura de Van Gogh, podrían describirla de forma tan simple, tan sucintamente, durablemente, objetivamente, sólidamente, válidamente, masivamente, opacamente, auténticamente y milagrosamente, como en esa mínima carta
suya. (Pues la pauta del punzón disociador no depende de la vastedad ni del crispamiento sino del mero ímpetu personal del puño.)
Por tanto, no voy a describir un cuadro de Van Gogh después de haberlo hecho él, pero afirmaré que Van Gogh es pintor porque cosechó la naturaleza, porque la sudó y la hizo transpirar, porque desparramó en sus telas, en haces, en impresionantes brazadas de color, la secular pulverización de elementos; la espantosa presión básica de los apostrofes, estrías, vírgulas, barras que nadie, después de él, podrá
discutir que formen parte de la apariencia normal de las cosas. Y el muro de cuántos codeos retenidos, impactos oculares tomados del natural, parpadeos surgidos del tema, torrentes luminosos de las fuerzas que trabajan la realidad, han tenido que hacer caer antes de ser por fin contenidos y como elevados hasta el lienzo y aceptados.
En los cuadros de Van Gogh no hay fantasmas, ni alucinaciones ni visiones. Solo la sofocante verdad de un sol de las dos de la tarde. La despaciosa pesadilla genésica pausadamente elucidada. Sin pesadilla y sin efectos. Pero allí se encuentra el sufrimiento fetal. Es el brillo húmedo de una brizna de hierba, del tallo en un recorte de trigo que está allí listo para la extradición. Y del que un día la naturaleza rendirá cuentas. Y también la sociedad rendirá cuentas de su muerte prematura.
Un recorte de trigo doblado bajo el viento, sobre el trigo las alas de un sólo pájaro dispuesto en vírgula; qué pintor que no fuera rigurosamente pintor, podría haber tenido la osadía de Van Gogh de aplicarse a un motivo de tan desbaratante sencillez. No, en las pinturas de Van Gogh no hay fantasmas, no hay sujeto ni hay drama y yo diría que ni siquiera hay objeto, ya que el motivo mismo, ¿qué es? Salvo que sea algo así como la sombra de hierro del motete de una indiscernible música antigua, algo como el disparador de un tema que desespera en sí mismo. Es naturaleza pura y
descarnada, tal como se revela al ser vista cuando uno sabe situarse en su máxima cercanía.
Prueba de ello es ese paisaje de oro fundido, de bronce cocido en el antiguo Egipto, donde un enorme sol descansa sobre los techos tan sofocados por la luz que parecen en estado de descomposición. No he visto ninguna pintura jeroglífica, fantasmagórica, patética o apocalíptica que me produzca esa sensación de oculta extrañeza, de cadáver de inútil hermetismo, que entrega su
secreto con la cabeza abierta sobre el madero de la ejecución. No pienso, al decir esto, en el "Tío Tranquilo", ni en esa funambulesca avenida de otoño por donde pasa, en último término, un anciano encorvado con un paraguas colgado del brazo como el gancho de un trapero. Pienso otra vez en los cuervos de alas negras de trufas brillantes. Pienso otra vez en el campo de trigo: espigas y más espigas,
y nada más hay para decir, con algunas pequeñas yemas de amapolas sembradas discretamente adelante, acre y agitadamente sembradas allí, furiosa y deliberadamente punteadas y rasgadas.
Sólo la vida puede brindar denudaciones epidérmicas semejantes que hablan bajo una camisa desabotonada; y no se sabe la razón de que la mirada se incline más a la izquierda que a la derecha, hacia el montón de carne rizada. Pero el hecho es que es así. El hecho es que está hecho así. Su dormitorio también escondido, tan encantadoramente campesino y saturado de un aroma capaz de encurtir los trigos que se estremecen en el paisaje, a la distancia, detrás de la ventana que los oculta.
El color del gastado cobertor, también campesino, de un rojo de langostinos, de erizo de mar, de mújol del Mediterráneo, de un rojo de pimiento asado.
Ciertamente es culpa de van Gogh que el color del cobertor de su cama lograra ese grado de realidad, y no conozco al tejedor capaz de reproducir el irrepetible tinte de la manera como Van Gogh supo reproducir, desde lo profundo de su mente hasta el lienzo, el rojo de ese inimitable revestimiento. No sé cuántos curas criminales que sueñan con la cabeza de su así llamado Espíritu
Santo, en el oro ocre, el azul eterno de unos vitrales a su joven "María", han sabido apartar en el aire, obtener de los nichos sarcásticos del aire esos colores sorpresivos que son todo un acontecimiento, y donde cada pincelada de Van Gogh sobre el lienzo es peor que un acontecimiento.
Por momentos impresiona como una habitación bastante prolija, pero con un dejo balsámico o un perfume que ningún benedictino podría descubrir nuevamente para alcanzar el punto óptimo de sus licores salutíferos. (Esta habitación lleva a evocar la "Gran Obra" con su pared blanca de perlas cristalinas, de la que cuelga una toalla rugosa cómo un antiguo amuleto campesino intocable pero consolador).
En otros momentos produce la impresión de una simple parva abochornada por un enorme sol. Hay unos suaves blancos de tiza peores que esos ancestrales suplicios, y en ninguna tela como en ésta se presenta la clásica escrupulosidad operativa del pobre y grande Van Gogh. Pues todo eso es incuestionablemente Van Gogh; la minuciosidad única del toque, patética y sórdidamente aplicado. El color vasallo de las cosas, pero tan justo, tan amorosamente justo que no hay gema que pueda igualar su excentricidad. Pues Van Gogh fue el pintor más auténtico de todos los pintores, el único que no
quiso exceder la pintura como recurso estricto de su obra, y como referente estricto de sus medios.
Por otro lado el único, absolutamente el único, que haya excedido absolutamente la pintura, el acto inerte de representar la naturaleza para hacer salir, de esa representación única de la naturaleza, una energía giratoria, un elemento extraído directamente del corazón. Ha hecho surgir, bajo la representación, un aspecto y encerrar en ella un nervio que no se encuentra en la naturaleza, que
son de una naturaleza y un aspecto más auténtico que el aspecto y el nervio de la naturaleza auténtica.
En el instante en que escribo estas líneas veo el rojo rostro ensangrentado del pintor acercarse a mí, en un muro de girasoles aplastados, en una fantástica combustión de rescoldos de jacinto apagado y de hierbas lapislázuli. En medio de todo esto un bombardeo meteórico de átomos en el que sobresale cada grano, testimonio de que Van Gogh concibió sus telas como pintor, y sólo como pintor, pero que sería por la misma razón un músico formidable. Organista de un temporal detenido que ríe en la diáfana naturaleza, apaciguada entre dos tempestades, aunque, semejante a Van Gogh, esa naturaleza manifiesta claramente que está lista para partir.
Después de mirarla, se puede dar la espalda a cualquier clase de lienzo pintado, pues ninguno tiene ya nada qué decirnos. La turbulenta luz de la pintura de Van Gogh comienza sus sombríos dictados en el mismo instante en que se la deja de mirar. Sólo pintor, Van Gogh, y sólo eso; nada de mística, de filosofía, de rito, de fiscurgia, ni de liturgia, nada de historia, ni poesía ni literatura; esos girasoles de
oro bronce están pintados; están pintados como girasoles y sólo eso; pero para entender un girasol en la realidad, será imposible, en adelante, prescindir de Van Gogh, igual que para entender una tormenta real, un cielo encrespado, una pradera real; no se podrá prescindir de Van Gogh.
El mismo clima tormentoso había en Egipto o sobre las honduras de la Judea semita, tal vez las mismas sombras cubrían Caldea, Mongolia o los montes del Tíbet, y nadie me ha dicho que se hayan mudado. Sin embargo, al mirar esa extensión de trigo o de piedras blancas como un osario en la tierra, sobre la que se apoya un viejo cielo violáceo, ya no se puede creer en los montes del Tíbet.
Pintor, ninguna otra cosa que pintor, Van Gogh incorporó los medios de la pura pintura y no los excedió. Quiero decir que para pintar, no hizo más que valerse de los medios que la pintura le ofrecía.
Un cielo encrespado, una pradera blanca de tiza, las telas, los pinceles, su cabello rojo, los tubos, su mano amarilla, su caballete, pero todos los lamas juntos del Tíbet pueden sacudirse el apocalipsis que hayan planeado bajo sus ropas, Van Gogh se habrá adelantado a hacernos presentir el peróxido de ázoe en
una pintura que contiene un grado suficiente de catástrofe para obligarnos a que nos ubiquemos.
Un día cualquiera se le ocurrió no exceder el motivo, pero después de haber visto un Van Gogh, ya no se puede creer que haya menos excedible que el motivo. El sencillo motivo de una vela encendida en un sillón de paja con armazón violáceo, expresa más, gracias a la mano de Van Gogh, que todo el conjunto de tragedias griegas, o de dramas de Cyril Turner, de Webster o de Ford, que por otro lado, hasta el momento, han permanecido sin inrepresentados. Sin caer en la literatura, he visto el rostro de
Van Gogh, ensangrentado en las irrupciones de sus paisajes, acercarse a mí.
KHOAN
TAVER
TINSUR
Sin embargo, es un bombardeo, es un incendio, es un estallido, justiciero de esa piedra de moler que el pobre Van Gogh, el loco cargó al cuello toda su vida. La piedra de pintar sin saber para dónde ni por qué. Ya que para este mundo, no es, no es nunca para esta tierra que todos hemos trabajado, peleado, rugido por el horror de hambre, de pobreza, de odio, de escándalo y de nausea, que todos fuimos envenenados, aunque todo eso nos haya hechizado, hasta que por fin nos hemos suicidado, ¡como el
mísero Van Gogh, no somos todos, acaso, suicidados por la sociedad!
Van Gogh renunció, al pintar, a narrar historias; pero lo extraordinario es que, este pintor que no es nada más que pintor, y que es más pintor que cualquier otro pintor, por ser en quien el material, la pintura misma, tiene un lugar de privilegio, con el color usado tal como sale del tubo, con la marca de cada pelo del pincel en el color, con el relieve de la pintura pintada, como exaltada en la luz de su propio sol, con la i, la coma el punto de la punta del pincel arrastrado directamente en el color, que se agita y salpica en pavesas, las que domina y amasa el pintor por todas partes, lo
extraordinario es que ese pintor que no es nada más que pintor, también es, de todos los pintores de la historia, el que más nos hace olvidar que estamos ante una pintura, una pintura que representa el tema elegido por él, y que hasta nosotros hace avanzar, delante de la tela quieta, el enigma puro, el puro enigma de la flor martirizada, del paisaje apuñalado, arado, retorcido por todos lados por su pincel ebrio.

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