lunes, mayo 02, 2011

1. HIBRIDAJE (De Tango. Discusión y Clave) por ERNESTO SABATO





Los millones de inmigrantes que se precipitaron sobre
este país en menos de cien años, no sólo engendraron
esos dos atributos del nuevo argentino que son el resentimiento
y la tristeza, sino que prepararon el advenimiento
del fenómeno más original del Plata: el tango.
Este baile ha sido sucesivamente reprobado, ensalzado,
satirizado y analizado.

Pero Enrique Santos Discépolo, su creador máximo,
da lo que yo creo la definición más entrañable y exacta:
"Es un pensamiento triste que se baila".

Carlos Ibarguren afirma que el tango no es argentino,
que es simplemente un producto híbrido del arrabal por-
teño. Esta afirmación no define correctamente al tango,
pero lo define bien a Carlos Ibarguren. Es claro: tan
doloroso fue para el gringo soportar el rencor del criollo,
como para éste ver a su patria invadida por gente extraña,
entrando a saco en su territorio y haciendo a menudo
lo que André Gide dice que la gente hace en los hoteles:
limpiándose los zapatos con las cortinas. Pero los senti-
mientos genuinos no son una garantía de razonamientos
genuinos, sino más bien un motivo de cuarentena; un
marido engañado no es la persona en mejores condiciones
para juzgar los méritos del amante de su mujer. Cuando
Ibarguren sostiene que el tango no es argentino y sí un
mero producto del mestizaje está diciendo una considerable
parte de la verdad, pero está deformando el resto
por la (justificada) pasión que lo perturba. Porque si es
cierto que el tango es un producto del hibridaje, es falso
que no sea argentino; ya que, para bien y para mal, no
hay pueblos platónicamente puros, y la Argentina de hoy
es el resultado (muchas veces calamitoso, eso es verdad)
de sucesivas invasiones, empezando por la que llevó a
cabo la familia de Carlos Ibarguren, a quien, qué duda
cabe, los Cafulcurá deben mirar como a un intruso, y cuyas
opiniones deben considerar como típicas de un pampeano
improvisado.

Negar la argentinidad del tango es acto tan patéticamente
suicida como negar la existencia de Buenos Aires.

La tesis autista de Ibarguren aboliría de un saque el
puerto de nuestra capital, sus rascacielos, la industria
nacional, sus toros de raza y su poderío cerealista. Tampoco
habría gobierno, ya que nuestros presidentas y gobernadores
tienen la inclinación a ser meros hijos de
italianos o vascos, o productos tan híbridos como el
propio tango. Pero qué digo: ni siquiera el nacionalismo
pnnnrtaría la hecatombe, pues habría que sacrificar a los
Scalabrini y a los Mosconi.

Quizá resulte doloroso que la historia sea. como dice
W. James, siempre novedosa y, por lo tanto,
invariablemente confusa e inclinada a la mescolanza. Pero eso es
lo que la hace tan apasionante. La identidad consigo
misma hay que buscarla en la lógica o en la matemática:
nadie puede pedir a la historia un producto tan puro
(pero también tan aburrido) como un cono o una sinusoide.

Aparte de ser inevitable, el hibridaje es siempre fecundo:
bastaría pensar en el gótico y en la música negra
de los Estados Unidos. En cuanto a la literatura del
Plata, que tantos critican por prolongar en alsrún sentido
los temas y las técnicas europeas, es otro fenómeno de
hibridaje; porque, a menos de existir que escribamos en
querandí y describamos la caza del avestruz, no veo
cómo, coherentemente, puede hablarse de una pureza nacional.
Pensar que una literatura nacional sólo es aquella
que se ocupa de indios o de gauchos, es adherirse
insensatamente al apocalipsis ibarguriano. Ni siquiera esos
olímpicos dioses griegos, que algunos profesores suponen
el paradigma de la pureza, pueden exhibir una genealogía
impecablemente indígena.

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