miércoles, junio 22, 2011

¿HA ABOFETEADO USTED A UN MUERTO? por LOUIS ARAGON





La rabia se apodera de mí si, por cansancio maquinal, consulto alguna vez los periódicos de los hombres. En ellos se manifiesta parte de ese pensamiento común en torno al cual, pase lo quepase, un buen día se llega a un acuerdo. Su existencia se
basa en la creencia en este acuerdo, es todo lo que exaltan, y para que un hombre recoja al fin los sufragios, o para que recoja también los sufragios de los últimos entre los hombres, es preciso que sea una figura evidente, una materialización de esta creencia.

Los concejos municipales de localidades para mí indistintas se conmueven hoy de una muerte, colocan en la fachada de sus escuelas placas en las que se lee un
nombre. Esto debería bastar para describir al que acaba de fallecer, porque no podemos imaginar a Baudelaire, por ejemplo, o a cualquier otro que se haya mantenido
en el único extremo del espíritu que puede desafiar a la muerte, a Baudelaire, sí, celebrado por la prensa y sus contemporáneos como un vulgar Anatole France. ¿Qué
tenía este último que logró conmover a todos los que son la negación misma de la emoción y la grandeza«?- Un estilo precario y que todo el mundo se siente autorizado
a juzgar por confesión misma de su poseedor; un lenguaje universalmente alabado siendo que el lenguaje sólo existe más allá, fuera de las apreciaciones vulgares.

Muy mal escribía, se los juro, el hombre de la ironía y del buen sentido, el ruin avaro del miedo al ridículo. Y escribir bien es poca cosa, escribir acerca de lo que merece una sola mirada. Todo lo que hay de mediocre en el hombre, de limitado, de timorato, de conciliador a toda costa, la carencia de especulación, la complacencia en la derrota, el estilo satisfecho, probo, simple, débil de pensamiento, se encuentran, frotándose las manos, en este Bergeret cuya dulzura se insistirá inútilmente en demostrarme. Gracias, pero yo no voy a terminar en ese
ambiente facilón una vida a la que nunca le han preocupado las excusas y el qué dirán.

Para mí, todos los admiradores de Anatole France son seres degradados. Me complace que el literato al que hoy aclaman el tapir Maurras, la chocha Moscú y, por una increíble ironía, el propio Paul Painlevé, haya escrito por dinero y con un instinto de lo más abyecto el más deshonroso prefacio que pueda existir para un cuento de
Sade, quien pasó su vida en prisión para recibir al final el puntillazo de este asno oficial. Lo que les agrada de él, lo que lo hace sagrado, y no me vengan con cuentos, no es siquiera su talento, tan discutible, sino la bajeza que
permite exclamar al primer granuja: "¡Cómo no se me había ocurrido antes!" Y, en calidad de execrable histrión del espíritu, tenía que responder verdaderamente a
la ignominia francesa para que este pueblo oscuro estuviera a tal punto dichoso de haberle prestado su nombre.

Rebuznen, pues, a placer, sobre esta cosa hedionda, sobre este gusano que a su vez será poseído por los gusanos; despojos de la humanidad, gente de cualquier parte,
tenderos y chismosos, sirvientes de espíritu, sirvientes del estómago, individuos que se revuelcan en la grasa y el dinero, ustedes que acaban de perder a tan buen servidor del compromiso soberano, dios de sus hogares y de sus gentiles dichas.

Hoy me encuentro en medio de este moho, París, donde el sol es pálido, donde el viento da a las chimeneas su aire de espanto y su languidez. En torno a mí
crece una agitación miserable, el trajín del universo donde toda la grandeza se ha convertido en objeto irrisorio. El aliento de mi interlocutor está envenena-
do por la ignorancia. En Francia, según dicen, todo termina en canciones ¡Entonces, que el que acaba de reventar en medio de la beatitud general desaparezca
a su vez como humo! Pocas cosas quedan de un hombre. y en el caso de éste es indignante imaginar que,como fuere, existió. Algunos días he soñado con
goma para borrar la inmundicia humana.

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