martes, agosto 03, 2010

El Escritor Fondeado (de El descuartizado de Rodrigo Ramos)




Mirko supo de la muerte de Berríos a través de una llamada telefónica. Al parecer no hay otro método más limpio para comunicar una muerte. Quien llama, se ahorra la expresión de quien recibe. Se ahorra, por ejemplo, el llanto y los mocos y las frases de manual que siempre se dicen en ese momento.

Mirko repasó historias en común con Berríos. Recordó el último encuentro en una panadería en Iquique. Estuvieron por unos minutos en la fila esperando el pan. Berríos le preguntó sobre un amigo en común, un músico que se había ido a Santiago a probar suerte.

Berríos vendía sus publicaciones en una feria de cachureos. Vendía fotocopias de sus poemas. Vendía fotocopias de sus cuentos. Le iba regular. Le iba mejor con la ropa usada que compraba por fardos a los chinos. Sólo le alcanzaba para comer. Por esto le faltó dinero para pagarse una atención médica de calidad. La atención pública jamás fue oportuna. Nunca. En el hospital le inyectaron un calmante y lo devolvieron a casa. Pensaron que era diarrea. Un perro con diarrea. A las horas se puso amarillo como cáscara de plátano. Falleció de Hepatitis. En el recuento de lo que comió, apareció desde chucrut descompuesto hasta un guiso de garbanzos. Se cocinaba el lunes y el viernes. El lunes garbanzos y el viernes, fideos. No tenía problemas en comer lo mismo todos los días. Tampoco tenía problemas con las cucarachas enquistadas en la cocina y en el baño. Cucarachas hay en todas partes.
Se habló de envenenamiento. El escritor siempre despierta envidia, decía Berríos, recordando una vieja columna de Joaquín Edwards Bello. Culpaba a un grupo de académicos de la envidia. Según Berríos, los académicos no tenían talento para escribir a pesar que todos los semestres sacaran libros financiados por la misma universidad. Los libros se lo leían ellos. Pajas. Según, los académicos, Berríos era un escritor provinciano pues para dejar de serlo, según los académicos, había que publicar en una editorial trasnacional, de lo contrario seguiría igual, expuesto a los males que afectan a los escritores provincianos: envidias, rencores y el peor de todos, hambre.

Publicadas quedaron dos novelas y varios libros de cuentos. “El Funeral de la Felicidad” se llamó su libro más conocido pues lo publicó en un editorial con tiraje en Chile. En la contratapa del libro sólo cabía su foto en blanco y negro. La mirada era soberbia, como la de cualquier escritor que ha esperado tanto tiempo para publicar en una editorial de renombre. Ahí estaba Berríos, cargando sus casi 40 años donde sobresalía su paso por Holanda. Autoexiliado. Su autoexilio partió de esta manera: Cuando le vencía la visa en Ámsterdam -donde partió como turista a la casa de un tío exiliado- llamó a un viejo amigo en Iquique, pinochetista. El plan le resultó. El pinochetista envió una carta al director del diario La Estrella de Iquique, donde hablaba pestes de Berríos. Por ningún motivo ese comunista debía volver a Chile, pues se estaba ante un agitador social. Esa publicación fue presentada por el tío de Berríos en Holanda, y con ello se ganó la estadía en el país europeo, además de un sueldo por no hacer nada. Como consecuencia de esto, se dedicó a leer y posteriormente a escribir. Para que entienda su estilo, los académicos calificaron su literatura como realismo mágico de segundo orden. Lo de segundo orden estaba demás. Realismo mágico donde Iquique era Macondo y pasaban una serie de situaciones con personajes urbanos entre sobrenaturales y reales. Cosas como que a un vagabundo se la aparecía una novia.

Regresó a Iquique, su terruño querido, con una holandesa tetona que robaba miradas cuando caminaba. Era cuestión de tiempo que le robaran a la holandesa. Lo mismo le pasó después con la cubana. El problema era que Berríos era enfermo de celoso. Obsesivo. Otro punto en contra, era que la vida que le daba en Iquique a ambas mujeres no era como ellas imaginaron al subirse al avión. La comodidad en la casa de Berríos era escasa y el aseo también. Vivía con tres hermanos. Dos cesantes y el otro medio alcohólico. Los hermanos también ojeaban a las minas y no aportaban un peso a la olla, salvo cuando pescaban. Por esto, en un momento, terminó peleado con todos.

Mirko lo conoció en Iquique, en la redacción de El Nortino, en 1998. A Mirko le tocó cubrir el lanzamiento de “El Funeral de la Felicidad” en Iquique, en una coqueta librería de calle Gorostiaga, con libreros de pino oregón . Hizo una crónica condescendiente, demasiado. El escritor quedó contento y le regaló un libro donde firmó: para un periodista talentoso. Fue bueno eso de pe-rio-dis-ta-ta-len-to-so. Así Mirko se atrevió a mostrarle unos cuentos, en busca de “orientación literaria”.

Berríos los destrozó. Definitivamente malos. Pésimos. Había que golpear en la primera línea, atrapar de inmediato. Le aconsejó leer a Guy de Maupassant.
Pedro lo envidió desde el primer momento en que lo vio feliz con su libro bajo el brazo la noche del lanzamiento. Como le habría gustado estar en el pellejo de Berríos. Nunca superó que aquel escritorcillo le haya destrozado sus cuentos o que ni siquiera se fijara en su potencial. Nada. Tal vez Pedro envenenó a Berríos, para quedarse con su ta-len-to.

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