miércoles, diciembre 23, 2009

La noche de Jazz y Monjas por EDUARDO J. FARIAS ALDERETE


Las generaciones de jovencitas góticas se renuevan. Tienen ese atractivo no sé qué, esas caras pálidas, atuendos oscuros como la noche. Se van renovando, se revisitan como mis sueños con las monjas, en donde yo voy subiendo sus hábitos, penetrándolas como si fueran putas de la calle Condell.

Estos cerros desnudos marcan la piel del alma, si es que existe tal cosa. Y lo pienso, y recuerdo otra vez a las quinceañeras llamando la atención con sus góticos atuendos, mientras el taxi colectivo, al ritmo de Radio Carnaval, toma los caminos más inusitados, que luego de la medianoche te llevan donde quieras, si cargas dinero y no tienes tanta cara de maleante.

Me calo los audífonos como si fuesen un cordón umbilical, y le doy a las canciones aleatorias en el Ipod, la mayoría es jazz del clásico, ese jazz abusivo, fuerte, sincopado y auténtico. Miles Davis parece decir ”yo también he fornicado con religiosas”.

Y como si el poder mental de la invocación fuera aún más poderoso que mis ansias, una muchacha de metro sesenta, de una blancura impresionante, pintarrajeada con dedicación y fruición, detiene el automóvil.

En la próxima esquina, otra muchacha levanta el dedo, y el chofer detiene el vehículo. Regordeta, no más de dieciséis años, registra nerviosamente sus bolsillos. El chofer le entrega su vuelto. Ella lo recibe. Cae una moneda al suelo.

La primera muchacha desaparece de mi campo visual. Vuelvo a pensar en monjas y, con los dedos, golpeteo el borde de la portezuela. De pronto, un fulgor metálico se deposita en el cuello del conductor, décimas de segundo antes que un objeto frío y filoso se apoyara bajo mi oreja izquierda. Un ardor subió desde mi bajo vientre hasta la boca del estomago, y maldije mi costumbre de usar el cinturón de seguridad de una manera rayana en lo dogmático. Me quedé quieto. Coltrane continuaba tocando. La realidad era demasiado riesgosa, como para participar en ella.

El chofer fue saliendo del recorrido, y así nos dirigimos directamente hacia los cerros, hacia esas poblaciones olvidadas de la mano de Dios… eso, quizás a él no le hayan gustado mis fantasías sexuales con monjas, y todo eso.

Ella Fitzgerald se aferró a mis oídos cuando arrancaron mis audífonos. Aun se podía escuchar a la distancia. Radio Carnaval guardaba silencio. Sentí satisfacción, que no duró más que el lapso entre el descenso del objeto corto punzante y el ascenso de un cañón frío y hostil.

En medio del cerro, con la ciudad y sus luces extendidas a nuestros pies, se marchó el vehículo, dejándonos desnudos, las manos cubriendo el pubis. El mareo propio del alcohol aún no disminuía, y el deseo hacia las monjas, tampoco.

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